Margaret Anne Eleanor Kowals

Margaret Anne Eleanor Kowals

Angus Kowalsky

27/11/2017

La historia:

Margaret Anne Eleanor Kowals jamás quiso construir un imperio que la llevase a ser la propietaria de todo el grano de América, sin embargo, el destino, tenía otros planes para ella. Desde Charleston (Carolina del Sur) hasta Winnebago (Iowa) Margaret, conocerá el oscuro mundo de la industria agroalimentaria controlado desde antaño por tres familias, en un tiempo donde las mujeres, caminaban a la sombra de sus esposos mientras tejían su destino.


CAPITULO PRIMERO

El tocador de una Reina

La noche del 13 de enero de 1865 un silencio inusual se cernía sobre la calle Calhoun en el Norte de Charleston. Todos intuían que era el silencio que precedía a la batalla, el preludio del silencio que traería el final de la guerra. Nadie en la ciudad, negros o blancos, ricos o pobres era ajeno al avance del General William T. Sherman hacia Carolina del Sur, y todos sabían que si Ulises S. Grant quería proclamarse vencedor tendría que acabar en Charleston, en el mismo lugar donde todo comenzó.

En el número 11 de la calle Calhoun había una casa señorial de estilo colonial que milagrosamente permanecía ajena a la devastación de la ciudad. En la puerta, como era habitual, dos soldados confederados hacían guardia mientras en el piso superior Margaret Anne Eleanor Kowals contemplaba su imagen en el espejo del elegante tocador de su dormitorio. Su madre, Lady Herald, afirmaba que el tocador había sido un regalo de la mismísima Isabel I a sus antepasados y aseguraba que frente a ese espejo, la Reina de Inglaterra, construyó un Imperio.

El ruido de un disparo sonó sordo y hueco. Margaret fue hacia la ventana y abrió el portón de madera. Dos muchachos corrían calle abajo seguidos por un grupo de soldados, mientras el tercero, se desangraba abatido por el fuego de los hombres que hacían guardia frente a la casa.

<< ¿Cuándo acabará esta maldita guerra?>>.

Margaret, regresó al tocador y contempló de nuevo su rostro en el espejo como hacía cuando era niña y pasaba largas horas, en la habitación de sus padres, soñando frente a ese mismo tocador. Le gustaba creer que perteneció a Isabel I de Inglaterra y le gustaba soñar que aquel espejo guardaba en su interior la imagen del amor imposible entre una Reina y un pirata. Margaret jamás vio en ese espejo el reflejo de una mujer capaz de construir un Imperio y esa noche tampoco podía ver el reflejo de una mujer enamorada. Las pupilas negras de sus almendrados ojos brillaron y ella, entrecerró sus parpados.

El agua limpia la más oscura de las manchas Margaret.

Margaret escudriñó a través del espejo a su vieja criada negra. Manny había entrado en su dormitorio con el sigilo y la libertad que solo se le permitía a ella.

Las lágrimas son un signo de debilidad y… afean tremendamente el rostro de una dama. ¿No era eso lo que decía mi madre? contestó Margaret alzando el vaso de Bourbon que había frente a ella para brindar con la reina del espejo. Terminó el contenido de un trago y se lo dio a Manny — Sírveme otro.

Manny la miró y fue hacia la mesa auxiliar refunfuñando. Volvió al tocador con el vaso lleno y lo dejo con fuerza sobre la mesa antes de contestar.

Su madre también decía que el alcohol, nubla la honra de las damas y perjudica el honor de sus esposos.

Touché vieja Margaret sonrió amargamente a Manny, sabía que eso derretiría el corazón de la mujer y le permitiría disfrutar su trago sin regañinas, para las que no tenía humor— Te prometo que esta— Margaret bebió el bourbon de un trago antes de continuar— será la última de la noche—mintió la joven.

La vieja negra sabía que estaba mintiendo, la conocía mejor que nadie y sabía que esa noche, en la fiesta del Senador Grille, Margaret continuaría bebiendo hasta provocar a su esposo, el amo John.


John Kowals se instaló en Charleston en enero de 1861, seis meses antes de contraer matrimonio con Margaret. La escasa, pero aún elitista sociedad de la ciudad sureña lo recibió con recelo. John era un hombre de rudas maneras y dudosa fortuna, pero pronto, cambio su suerte cuando tras el ataque al Fuerte Sumter, en abril de ese mismo año, estalló la guerra. Los sureños eran gente orgullosa y avezada ante los avatares del destino, no en vano presumían de ser descendientes de los padres patria, pero en tiempos de guerra, cualquier hombre con brazos y piernas que creyera en la causa, y la financiara, era bien recibido en las contadas reuniones sociales que se celebraban en la ciudad. John Kowals, contribuyó generosamente a la causa.

Una vez instalado entre la rancia sociedad, que trataba de mantener sus pomposos derroches entre la miseria de la guerra, y los raídos vestidos de las damas, John, busco una esposa adecuada a su recién adquirida posición. De entre todas las jóvenes casaderas y las viudas de guerra que trataban de cambiar su suerte, escogió a Margaret. El pasado político de su familia y el dudoso título nobiliario que su madre, Lady Herald, ostentaba eran toda la dote de la muchacha. Su exquisita educación y su belleza completaron el precio que John, pagó por ella. Margaret Anne Eleanor Kowals no tuvo elección.

Su padre había muerto durante el ataque al fuerte Sumter y su madre, Lady Herald, no era mujer que supiera estar sola. Aunque ajada, su belleza seguía siendo una promesa y su título, una garantía para los hombres que querían huir del sur y establecerse en Boston, donde vivían los pocos parientes vivos que le quedaban a Lady Herald. Durante su infancia, Milady, pasaba los veranos en Boston y los inviernos en Charleston la ciudad donde nació. Solo a una mujer como ella la recibiría la elitista sociedad del norte y la incipiente burguesía política que crecía en Washington.

Casarse con Lady Herald impulsaría la carrera del más vulgar de los arribistas, y John Kowals lo era.

—¿Porque John no se casó con mi madre Manny? —preguntó Margaret de pronto.

La vieja negra soltó el peine y fue a servirse un trago, esta vez era ella quien lo necesitaba. La pregunta que había temido desde que Margaret se casó con el amo John había llegado, por fin, en el peor de los momentos. El amo John era un buen esposo y Margaret le había dado un hermoso niño nueve meses después de su matrimonio. El pequeño John Junior, al que todos llamaban JJ era un querubín con el rostro de su madre que había dulcificado el carácter del amo. Si Margaret supiera la verdad, no habría paz en la casa de los Kowals.

—Sírveme uno a mí también ¿Quieres? —La voz de Margaret sorprendió a Manny que dejó caer la botella sobre la alfombra.

—¡Por todos los demonios! —exclamó la negra con voz nerviosa—¡que torpe soy! Lo recogeré enseguida.

Margaret no tuvo tiempo de detener a Manny antes de que abandonara la habitación. Sabía que la vieja había dejado caer el vaso a propósito, no eran paños lo que debía estar buscando en la cocina sino un trago que le diera valor para mentir.


La vieja Manny, había nacido esclava en la hacienda de un Lord Ingles. Caballero de exquisitas maneras y refinado comportamiento llegó a Alabama, según decían, por el amor y la lujuria que los esclavos jóvenes le provocaban. Compró la hacienda donde Manny nació al enamorarse perdidamente de un muchacho con el que la vieja negra había compartido juegos y sueños. Cuando el amo se instaló llevaron al chico a la casa grande y Manny nunca volvió a jugar con él. Todas las mañanas, cuando los esclavos se dirigían al campo, podía ver al muchacho a través del ventanal del piso superior de la casa, el de la habitación del amo. Pocos meses después dejo de ver a su amigo y aunque preguntó a todos los esclavos por él, nadie le dijo nunca que había sucedido con aquel muchacho.

Unos años después, cuando Manny tenía unos once, el capataz la llevó a la casa grande. Las negras de la mansión lavaron a la muchacha concienzudamente antes de llevarla al salón donde esperaba el amo. Manny estaba muy asustada y apenas reparó en las tres personas que acompañaban al Lord, una pareja entrada en años y una muchacha joven que contemplaba a Manny con suficiencia. Esa muchacha era la madre de Margaret, Lady Herald.

Manny se lanzó a los pies del amo y comenzó a llorar pidiendo clemencia, no quería desaparecer como su joven amigo.

— Muchacha, levántate—el amo la ayudo a incorporarse con suavidad y acarició su rostro antes de continuar—Como son de encantadoras estas criaturas, ¿No cree usted Senador Herald?

El senador Herald miró a su esposa y a su hija, antes de responder. No se había sentido ofendido por el comentario del viejo inglés, pero sí algo molesto. Nadie en el sur calificaría como encantador a un negro. El Senador se consideraba un hombre justo y magnánimo pero los esclavos eran esclavos y ellos sus amos. Debían ser firmes al disciplinar a esas criaturas a las que Dios privó de alma, y justos en sus prebendas, pero decir que esas criaturas eran encantadoras superaba todas las expectativas de benevolencia del viejo senador. Cuando se disponía a contestar al Lord, su esposa, Lay Herald, posó delicadamente la mano sobre el antebrazo del Senador para llamar su atención. Ellos estaban allí, precisamente, por el buen trato que el Lord daba a sus esclavos. La propia Manny tenía un aspecto saludable y no se apreciaban huellas de golpes en sus brazos. El Senador miró a su mujer y respiró profundamente antes de hablar.

—Acércate muchacha—Manny obedeció–. ¿Cuál es su precio? —preguntó el Senador mientras Lady Herald examinaba los dientes de la joven.

No sabría decirle Senador. No trato con esclavos, es Fred el capataz quien los compra cuando son necesarios y para serle franco no habíamos vendido ninguno hasta hoy.

El amo se levantó y susurró al oído de la esclava que había llevado a Manny hasta ellos. La mujer salió sin pronunciar palabra y el inglés sirvió dos copas de coñac antes de volver a sentarse frente al Senador mientras esperaban a Fred.

Como le decía Senador, no soy partidario de vender esclavos, pero su insistencia fue tenaz y francamente me intriga. Puede usted comprar cualquier esclavo en las subastas y a fe mía que hay muchos marchantes de esclavos en Carolina del Sur. ¿Porque quiere usted uno de los nuestros?

—Ciertamente Milord puedo comprar cualquier esclavo en Charleston—, el Senador Herald hizo una larga y calculada pausa mientras daba un trago—. El problema de las subastas es que los esclavos vienen directamente de África y son como caballos salvajes que hay que domar. Mi esposa y yo no poseemos una plantación con capataces entrenados para esa labor. Sin embargo, un esclavo nacido aquí y leal a quien le ha proporcionado un buen trato es una garantía para nosotros.

El capataz Fred llegó con un gran libro en el que apuntaba el nombre y el precio de todos esclavos. Sumó el coste del mantenimiento de la negra durante esos años y cerraron el acuerdo esa misma tarde.

Manny no miró hacia atrás mientras abandonaban la plantación, nada la unía a ese lugar. Tampoco lo hizo cuando Margaret y ella dejaron la casa de Lady Herald para instalarse en el hogar de John Kowals.


—Toc, Toc—El sonido de los nudillos al golpear la puerta entreabierta, interrumpió el viaje por los recuerdos de Margaret.

—Adelante—contestó ella.

Jimmy, uno de los esclavos más jóvenes de la casa, entró mirando la punta de sus zapatos tal como le había enseñado Manny.

—E.e.el a.a.amo diccc,diccc—tartamudeó nervioso.

—¿Que quiere mi esposo? —interrumpió Margaret impaciente.

—El amo John quiere que nos demos prisa niña—intervino Manny dándole los paños que traía en la mano a Jimmy—Limpia eso—le ordenó— y baja a decirle al amo que la señora Margaret estará lista en unos minutos.

El chico, empapó los trapos con el líquido derramado en la alfombra conteniendo las arcadas que el olor del alcohol le producían.

—Deja esos paños en el suelo y lárgate Jimmy—Ordenó Margaret enfadada. Manny no se libraría fácilmente de la conversación pendiente.

Jimmy miró a Manny tembloroso sin saber qué hacer, la negra hizo un gesto con la mano y el chico salió de la habitación como alma que lleva el diablo. Manny se arrodilló y continuó limpiando la alfombra. Necesitaba tiempo para inventar una mentira creíble, pero por mucho tiempo que tuviera, Manny nunca tuvo imaginación y tampoco se le daba bien mentir.

Cuando murió el padre de Margaret, Lady Herald tuvo muchos pretendientes, pero solo dos compitieron realmente. Un viejo coronel retirado, dueño de una plantación y John Kowals, al que aventajaba en una decena de años. Una semana antes del cincuenta cumpleaños de Milady ella misma le comunicó a Manny su decisión. Se casaría con John Kowals.

—Mamá estaba muy ilusionada con su boda—Continuó Margaret caminando hacia la ventana para abrir el portón, el aire fresco se llevaría el olor a alcohol que impregnaba el dormitorio—Hicimos muchos planes sobre lo que haríamos en Boston cuando ella se casara con John—continuó con voz suave—Mamá afirmaba que en Boston yo tendría más pretendientes entre los que escoger, hombres con fortuna y modales—Margaret clavó la mirada en Manny antes de terminar—hombres jóvenes como yo.

La negra no contesto, no sabía que decir.

—Todo cambio una semana antes del cumpleaños de Mamá. ¿Lo recuerdas Manny?

«Como olvidarlo» pensó la negra. Lady Herald estaba probándose el vestido para la boda cuando le dio la noticia. «Me casare con John»dijo Milady como si de verdad alguna vez hubiera contemplado seriamente la posibilidad de casarse con el viejo coronel. Nadie en su sano juicio hubiera elegido a ese carcamal y mucho menos si competía con John Kowals. «Sé que es un nombre sin modales» continuó Milady «pero su fortuna silenciará los reproches de esos pulcros victorianos de Boston. La vida vuelve a sonreírme Manny» También la vieja Manny estaba dichosa, aunque no por Milady quien siempre mantuvo las distancias que las separaban, sino por Margaret. Un padrastro rico proporcionaría a la muchacha una dote digna de una Reina.

—Recuerdo bien el último día que John vino a casa—insistió Margaret, de sobra sabía Mami que no se rendiría con facilidad—Mamá salió del dormitorio sonriente, sus ojos brillaban como los de una joven enamorada. Tú, estabas detrás de ella—Manny se puso tensa—Mirabas a mamá como miras a los cuervos negros que, como tú misma afirmas, portan el alma del mismísimo diablo—Margaret hizo una larga pausa antes de preguntar. —¿Que pasó en esa habitación Manny?

«He decidido conceder la mano de Margaret al coronel» eso fue exactamente lo que Lady Herald le dijo a Manny en aquel cuarto. «El coronel es un buen hombre y su fortuna, aunque no pueda compararse a la de mi futuro esposo John Kowals, es considerable» Manny no podía articular palabra, ¿casar a Margaret con ese viejo? ¿Acaso Milady había perdido la poca razón que siempre tuvo?

—Te he hecho una pregunta Manny—El ama comenzaba a impacientarse— y por Dios que mandare a John que te azote sino obtengo una respuesta.

—No temo a los azotes—La vieja, defendería su secreto, aunque fuera a costa de perder el respeto de Margaret—¿Ves esto? —Manny bajó el hombro de su camisola dejando al descubierto su espalda arrugada—es auténtica piel de negra, resistirá los golpes de nuevo.

—Toc,Toc—el sonido de los nudillos de Jimmy golpeando de nuevo la puerta relajó la tensión entre ambas mujeres. John Kowals debía estar impaciente y ninguna de las dos quería provocar su ira.

—¡Dile al amo que ya bajamos! —gritó Manny y esperó unos instantes hasta escuchar los pasos de Jimmy en las escaleras antes de preguntar, con evidente enfado—¿Necesita algo más de mí, Ama?

Margaret se miró en el espejo y contempló su aspecto. No necesitaba nada más, estaba simplemente perfecta.

—Dile a John que bajaré enseguida.

La vieja negra recogió los trapos del suelo antes de marcharse, la voz de Margaret, la detuvo en la puerta.

—Algún día averiguaré toda la verdad Manny.

Manny salió del dormitorio sin responder a Margaret. Tal vez algún día supiera toda la verdad, pero ese día, no había llegado aún.


Los ojos de John Kowals brillaron de satisfacción al contemplar a su esposa. Habían merecido la pena todos y cada uno de los segundos que estuvo esperando, Margaret, no pasaría desapercibida para ninguno de los invitados.

El senador Grille jamás hubiera recibido a un hombre como John en su casa, los hombres como él, los que no tenían pasado y una dudosa condición moral, no acudían a las fiestas reservadas a los ciudadanos de conducta impoluta; pero ahora John Kowals estaba casado con la nieta del Senador Herald y las puertas de la mansión de los Grille se abrirían para él.

¿Estás lista?preguntó ofreciéndole su brazo a Margaret.

Ella deslizó su delicada mano sobre el antebrazo de John antes de contestar.

¿Acaso podría negarme a asistir a la fiesta sí no lo estuviera?

John le lanzó una mirada de rencor, solo ella sabía cuánto la necesitaba para sus ambiciosos planes, pero John no era hombre que se dejara amedrantar por nadie, menos aún por una mujer.

¡Un momento!interrumpió la vieja Manny bajando apresuradamente las escaleras. Falta esto.

Cuando llegó junto a la señora Kowals la miró de nuevo con reproche. “¿Cuándo dejaras de provocarlo Margaret?”, susurró mientras ajustaba un broche de Jade sobre la capa de terciopelo. Margaret sonrió y su modo de sonreír era suficiente respuesta. Manny tiró de los lazos que cerraban la prenda hasta que ella protestó.

¡Me estas ahogando!

Perdóneme ama—dijo Manny aflojando el lazo.

Las dos mujeres sostuvieron sus miradas enfrentadas durante unos segundos, la vieja Manny era una mujer leal y sabía proteger a Margaret, incluso, de ella misma.

«No provoques más al amo Margaret, todas las cuerdas se pueden romper»



CAPITULO SEGUNDO

El Club de las Damas de las Camelias

El coche de los señores Kowals llegó a la mansión Grille cinco minutos antes de las siete. John abrió la portezuela sin esperar a que Jimmy bajara del cabestrante, Margaret lo detuvo.

No bajaremos de este carruaje hasta que sean las siete en punto—John la miró irritado, pero dejó que terminaray desde luego, querido—continuó Margaret arrastrando las palabras con superioridad— esperarás a que Jimmy te abra la puerta.

¿Estás dándome ordenes?preguntó John más sorprendido que enfadado por su osadía.

Estoy dándote lo que buscas de mí. Llegar antes de la hora prevista a una reunión hace evidente tu impacienciaEn ese instante la campana de la iglesia repicó siete veces y Jimmy abrió la puerta del carruaje ofreciendo la mano a Margaret. Ella bajó un pie y se giró hacia su esposo antes de salir Y llegar tarde, querido John, evidencia tu carencia de modales sociales.

Jimmy cerró la puerta del carruaje y se apresuró para abrir la del amo con la cabeza agachada, no quería recibir la furia que, sin duda, había provocado su esposa. Tal vez los negros no tuvieran alma, pero eran hombres igual que el amo John, y él mismo, le hubiera dado una azotaina a Margaret si hubiese sido su esposa.


La fiesta del Senador Grille estaba muy concurrida aquella noche. Ningún caballero con intereses en el sur faltó a la cita con el hombre que abanderaba la más férrea resistencia al abolicionismo. Abraham Lincoln había sido reelegido presidente de la Unión y sus secuaces, como los llamaba el senador, avanzaban hacia Carolina del Sur liderados por ese Sherman al que todos llamaban William, obviando convenientemente, su segundo nombre de origen indio, “Tecumseh”.

Muchos eran los rumores sobre el verdadero origen del general Sherman y su crueldad en el avance hacia Carolina del Sur, los avivó como el viento al fuego ¿Quién sino un “salvaje” permitiría a sus soldados arrasar los campos y mancillar el buen nombre de las damas?

Cuando los señores Kowals entraron en el salón, un grupo de hombres mantenían una acalorada discusión rodeando al Senador. Todos querían saber que pasaría con sus plantaciones, negocios y dinero confederado, cuando perdieran la guerra. Ya nadie creía en las exiguas tropas del presidente Jefferson Davis.

Marlene Grille, la esposa del senador fue la primera que vio a los Kowals. Miró a Margaret de arriba abajo, sin reparar en John, como harían todos los invitados en la fiesta. La hija de Lady Herald atraería todas las miradas masculinas esa noche y sería el blanco de la insidiosa envidia de las damas.

—¡Margaret Anne Eleanor Kowals! —Marlene elevó la voz lo suficiente para que el senador pudiera escucharla. No tenía inconveniente en recibir a Margaret pues, aunque la consideraba una niña malcriada y soberbia, ella, era hija de Lady Herald; pero no recibiría sola a ese John Kowals. Sí tenía que cumplimentarlos prefería que su esposo William estuviera junto a ella.

El Senador Grille escuchó a su esposa Marlene y ofreció una fugaz disculpa a sus acompañantes antes de dirigirse al encuentro con los Kowals.

—Estás radiante Margaret, ¡esplendida! —exclamó Marlene con un tono que no dejaba lugar a dudas sobre la sincera intención de sus palabras—¿No es así William?

—La belleza de Lady Herald y el coraje del Senador—contestó William mientras besaba el dorso de la mano de Margaret—son, sin duda, una exquisita combinación.

Todos los músculos de John se tensaron y Margaret sintió la rigidez de los dedos que rodeaban su cintura.

—Senador Grille—Margaret arrastró sus palabras con sensualidad mientras retiraba su mano de las sudorosas palmas del senador—es usted un adulador incorregible, aunque… con un exquisito gusto por las damas hermosas—esta vez fue Marlene quien frunció el ceño mientras John se relajaba, su esposa sabía defenderse.

Por todos era conocida la afición del senador por las jovencitas y la afilada lengua de Margaret

— mi esposo y yo— continuó la señora Kowals— aceptamos de buen grado el cumplido de un hombre como vos, quien es maestro en juzgar la juvenil belleza que aún conservo.

¡Jajaja! — la carcajada del Senador sonó falsa y hueca mientras estrechaba la mano del señor Kowals—A todos los hombres nos gusta admirar la belleza ¿No es así John? —John Kowals no contesto, no le gustaba nada la conversación. El senador continuó hablando—pero no olvides querida Margaret que la belleza es un regalo exiguo que no dura eternamente. ¿Cómo no admirarla mientras prevalece?

—Vamos Margaret—intervino Marlene Grille cansada también de la conversación—Las Damas del Club de las Camelias quieren saludarte y es mejor dejar que los hombres hablen de cuestiones más importantes en los tiempos que corren.

John siguió con la mirada a Margaret mientras se alejaba con la Señora Grille.

—Vamos John—dijo el Senador—quiero presentarte a un invitado.


Margaret esperó hasta asegurarse que John no podía verla para deshacerse de la incómoda y banal cháchara de Marlene mientras buscaban a las Damas del Club de las Camelias. Estaba pensando en una buena excusa cuando la providencia le sonrió. Uno de los criados hizo un gesto a Marlene y ella, desapareció en dirección a la cocina excusándose. Margaret buscó entre todos los negros que, con impolutos guantes blancos, servían las rancias viandas y el generoso alcohol que la burla al bloqueo de los Yanquis les permitía. No tardó demasiado en localizar a Tomas y fue directa hacia él.

Tomas era el esclavo más anciano en la mansión Grille y también el más leal a Marlene. Solo a él le estaba permitido servir al senador cuando se encerraba largas horas en la biblioteca con sus colaboradores y solo él, acompañaba a Marlene a las reuniones que mantenía el selecto y caritativo club de las Damas de la Camelia. Tomas era un hombre discreto por naturaleza y silencioso por obligación, perdió su lengua de un latigazo cuando tenía tres años y nadie le enseño a escribir. En tiempos de guerra, donde la discreción y la lealtad son valores que no pueden presumirse, Tomas tenía la cualidad más deseada, el silencio.

—Buenas noches Tomas—susurró Margaret. El anciano criado inclinó la cabeza y sonrió tímidamente con las comisuras de los labios bien cerradas para que nadie viese su ennegrecido trozo de lengua. La señora Kowals le agradaba.

—¿Podrías prepararme un ponche «Gladys”? —preguntó ella.

Tomas asintió y desapareció del salón. Minutos después volvió con una generosa copa de ponche, en la base, había un pequeño trozo de papel. Margaret se aseguró de que nadie los viera antes de leerlo:

«Un Gladys doble»

Ella sonrió con ternura y el viejo olvidó su defecto. El trozo de lengua asomó entre los dos dientes que aún conservaba cuando le devolvió la sonrisa. Solo la señora Kowals conocía su secreto pues fue ella misma quien lo enseño a leer y escribir.

—Gracias Tomas ¿Has conseguido leer el libro que te regale?

Tomas asintió y sus ojos brillaron como los de un muchacho. Ese libro de la señora Kowals hablaba de una cabaña y de un negro como él, llamado Tom.

—Mañana enviare a Manny con…

Margaret no pudo terminar la frase. El poderoso «ejercito» de las Damas del Club de las Camelias se dirigía hacia ellos y Tomas desapareció por donde había venido.

—¡Margaret! ¡Margaret!

La voz chillona de Prudence Wallace silenció las conversaciones a su paso y centró la atención de todos los invitados en la señora Kowals. Tras ella, caminaban con paso firme Mildred Enwes y Gladys de la Crue, seguidas por el resto de las damas.

Margaret querida, estas tan, tan…— Prudence besó a Margaret en la mejilla sin encontrar la palabra correcta para describirla.

—¡Margaret Anne Elianor! —interrumpió Gladys de la Crue, mujer regordeta y de menor estatura que Prudence, pero con un verbo mucho más fluido—¿Como has conseguido que tu cintura mida de nuevo…? —Gladys miró a sus compañeras antes de continuar— ¿Cuánto creéis que mide chicas? ¿veinte pulgadas?

Las demás damas afirmaron reticentes. Ninguna cintura en el sur mediría veinte pulgadas después de un parto.

—Escuálida es la palabra—la voz de Mildred Enwes previno a las damas que se separaron como si de un auténtico batallón de soldados se tratase dejando a Margaret frente a ella—¿No estarás enferma querida? —continuó Mildred—El exceso de rubor en tus mejillas resulta algo llamativo en contraste con la palidez que vanamente oculta. ¿Acaso fue una enfermedad la que te impidió asistir a nuestra reunión el pasado viernes?

Mildred Enwes, “alma y garante” del buen nombre de aquel grupo de mujeres, consideraba necesario recordar a sus compañeras la innegable falta de disciplina de Margaret para con sus obligaciones de caridad. El resto de damas esperaban expectantes la respuesta de la señora Kowals.

—Agradezco su preocupación por mi salud señora Enwes pero no fue eso lo que me impidió acudir a la cita sino los deberes que una buena esposa tiene para con su marido—Margaret se acercó a Mildred y susurró—los hombres vulgares, como John, gozan de fama por su pasión desenfrenada que a menudo desahogan sin esperar al decente manto de las estrellas.

Mildred Enwes se sonrojó de rabia más que de vergüenza antes de contestar.

—Ciertamente Margaret, cumplimentar al esposo es la primera de nuestras obligaciones y me congratula saber que cumples con la tuya. No obstante, he de reprenderte por tus palabras como hubiera hecho tu madre, Lady Herald, pues no es el comentario propio de una dama. La vulgaridad, querida Margaret, a diferencia de la belleza, es contagiosa.

Margaret bebió su ponche de un trago antes de que su «vulgaridad» la llevase a darle un puntapié a Mildred Enwes en su enorme trasero.

—Vamos señora Enwes—intervino Agnes Templeton tratando de evitar que las dos mujeres dijeran algo irreparable—Margaret y John apenas llevan tres años casados es natural que el señor Kowals quiera pasar más tiempo con su esposa—el resto de damas asintió con timidez, nadie quería soliviantar a Mildred Enwes—¿Acaso ha olvidado—continuó Agnes— como eran sus primeros años de casada junto a su esposo, el difunto coronel Enwes?

Los dientes de Mildred Enwes rechinaron de rabia, precisamente Agnes Tempelton era la menos apropiada del grupo para hablar sobre el tema. Viuda de un héroe de guerra, con el que se casó siendo ya una mujer madura, era la última de las damas que se incorporó al Club. El honor del que hizo gala su difunto esposo le abrió las puertas de las casas de las mujeres piadosas de Charleston, aunque nadie ignoraba los pecaminosos actos que dieron origen a su fortuna.

—Mi difunto esposo, el coronel Enwes—Mildred Enwes se aseguró que todas las damas estaban escuchando antes de continuar— era un hombre temeroso de Dios y como tal, carecía de las bajas pasiones de las que hacen gala los varones. ¿No sé si usted, señora Tempelton, ha conocido hombres de tal virtud?

Las damas del Club de las Camelias contuvieron el aliento esperando la respuesta de Agnes Tempelton.

El viejo Tomas llegó en ese instante junto al grupo de mujeres situándose detrás de Margaret. Ella dejó su copa vacía sobre la bandeja y el viejo la giró poniendo una de las copas llenas frente a ella. Margaret sonrió «Espero que este sea triple». Tomas ofreció ponche a las demás damas que aceptaron gustosas. Todas, excepto Agnes Tempelton.

—Yo tomaré un ponche «Gladys» Tomas—dijo Agnes guiñando un ojo a Margaret, no le había pasado desapercibido el gesto del esclavo al ofrecerle a la señora Kowals la copa que, sin duda, contendría un ponche «Gladys»—¿Alguna de ustedes desea acompañarme? —preguntó Agnes al resto de las damas.

El grupo de mujeres miró temeroso a Mildred Enwes todas conocían el contenido del ponche «Gladys» aunque ninguna se atrevería a pedirlo frente la señora Enwes, mucho menos en la fiesta del senador Grille.


Gladys de la crue, la dama a quien el ponche debía su nombre, era viuda de guerra como casi todas las mujeres del sur. Su marido murió en la batalla de Bull Run, la primera gran victoria del ejercito Confederado, o al menos, eso era lo que ella juraba. No eran pocas las malas lenguas que afirmaban que el general había desertado y no por cobardía, pues era un hombre de honor, sino por el pavor que le producía volver a escuchar la estridente voz de su esposa Gladys de la Crue. No pocos hombres en la ciudad aseguraban haber visto al general en California donde vivía escondido de Gladys bajo un falso nombre. Afortunadamente para la señora de la Crue el general huyó con lo puesto y a ella le quedo una más que considerable herencia y un suegro que poseía todos los vicios inconfesables que Gladys conociera. De todos ellos, fue su capacidad de beber cualquier líquido inflamable lo que contribuyó a crear el ponche Gladys.

Las Damas del Club de las Camelias se reunían el último viernes de cada mes para dar cuenta a la señora Mildred Enwes de sus actividades de caridad y ese día se reunieron en casa de Gladys. Su anciano suegro había perdido la poca cordura de la que había hecho gala toda su vida y con ella, la memoria. Solo el gusto por el trago permanecía intacto. La señora de la Crue preparó un ponche en el salón para recibir al Club, cuando terminó, subió a cambiarse.

El viejo esperó hasta que su nuera entrara en su dormitorio para husmear en el salón. Nada más entrar vio la enorme ponchera llena de líquido y se sirvió una copa, cuando el líquido bajó por su garganta, sin quemarla, escupió de nuevo en la ponchera lanzando una maldición. Sacó la botella de Bourbon de su bolsillo y echó un trago para aliviar la dulzura del anterior, en ese instante, escuchó los pasos de Gladys y tratando de esconderse tropezó con la mesa de la ponchera. La botella de Bourbon cayó dentro.

La campanilla de la entrada sonó dos veces y los pasos de Gladys se desviaron hacía el vestíbulo, estaba impaciente por recibir a sus compañeras. Su suegro metió la mano en la ponchera y sacó la botella terminando de derramar dentro todo su contenido.

Varias horas y ponches después el alcohol comenzó a hacer efecto entre las damas que fueron excusando su presencia hasta que solo quedaron Gladys de la Crue, Agnes Tempelton, Marlene Grille, Margaret y la señora Enwes.

—Será mejor que terminemos esta reunión por hoy—dijo Mildred Enwes al escuchar el último ronquido de Gladys que la despertó a ella misma.

Margaret apenas pudo contener una carcajada y Mildred Enwes le lanzó una furibunda mirada antes de dirigirse a la señora Grille

—¿Vienes conmigo Marlene?

—No—contestó apresuradamente Marlene.

La señora Enwes la miró con reproche. Nadie le decía “no” sin un buen motivo. Las tres mujeres se miraron de reojo esperando que Marlene continuará.

—Margaret y yo—continuó la Sra. Grille— tenemos que ultimar algunos detalles del cumpleaños del pequeño John Junior.

No había sinceridad en la voz de Marlene y desde luego Margaret sabía que no era cierto, pero la señora Enwes no pudo poner objeción alguna al motivo.

—Está bien querida— se rindió Mildred Enwes— Saluda al senador de mi parte.

Antes de abandonar el salón Mildred miró de reojo a Agnes Tempelton con la única intención de despedirse de ella inclinando la cabeza. Saldría sola antes de permitir que alguien la viera con esa mujer en la calle.

La incontenible risa de la señora Kowals llegó a los oídos de Mildred Enwes mientras cerraba con furia la puerta.

—Será mejor que ayudemos a Gladys—dijo Margaret cuando la mujer roncó de nuevo y su cabeza se estrelló contra la mesa.

—Yo me ocupo—se ofreció Agnes Tempelton levantando a Gladys por los hombros—Así la señora Grille podrá preguntarte lo que ansía.

Ciertamente Margaret estaba intrigada por las palabras de la señora Grille que había mentido a Mildred Enwes pues Margaret jamás solicitaría la ayuda de Marlene quien ni siquiera figuraba en la lista de invitados del cumpleaños de su hijo JJ.

Marlene no abrió la boca hasta que Agnes Tempelton salió del salón arrastrando el cuerpo de Gladys de la Crue.

—Necesito pedirte algo Margaret—dijo por fin Marlene.

La titubeante voz de la señora Grille sorprendió a Margaret aún más que el hecho de que la tuteara ¿Qué podía querer de ella la esposa del Senador Grille?


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