Los últimos rayos dorados atravesaban los ventanales del aula de castigo. Sonó el timbre como un pistoletazo de salida, sabía que si no se daba prisa el camino a casa sería tenebroso, apenas alumbrado. Al salir del centro ya lucía el cielo añil. En ese momento se debatía entre la prisa por llegar a casa y el miedo a la bronca segura por llegar tarde. Ni un alma en el camino. Estaba intentando inventar una excusa, lo que de alguna forma hacía que caminase más despacio, cuando escuchó los gruñidos de unos perros negruzcos detrás, empezaron a ladrar como rabiosos y a perseguirla. Voló rozando el suelo y sintió una extraña euforia por escapar. Percibía claramente como la jauría ganaba terreno, cada vez más furibundos los ladridos . Sabía que en pocos segundos le darían alcance, cuando vio perfilada contra el oscuro horizonte la silueta de la “casa encantada”, en la que tantas veces había jugado con la pandilla del barrio. Avanzó hasta ella y se impulsó en el primer escalón de la ruinosa rampa que tenía delante. El instinto la llevó en volandas por los ladrillos machacados y a trompicones llegó al final de la escalera. Había un pequeño balcón y una puerta o más bien el hueco de una obra sin terminar. Atisbó por el rabillo del ojo que los perros subían contumaces la escalera. En la penumbra tropezó con estruendo contra una pared y, guiándose por ella, llegó a un pasillo. Luego otro hueco le permitió adentrarse aún más y de nuevo chocó al fondo y palpó en busca de la salida. Los perros ya estaban en el marco de la puerta y seguían ladrando, furiosos ojos encendidos flotando en la oscuridad. No tenía escapatoria en aquel habitáculo. Agarró del suelo unos cascotes de cemento para defenderse y caminando hacia atrás se disponía a arrojárselos. Sintió como perdía pie y caía a través de un agujero del suelo en obras. En la caída pudo ver a las fieras tiznadas asomándose al hueco y siguió escuchando los ladridos cada vez más lejos, pero todo se desvaneció en unos instantes.

Aparecieron dos siluetas nacaradas acercándose, pero no vio sus rostros, sólo una luz brillante en el centro y más difusa en el contorno. Las dos extendieron los brazos y sintió como la atravesaban con sus manos, directas al corazón. Petrificada, notó como lo rozaban y una sensación gélida recorrió todo su ser.

Se despertó en el hospital. Habían pasado 42 horas desde la caída, 14 desde que la habían encontrado tirada en aquella obra abandonada a pocos minutos de su casa. Tenía un brazo escayolado y la cabeza vendada.

—Hola Elísabeth, soy la doctora Díaz, vengo a comprobar cómo te encuentras ¿Recuerdas qué te ha pasado?

—¿Dónde están mis padres?

—Están al otro lado del cristal, puedes saludarlos si quieres.

—¡Hola! —gritó alzando el brazo sano con la vía conectada. —¿Puede quitarme la venda de los ojos para que los vea?

—Elísabeth, abre los ojos, no tienes ninguna venda en ellos.

Los abrió, pero no vio nada. Todo negro. Cuando se lo dijo a la doctora, esta sintió una punzada en el corazón, las pruebas preliminares indicaban una contusión en el lóbulo occipital, y ahora se confirmaban sus peores temores. Luego de tranquilizar a la niña, se dirigió a dar la terrible noticia a sus padres, que se desplomaron como pálidas marionetas abrazadas.

Llevaba una semana en casa asumiendo su condición de ciega, cuando repasó mentalmente lo sucedido antes de la caída:

Aquel niño malcriado y consentido se estaba ensañando con ella a base de latigazos con una mano loca(uno de tantos juguetes demoníacos de los 80), pero no fue el brazo enrojecido, que recibía todos los impactos, lo que prendió su indignación, si no el gesto del agresor, la psicopática sonrisa y mirada gozosa ante el dolor ajeno, sabiéndose inmune en aquel rincón alejado de la vista de los profesores. Cuando volvió a lanzar el ataque, Elísabeth le arrebató el arma al vuelo. Ante el rostro estupefacto del abusón la estiró más allá de su límite, partiéndola en dos; él, pasmado, sólo pudo balbucear “hija de puta”. Segundo error. Ella le asestó una patada en los huevos y él cayó encogido como un ovillo, con las manos en la entrepierna, y acto seguido rompió a llorar, ante la sorpresa de todos. Tal revuelo se montó que entonces sí acudieron los profesores, los retiraron del patio y llevaron al despacho del director, que tomó la decisión salomónica del castigo para ambos.

—¡La mano loca! Puedo ver su color, esta mesilla es del mismo color; un momento ¡puedo ver la mesilla! Es chispeante y pincha, suena como un pizzicato, huele a rosas y sabe a fresa. ¿Rojo? ¡Sí! —Giró la cabeza y vio un marco rojizo. ¿Un cuadro? No, la ventana, pero no conseguía ver nada al otro lado. Entonces se le ocurrió que quizás el milagro del rojo se repetiría si volvía a conectar sus sensaciones. Con la esperanza de que brillase un cielo azul, pensó en calma, olor a mar, el número seis, brisa, terciopelo… ¡Allí estaba el cielo con el azul más intenso que había visto nunca! Pletórica, se levantó de la cama y miró por la ventana. —¡Tú eres verde, hierba! —ordenó, y comenzó a brotar toda la vegetación, sonando como fuegos artificiales, esta vez con sabor a guisantes y el roce de las algas en sus pies. El blanco fue una avalancha de luz, ultrasonido que ahora podía escuchar resbaladizo en las nubes; trompeteó el sol amarillo con sus cálidos y melosos rayos, e iluminó en el horizonte las montañas violáceas oliendo a jazmín, suaves y dulces como una melodía de Albinoni.

Más allá el tiempo mismo pudo observar, una rueda con radios de colores que jamás había visto, y supo entonces que cualquier cosa que imaginase sería posible.

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