En cuanto la veas doblar en la esquina de Belgrano, vas a temblar. Primero porque sos un cobarde. Segundo porque, si esto llegara a salir mal, puede que no vuelvas a verla nunca.
Tenés 15, 16, 17 y 18 años, acné desde los 14 y miedo desde hace mucho más tiempo. Estás enamorado de Laura y de todas las palabras que la describen. Laura tiene 15, 16, 17 y 18 años también, pero ella es linda y vos no, y su nombre embellece cualquier adjetivo que escribas al lado; en cambio, cualquier palabra, por más bella que sea, suena grotesca junto al tuyo.
En cuanto la veas venir por la diagonal de la plaza y levante la mano para saludarte, te va a doler el estómago, te va a estrangular el intestino, porque esta vez sí le vas a contar que te gusta, que morís por abrazarla con tus brazos fofos y besarla con tus labios grasientos. Todo tu plan radica en que se apiade del amor que sentís por ella, que se rinda ante tu patética declaración, confiando en que nadie la merece más que vos por amarla de verdad, que el universo funciona de ese modo extraño en que va a darte algo solo por desearlo demasiado. Te duele tanto su indiferencia que quisiste ser poeta creyendo que así podrías soportarlo, y cuando hace cuatro años Laura te contó que estaba saliendo con el estúpido de Gonzalo, empezaste una antología de poemas de amor y odio en los que Laura y Gonzalo siempre terminan juntos porque tu nombre no cabe en ningún verso, y porque Gonzalo es lindo y vos no.
Una vez al año, desde hace cuatro años, incansablemente, te sentás en este mismo banco con la misma cara de pelotudo infantil de siempre, porque hace dos meses Gonzalo volvió a dejarla y entonces creés tener una oportunidad con ella. Por eso, en cuanto la veas perderse tras el busto de San Martín y reaparecer casi junto al banco donde estás sentado, se te va a fruncir el upite.
Hay algo que aparentemente no vas a entender nunca. Te le voy a decir por última vez: ¡Siempre va a ser inoportuno! ¡Le aterra escuchar lo que tenés para decir, mucho más le aterra el oír el único poema de amor sin odio que pudiste escribir en cuatro años; así que metete esa hoja de papel en el culo, escondé esa lágrima cobarde y volvé por donde viniste, porque lleva treintaicinco minutos de retraso!
—¡Buh! —descaradamente llega tarde, pero no se priva de asustarte la muy idiota— Jaja, te asusté —se ríe de vos, Sam.
—No, no —mentís, ahora vas a empezar a tartamudear—: Pe-pensé que venías po-por allá.
—Estaba en lo de mi abuela. Por eso también llegué tarde, perdoname.
Cuando una mujer mira hacia abajo y pide perdón parece que va a amarte toda la vida, ¿o no?, como si de pronto el universo te ofreciera la mejor oportunidad de vomitarle encima tus mariposas. Quizás sea el gesto más noble que hayas visto alguna vez. Pero todo se va a la mierda en cuanto sentís que ese perdón te queda grande; entonces pensás que sos vos quien debería disculparse, quizás por haberla hecho venir de nuevo acá, quizás por el calor que hace a las dos y treintaicinco minutos de retraso de la tarde, quizás por esa alegría que sentiste cada vez que te contó que el estúpido de Gonzalo volvió a dejarla.
—Está bien, no pasa nada —mentís de nuevo.
—¿Qué es eso, otro poema? —ya está espantada, ¿te das cuenta, Sam?
—Eh… sí.
—Nunca me contaste para quién son.
Sería tanto más fácil si de pronto lo adivinara. Pero está claro que no lo va a adivinar jamás, no quiere ni pensarlo, ¡le aterra la sola idea de verse esclavizada en tus fantasías mórbidas de carne con olor a chivo, de lujuria babeante y etílica y eyaculación virgen en tu mano derecha!
—… ¿Me vas a contar?
—No puedo —y no vale la pena, Sam, no le cuentes.
—Dale.
—¿Que-querés leerlo? Por ahí si-si te gusta me animo.
—¿Es muy largo?
¡Jaja! Deberías quedarte para siempre en tus fantasías, Sam, y conformarte con el sueño de que alguna vez, es lo máximo a lo que podés aspirar.
—Eh… no. Bueno, no sé, depende…
No sabés lo ridículo que te ves sentado junto a ella, estás arruinando el paisaje.
—Pasa que no tengo mucho tiempo.
—¿Qué tenés que hacer?
—Tengo que estudiar —te está mintiendo, Sam, tiene que ir a ver a Gonzalo.
—¿Dónde?
—En mi casa.
Quiere irse, y no vas a poder hacer nada por retenerla. En cuanto la veas perderse tras el busto de San Martín y aparecer del otro lado, te vas a dar cuenta que no importa cuánto lo desees, el mundo no funciona de ese modo, al menos no para todos, y está claro que no para vos.
—¡Volviste con Gonzalo!
—¿Cómo sabés?
En cuanto la veas cruzar la diagonal y llegar a la esquina de Belgrano, se te va a atragantar la posibilidad de que ni si quiera sepas qué es el amor, que solo estés pidiendo auxilio para que alguien te salve de vos mismo. Vas a vomitar otra vez las mariposas en el pasto.
—Porque siempre volvés con él.
Y aunque ahora fingís estar feliz por ella, en cuanto la veas desaparecer tras la esquina, vas a empezar a escribir otro poema de amor manchado con odio en el que tu nombre nunca tendrá lugar junto al de nadie.
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