El reloj indicaba justamente las doce del mediodía. Fernanda continuaba cabeceando dormida en el asiento trasero del viejo auto de su papá. Había trasnochado varias veces los días de semana por la súbita acumulación de trabajos académicos de la universidad, tanto que apenas pudo contener los párpados cuando se subió al auto.
El sábado por la noche, sus padres acordaron llevarla de paseo al pueblito de Los Portillos, Sabanagrande. Al haberla visto decaída y un poco letárgica, sabían que el mejor premio para levantarle el ánimo sería llevarla, aunque fuese por un día, a divagarse en la sombra de los numerosos pinos y robles. Desde la infancia, Fernanda jamás rechazaba un viaje a ese maravilloso rincón de verde ensueño en el que relajaba sus pensamientos. Hacía de todo; recolectaba limones en los limoneros y, en el mejor de los casos, vigilaba las pobladas milpas de maíz de la familia desde la punta de los cerros. Si el tiempo sobraba, iba a visitar las casas de los vecinos o acompañaba a sus primos a las ferias de la plaza del pueblito, que quedaba un poco lejos, puesto que sus abuelos vivían en la periferia. Sin embargo, la verdadera razón por la que iba era para ver a sus queridos abuelos. Aún seguía viva esa titilante euforia pueril de pasar tiempo de calidad con ellos. En las noches, antes de dormir, ellos le contaban anécdotas de vida que eran como magníficas joyas de sabiduría; por eso temía perder el hilo de las narraciones, porque sabía que algún día una tijera las cortaría para siempre y no las volvería a escuchar.
Al salir en la mañana del domingo, el clima estaba más frío de lo normal. Los nubarrones grises se interponían en el cielo y el sol apenas mostraba su figura. Ella alcanzó a ver en el telenoticiero que una tormenta tropical se acercaba peligrosamente al país, pero era tanta la emoción que no le prestó importancia. Por suerte, sus padres —mucho más precavidos— llevaron edredones y cobijas por cualquier percance.
- — Fernanda, despertate. Ya llegamos —dijo su papá.
Fernanda, estirando los brazos, abrió lentamente sus ojos oscuros. Le comenzó a doler la espalda y un poco la sien, ya que la tenía apoyada en el vidrio de la ventana mientras dormía. La amortiguación a menudo fallaba, y el auto se asemejaba a un toro bravo al que le ponían cabalgantes en la espalda. En realidad, no es nada cómodo pretender quedarse dormido en un asiento, y menos en un camino tan pedregoso y arenisco como el de las calles coloniales de Los Portillos, donde los neumáticos, independientemente de su calidad, acaban abrumados por el polvo, la arcilla y las abundantes rocas puntiagudas. «¿Querés probar si un carro es decente? Traelo a estas calles», solía decir su papá.
- — ¡Ni dormir bien he podido! —refunfuñó de cólera, tirando la cobija.
Después de un rato, ayudó a sus padres a bajar utensilios, bolsas con prendas de vestir y comida y algunas cajas que se encontraban en la paila. La mayoría de cosas eran provisiones de la ciudad para sus abuelos que, generalmente, necesitaban debido a que se les hacía difícil ir a la plaza a conseguirlos.
- — ¡Hola, mi mijita! —dijo el abuelo, con notorio cariño.
Ni siquiera le respondió; fue corriendo a abrazarlo. Incluso dejó tiradas las bolsas de comida que traía consigo. No pudo cohibir la emoción de ver a ese señor de pómulos cavernosos, ojeras pronunciadas y sombrero de mimbre. Luego, hizo lo mismo con la abuela, que esperaba pacientemente el turno de recibir sus besos y cariños.
La casa de los abuelos estaba constituida de un áspero y rasposo adobe, con serpeas fisuras en las que se refugiaban los insectos en el invierno. El techo, así como el de las casas vecinas, era de teja de barro acompañada de bosques de musgos marchitos que se engarzaban entre sí, formando rizos cetrinos. La fachada daba la impresión de una estructura esquelética, débil, pero lo cierto es que esa pequeña casa había resistido tempestades sucesorias en su más de medio siglo de existencia. Al lado, había una pequeña plantación de árboles limoneros.
Fernanda se había encargado de llevar los ingredientes para hacerle un caldo de pollo a sus abuelos, pues compartían el mismo paladar a la hora de elegirlo su platillo favorito. Por lo general, al llegar donde ellos siempre los consentía de ese modo para manifestarles el tierno aprecio que les tenía. Cuando sus padres le hablaron sobre el posible viaje, corrió al supermercado poco antes de que cerraran para comprar el pollo y las verduras aun teniendo sobre su espalda el titánico peso del estrés y la somnolencia. Es más, al regresar a casa había cambiado totalmente su ánimo.
Entonces, con sus padres comenzó los preparativos mientras sus abuelos esperaban sentados en la mesa del comedor, hablando cotidianidades. «Siento que hace falta algo», pensó. Pero decidió no hacerle caso a su intuición y fue a bajar unos cuantos limones.
Se escuchó un estruendo en el cielo. La leve brisa comenzó a caer. Se apuró en recolectar los limones y regresó nuevamente a casa. Si había algo que odiaba eran las tormentas eléctricas, pues les tenía mucho temor a los relámpagos y a la arbitrariedad con la que impactaban en la tierra. Cuando había tormentas de este tipo, lo usual que se le venía a la imaginación era que un rayo le impactaría en la cabeza. Por casualidad del destino, pronto se daría cuenta de que no siempre los rayos caen así por así.
- — ¡Ay, Teresa! —dijo el abuelo— Esta lluvia me recuerda una historia.
- — ¿A qué te recuerda, vo’? — preguntó la abuela.
- — Cuando estaba güirro, mi don me contaba leyendas bajo la lluvia. Me decía que había un tal duende que se robaba a las niñas bonitas; las encaprichaba con piropos el cabrón. Hay que tener cuidado, para que no se lleve a Fernanda.
- — Esas son estupideces, Aurelio —increpó la abuela—. Son pendejadas que se inventan para asustar a los güirras que andan solas.
Fernanda oía la conversación sin interesarle. Ella, al igual que su abuela, pensaba que los mitos y las leyendas son historias que cuentan los viejos para que los niños no se atrevan a andar solos por los cerros y las milpas. A decir verdad, nada ni nadie podía justificar la existencia ni de duendes ni de espíritus errabundos que vagan en busca de personas. Esos cuentos siempre le habían parecido realmente absurdos, contrarios a toda ciencia y lógica. Su punto de vista era tan radical que no creía en nada más que lo que dijeran sus libros y la ciencia.
- — ¡No creás! —balbuceó el abuelo— Sí existen. ¿Vos creés que por nada nos lo contaban nuestros viejos? Algo tuvo que haber pasado.
De pronto, Fernanda se acordó del preparativo que le faltaba. «¡Qué tonta soy!», se dijo, poniendo la palma de su mano en la frente. Su intuición no erró, pues había comprado el cilantro en el supermercado pero lo dejó olvidado en la mesa de su casa cuando salió.
Un agudo relincho se escuchó en las afueras.
- — ¡Abran, ya vine! —gritó una voz desde el exterior, tocando la puerta.
Era Mauricio, el primo de Fernanda, y venía en un pardo caballo de crines doradas. De vez en cuando, iba a visitar a los abuelos después de largas jornadas de labranza, como este caso, y traía consigo bolsas repletas de panes y café que adquiría en la panadería del pueblo, para disfrutarlos junto a ellos. No estaba al tanto de que allí estuvieran sus tíos y su prima.
- — ¡Increíble que estén aquí! —dijo, cuando el abuelo le abrió la puerta—. ¿Planean quedarse poco o mucho?
- — Nomás estamos de paseo —dijo la mamá de Fernanda—, nos vamos a ir en la noche.
Fernanda, sin intenciones de callar más, le preguntó a solas a Mauricio si había un lugar cercano donde vendieran cilantro, ya que el pueblo quedaba lejos aun yendo a caballo. «No, no hay pulpería cerca», le respondió, «pero a veces crecen algunas matas en el monte. Pregúntale al abuelo si ha visto alguna». Fernanda estaba desesperada; no le quería comentar a los abuelos por el temor de sufrir algún reproche de parte de sus papás. «Cilantro, cilantro pendejo», repetía en su cabeza. Sin embargo, no pudo callar más. Era más el tiempo que perdía absteniéndose.
- — Se me olvidó el cilantro —dijo en voz alta. Su cara denotaba arrepentimiento.
- — ¿Cómo se te pudo olvidar el cilantro? —preguntó su mamá, frunciendo el ceño.
La abuela Teresa, preocupada por el rumbo que podía llevar la discusión, intervino con una voz casi angelical:
- — ¡Mijita, no se preocupe! Cerca del río nacen algunas plantitas de cilantro. Vaya con Mauricio y las traen.
Fernanda, que ya sentía venir los regaños de su mamá, se calmó un poco. Como siempre, los abuelos están ahí para darles un respiro a los pobres nietos. Pero la idea de ir a las cercanías del río, en plena tormenta, no era muy amena que se diga. Ese río habituaba ser calmo, con aguas tranquilas y serenas, pero cuando la tormenta asomaba el ojo se transformaba en un violento y peligroso caudal, capaz de desarraigar grandes escollos y robustos árboles.
Otro retumbo estalló en las nubes, y la brisa empezaba a convertirse en lluvia. A través de la ventana se veía al impetuoso viento colarse entre las ramas de los limoneros, moviéndolas de un lado a otro como vaivén. El cielo se iluminó en un par de ocasiones; la tempestad estaba próxima a golpear.
- — Vayan rápido, pero no se acerquen mucho al río. Que no los alcance la lluvia tampoco—dijo el abuelo—. Tengan cuidado, ¡ay de aquel que no ponga bien las patas, porque la tierra está mojada!
Mauricio y Fernanda salieron enseguida. El río se encontraba a casi medio kilómetro detrás de la casa, bajando una colina de difícil acceso; la erosión de las lluvias, en ocasiones, provocaba derrumbes. Cuidaban de no pisar el fango barroso que se enjuagaba con las lágrimas del cielo, atendiendo el sabio consejo del abuelo Aurelio. Sin embargo, a medida avanzaban la tormenta se hacía más y más fuerte, y hubo un punto en el que los dos pensaron en dar vuelta atrás.
- — Hay que hacerle huevos — dijo Mauricio— estamos a medio camino ya.
Luego de un rato, atisbaron una esmeraldina cordillera de robles; el río estaba cerca y habían llegado antes de lo previsto. El caudal, por suerte de ellos, no había crecido mucho.
- — Busquemos por aquí —gritó Mauricio, pretendiendo romper el sonido de la lluvia.
Estaban a solo unos metros de la vertiente, viendo de reojo cómo las aguas se volvían turbulentas. La búsqueda les estaba saliendo mal, puesto que no encontraban ningún dichoso cilantro cerca y se les agotaba el tiempo. Empezaron a impacientarse al punto de que Mauricio decidió ir a buscar río arriba, pasando por unos gigantescos peñascos blancos que obstaculizaban tanto el cauce como la vista. Fernanda no lo contuvo, pero cuando vio la silueta lejana de Mauricio, tuvo un mal presentimiento. Por desgracia, ya era demasiado tarde para decírselo.
Cuando Mauricio desapareció de vista, Fernanda miró, junto a un pequeño guijarro, la anhelada herbácea. Se sintió alegre y a la vez estúpida. Había casi pisoteado el cilantro y la desesperación le impidió verlo. Lo arrancó y de súbito lo puso en una pequeña bolsa de plástico que llevaba. Ahora el problema era Mauricio.
- — ¡Mauricio!, ¡Mauricio! —gritó, dirigiendo el eco hacia los peñascos— ¡Ya encontré el cilantro, vámonos!
No obtuvo contestación.
- — ¡Mauricio, ya vámonos! —gritó de nuevo, preocupándose.
De repente, le pareció haber escuchado algo. «Ha de ser él», pensó, «pronto va a venir». Consiguió mantener la calma apreciando las corrientes acuíferas. Como estaba bajo la protección de un robusto roble que desviaba el agua de su cabeza, poco se preocupaba porque la lluvia mojara sus prendas, es más, en realidad sentía un pequeño deseo de mojarse, posiblemente por tratar de recordar su niñez. En unos pocos minutos, el cielo estaba completamente gris y el sonido de la lluvia se intensificó; Fernanda comenzó a preocuparse de permanecer ahí esperando a Mauricio, y a menudo se le crispaba la piel a causa de las ráfagas frías de aire.
«¿Qué le pasa? ¿Por qué me juega estas bromas?», se dijo. Mauricio no daba señales de regresar y Fernanda empezaba a impacientarse. El mal presentimiento del que fue presa tiempo atrás se agudizó de tal modo que su respiración denotaba zozobra. «No, no puede ser una broma», pensó, «¿Será que se lo llevó la corriente? ¡Tampoco! De haber pasado eso, hubiese gritado o lo hubiese visto chapotear río abajo, justo donde estoy, pero nada de eso ha sucedido. Además, Mauricio sabe nadar, me cuesta creer que haya cometido una imprudencia similar a la de un niño». Y siguió dándole vueltas al problema, agitando tanto mente como alma, envolviéndose en la niebla de la incertidumbre.
En ese mismo momento, sus ojos captaron un tenue y singular color en la corriente de agua; provenía de río arriba. Mientras se acercaba a la ribera para apreciarlo mejor, los pálpitos de su corazón estallaban y sintió, por un leve instante, que se desmayaría, pero pudo contenerse. Se trataba de un color rojizo, rojizo de sangre, que se extendía como hilera en la encolerizada corriente de agua. Sin pensarlo, salió corriendo hacia donde supuestamente estaba su primo, más allá del peñasco; sus piernas titiritaban de miedo, dificultándole sostener los pasos que con tanta voluntad hacía. Al llegar hasta el peñasco, comenzó a gritar el nombre de Mauricio y no parecían encontrar receptor, así que lo rodeó cuidadosamente e inclinó la cabeza para ver qué sucedía del otro lado. No veía nada, absolutamente nada. Un cruel escalofrío recorrió su cuerpo, empeorado por la lluvia que caía sin medirse sobre ella. «No puede ser, ¡seguro me está gastando una broma, segurísimo!», pensó, temblando de miedo y frío. De hecho, Fernanda sabía que lo que estaba sucediendo distaba mucho de ser una broma, pero pensar que lo fuera calmaba sus agitados sentidos.
Vigiló los alrededores, aunque en ese grado de estupor seguramente no consiguió ver nada. En las nubes, aún se oían truenos; los árboles seguían bailando; el agua estaba irritada y turbia; el viento soplaba con más ímpetu; la tierra parecía desmoronarse. La mezcla de todos estos fenómenos se convirtió en un infierno y su cara se tornó pálida. Ni siquiera se dio cuenta de que el agua ya entraba por sus zapatillas. Luego de unos minutos, logró controlar un poco el miedo y pudo ver, al otro lado del río, una grieta con un diámetro fuera de lo normal en las faldas de una montaña. No recordaba haberla visto nunca. Con su abuelo Aurelio, solía ir a pescar camarones cuando era pequeña, y en ningún momento había visto esa grieta que, mágicamente, ahora se encontraba al otro lado del río. De súbito, sintió que algo tocó su zapato y lanzó un agudísimo grito que casi ensordece sus mismos oídos. Era una mano mutilada que trajo la corriente, y le era familiar.
Luego del estruendoso grito, hubo una calma muy particular, tan particular que Fernanda se arrepintió inmediatamente de no haber podido controlarse. Había escuchado el proverbio de “la calma antes de la tormenta”, pero no había escuchado sobre “la calma en la tormenta”. Sus ojos automáticamente se fijaron en aquella gigantesca grieta negra de la montaña. En ese mero instante, debido a que su mente estaba nublada, no pudo ni percatarse que había nacido con piernas para salir corriendo, y mucho menos advirtió que era mejor prevenir cualquier encuentro indeseable que quedarse ahí varada. Sin embargo, poco antes de haber quedado petrificada, había pensado sobre la extraña relación de la grieta, la corriente llena de sangre, la mano mutilada y la desaparición de Mauricio. Parecía haber encontrado una parcial respuesta a todo eso, pero se rehusaba a creerla hasta no encontrar la última pieza del rompecabezas. Y como la imaginación y el raciocinio humano no dejan problema sin hipótesis, se preguntó qué carajo había salido de allí, de la grieta. A juzgar por su diámetro, debió ser algo enorme, pero ella no concebía cosa alguna que los libros y la ciencia no le hubiesen descrito.
Terminado el lapso de calma, pareció despertar algo que, de haber sabido, quizá no le hubiesen parecido tan estúpidas las viejas leyendas de los pueblos. La vertiente del río se alteró demoníacamente y se alzaron del agua dos colosales cuernos negros, afilados y bien bruñidos. Después, emergió una armadura de escamas de ébano, reverberando la poca luz que se escapaba de las nubes grises; incluso un simple movimiento de esa cosa hacía retumbar la corriente del río, como si una tempestad no fuese nada en comparación con su fuerza. El monstruo había mostrado su forma, y era una gigantesca serpiente. Finalmente, el rompecabezas estaba completo.
A la infeliz Fernanda, quien de por sí ya estaba a punto de desmayarse, se le empezó a subir la sangre a la cabeza. El rubor de sus mejillas parecía explotar y no tenía control de su cuerpo. Estaba a la intemperie, indefensa, solo mirando los ojos sagaces del monstruo, viscosos y fríos al parpadear. La serpiente abrió levemente la boca, enseñándole sus puntiagudos colmillos y su temible lengua bífida, jactándose —seguramente— de la absorta actitud de la pobre muchacha.
Lanzó un horrísono silbido, como preparándose para atacarla, cuando de inmediato la tierra se iluminó y un poderosísimo estruendo, proveniente del cielo, se escuchó. Un rayo impactó en la cabeza de la monstruosidad, partiéndosela en dos pedazos. La onda expansiva hizo que Fernanda cayera al suelo, así recuperando la consciencia que le había sido arrebatada. Se fue de inmediato a casa, con el corazón corriendo más rápido que sus piernas; al menos llevaba el dichoso cilantro en la bolsa del pantalón.
Fernanda iba llorando, puesto que ahora sabía cuál había sido el destino de Mauricio: ser devorado por la gigantesca serpiente. Su mente no podía procesar todo lo que había presenciado, desde la desaparición de Mauricio, pasando por la revelación de la gigantesca serpiente hasta el rayo que acabó impactándole en la cabeza. Todo era tan surrealista, tan irreal, que por momentos pensaba en la posibilidad de que fuera un sueño, otro vano intento por escapar de la realidad. Pero con todo intento, había algo que le quitaba toda duda de la realidad de lo acontecido, pues Mauricio no estaba con ella.
Al llegar a la casa, toda mojada y temblorosa, le contó a sus padres y abuelos lo sucedido y, luego de la tormenta, se encaminó junto a los primeros al río para que vieran que ella no mentía. Sin embargo, la vertiente se había desbordado cuando llegó, y el cuerpo de la serpiente desapareció seguramente arrastrado por el ímpetu del agua. La grieta, que se encontraba al otro lado, también había desaparecido, sellada por un derrumbe de tierra y rocas. Fernanda no podía creerlo; toda huella del desdichado encuentro con el monstruo ya no estaba.
Aun con el paso de los años, nadie creyó en la veracidad de las palabras de Fernanda. Decían que se había vuelto loca. Pero la desaparición de Mauricio era evidente y un capítulo oscuro del que nadie tenía una explicación. La gente se negaba a creer que había sido devorado por una serpiente gigante, al igual que pensar que Fernanda se había salvado de esta por un relámpago. Todo eso resultaba inverosímil para los pueblerinos. A fin de cuentas, crearon su propia versión de los hechos diciendo que, en realidad, Mauricio había sido arrastrado por el iracundo río. Y así la historia del misterioso hecho fue arrastrada por las aguas del olvido.
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