Si a la muerte se la representa con un esqueleto, entonces la personificación de la vida debería verse como piel. Es el pellejo con el que, a modo de traje, se disfraza la parca, aunque no lo hace siempre con la misma vida. Se puede –y siempre se recomienda– cambiar de vida y de ropa, porque de no hacerlo cada tanto se sufre los inconvenientes del estancamiento y de lo podrido. Por el contrario la muerte no cambia, es sólida y única, el factor constante e invariable en el que se pierden todos los instantes que no son retenidos por la memoria.

Se vive cuando hay cambios; al cambiar de estilo parecemos otros. Desnudos frente al espejo, antes que reconocerlos en él, vemos el paso del tiempo, la parca haciéndonos una mueca. Por suerte, gracias a nuestra cara, nunca estamos del todo desnudos. Nos enmascara el cráneo una infinita variedad gestos. Si bien la muerte se los va devorando uno a uno, la vida no deja de emitirlos. Por eso reír no está mal: de todas las máscaras posibles es la que más se aleja de la forma de una calavera.

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