Manía de artista

Manía de artista

Rafa73

13/02/2020

Conociendo a Eduardo, todos esperábamos ver aparecer tras la puerta a una anciana medianamente distinguida.

En su lugar, una mujer delgada y desencajada se abrió paso entre los comensales, avanzando a trancos cortos.

—¿Eduardito —trastabilló la anciana con un sonsonete agudo e hiriente—, estos son tus amigos, Eduardito?

Eduardo, desafectado como siempre, tomó de la mano a su abuela y la condujo al bergere floreado que dominaba el salón.

—Siéntense pues —rezongó el nieto—, voy a traer las cositas para picar.

Los siete nos apuramos en encontrar asiento; yo, con un empellón certero, corrí a Gutiérrez del canapé para quedar junto a la abuela.

La velada empezó con un silencio monacal condicho a la decoración del departamento.

Mientras observaba las manos finas y arrugadas de la anciana, mientras recorría su topografía de papel de arroz y articulaciones rocosas, de ríos subcutáneos y ajados deslindes, no pude evitar preguntarme una vez más qué mierda hacía yo en ese lugar.

La noche anterior me había sorprendido en disquisiciones similares. Había llegado entumido hasta el Dragón, el restorán de comida china que me salvaba cada noche; el de 1998 había terminado siendo un invierno de heladas tardías, en extremo seco, particularmente irregular e imprevisible en sus picos térmicos y yo, bueno, yo rara vez atino con el abrigo corporal suficiente y menos con el necesario.

El punto es que entré al zaguán cuajado no por el asombro que, he de reconocer, me produjo lo atestado de clientes en espera, situación bastante inusual, lo dice un cliente prácticamente diario, sino por el frío.

El breve sofá estaba completo, la mayoría de las sillas ocupadas también y un grupo de paisanos aguardaban de pie; sentí en cuanto atravesé el pórtico el calor indiscreto de aquellas miradas, entreví el mesón vacío y adiviné que mi amigo el tendero debía estar en la cocina, colapsado con tanto pedido; decidí esperar sentado en la sillita bajo el farol chino. Esta silla, de estructura discreta e infortunado diseño, en nada diferente al resto por lo demás, sufría el hado de su ubicación: coronada por el haz de luz del farol mural, enfrentaba directamente al sofá de dos cuerpos y al resto de las sillas dispuestas en la salita, una situación de solitario protagonismo que, dada nuestra idiosincrasia adusta y retraída, resultaba en que rara vez alguien la ocupara.

Me senté y al solo contacto con la fría formalita del asiento comprendí por qué aquel grupo de paisanos aguardaban de pie; junté las piernas y apreté los dientes, impertérrito, sereno, adopté rápidamente la actitud de observador periférico, disimulando con gran esfuerzo la rigidez total.

Así estaba yo cuando apareció el pequeño en su carrito, el benjamín de mi amigo el tendero, Thcang Yen, un demonio de dos años que en cuanto reconoció en mi rostro la expresión de tormento no hizo más que virar en su pequeño triciclo a pedal para direccionarlo a toda velocidad contra mis rodillas; una, dos, tres y cuatro veces, retrocedía mirándome fijo con su tierna expresión oriental, con ese brillo de inocencia perversa que me impedía reaccionar.

Pequeño sicópata, cuatro golpes certeros que me hicieron ponerme de pie y patearlo discretamente a un lado; bueno, no tan discretamente.

Ahora, observando las manos de la octogenaria abuela de Eduardo, contemplando minuciosamente su piel translúcida, enfrentado nuevamente a las disquisiciones del ser y permanecer, del dónde y cuándo y del qué, disgregado en la bucólica atmosfera de aquel departamento, del respeto con que este grupo de incipientes comunicadores nos preparábamos para entrevistar a aquella delicada y venerada mujer, sufro el arrebato de reparar inesperadamente en aquella carnosa mácula verde oscuro en la nariz de Gutiérrez; veo entrar como en cámara lenta a Eduardo con la bandeja desde la cocina, veo cómo la abuela intercepta mi mirada y se hace cómplice en la constatación de la mota impúdica en la orla nasal de mi compañero, siento el peso en la mirada resignada de Eduardo que se precipita sobre su abuela en un desesperado intento por evitar lo inevitable, por impedir que la manía de la mujer sea revelada, dejando caer la bandeja con las galletas sobre la alfombra, veo a mis camaradas ponerse de pie en un telón de fondo desenfocado frente al prístino primer plano donde la abuela lanza su pudorosa manita como la lengua de un sapo para coger el moco seco de un atónito Gutiérrez y, sobretodo y a mucho pesar mío, la veo engullir aquella secreción reseca con inusitado deleite.

Ese silencio monacal con que había comenzado la velada se convierte en un espontáneo coro de expresiones de repulsión.

La abuela gira su mirada hasta encontrar mis labios entreabiertos por la impresión de la escena y leo en su expresión el vívido desaplomo con que el pequeño Thang me había obligado a abandonar la comodidad social de mi asiento:

—Todo buen artista —balbucea la anciana con su sonsonete agudo e hiriente—, mijo, todo buen artista tiene sus manías…

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