Los Sonrientes

Todos tenemos alguna manía extraña, a mi mejor amiga, por ejemplo le encanta contar sueños que nunca soñó. Aunque debo reconocer que posee una gran habilidad para hacerlo, una destreza de orfebre. Construye los relatos con tantos detalles que parecen martillar la memoria, de quienes somos su público, hasta quedarse grabados en ella y creerlos como si fueran ciertos. Hay uno que recuerdo particularmente, y aunque me lo contó hace más de diez años, nunca lo pude olvidar.

Estaba sentada sobre un banco, en una plaza, mientras esperaba a su hermana que debía pasarla a buscar. Entonces empezó a observar a las personas a su alrededor y notó algo que siempre había pasado desapercibido para ella. Todas las personas se saludaban muy cordialmente y con una enorme sonrisa, todos parecían conocerse, cómo si todos fueran familiares. Era un día con un cielo gris, el ritmo de la calle era lento y acompasado. En el centro de la plaza había un anfiteatro donde los fines de semana se reunía gente a disfrutar de varietés. Pasó un señor algo rollizo a su lado y le extendió un cortés saludo al que ella respondió con nerviosismo e inquietud.

Al rato llegó su hermana y caminaron juntas hasta un café, el mesero las atendió muy sonrientemente. Le contó a su hermana el descubrimiento que había hecho esa mañana, y ella la hizo callarse inmediatamente. Como si hablar de ello fuera algo peligroso. Su hermana empezó a escribir, en una hoja de bloc que le deslizo por la mesa hasta su mano, una nota que decía:

— Los que sonríen no son como nosotros, ya lo entenderás.

Ella no comprendió en ese momento que significaba aquello, pero supo que no debía preguntar más.

El tiempo fue pasando y ella se encontraba cada vez más incómoda con el mundo exterior, con esa gente que parecía vivir feliz aunque sus sonrisas no fueran más que muecas.

Una noche caminando por uno de los laterales de la plaza, algo le llamó la atención. Una luz fulgurante resplandecía, en el centro mismo, y parecía flotar en el ambiente nebuloso de aquel invierno. Continuó mirando hacia ella sin poder percibir que era esa gran circunferencia iluminada y destellante. Cuando de golpe, todo se oscurece, un saco cae sobre su cabeza. Es aferrada por alguien desde atrás, con fuerza, y empujada hasta un vehículo. La intiman a que no hable, la amenazan, le atan las manos y las piernas.

Ella se despierta en cuarto todo blanco, brillante, casi enceguecedor. Una voz le da los buenos días, y ella lo manda a cagar. Continúa atada y sin poder moverse, empieza a gritar e ingresa automáticamente una persona que le inyecta algo que la vuelve a dormir. Así pasaron días, o quizás meses, la consciencia temporal es vaga en esta parte y su resistencia comienza a ser doblegada.

Decide hablar con la voz de las mañanas y empezar a participar del tratamiento. Su estrategia era clara, ella debía fingir para poder ser libre. Fingir que su voluntad estaba quebrada, fingir que la habían cooptado. Recordó aquella nota de su hermana.

Al cabo de un tiempo, de pruebas y más pruebas que satisfagan a sus captores, de simulacros con otros pacientes (también sometidos al experimento), finalmente se le otorgó la libertad.

La transportaron en un vehículo, con los ojos vendados, hasta su casa donde vivía sola con su madre. La hicieron descender y el coche arrancó. Se sacó la venda y golpeó la puerta insistentemente, pero nadie contestaba. No sabía qué día era ni tampoco la hora, aunque por la claridad supuso que estaba atardeciendo. Corrió hasta la casa de su hermana y también llamó al timbre con insistencia pero tampoco obtuvo respuestas. Estaba desesperada, toda la gente pasaba sonriente a su lado y aquello le generaba una absoluta impotencia.

Cuando empezó a anochecer, decidió volver al lugar donde había sido raptada. Miró hacia el centro de la plaza y solo divisó el viejo anfiteatro. Nada brillaba, ni había ninguna luz resplandeciente. Estaba confundida, pasó una señora y le dijo:

—Buenas noches. —acompañando las palabras con su mirada alegre.

A lo que ella ni respondió, lo único que deseaba en ese instante era encontrar el sitio donde había estado secuestrada para averiguar si su madre y su hermana también lo estaban. Aquella noche durmió en la plaza.

Al día siguiente entró a casa de su hermana por una de las ventanas, a la suya era imposible hacerlo. Y a juzgar por los restos de comida que encontró, hacía varias semanas que ella no iba por ahí. Su desesperación empezaba a crecer cada vez más. Hasta que se le ocurrió una idea.

Era de noche y estaba caminando por uno de los laterales de la plaza cuando, de repente, se cruzó con un hombre que la saludó muy amablemente. Y ella sin mediar palabra le incrustó un puñetazo en el medio del rostro. El hombre comenzó a sangrar por la nariz y su labio superior también estaba cortado. A pesar de que la sangre corría por la boca del sujeto, no paraba de sonreír. Lo que la enojó aún más y continuó golpeándolo y gritándole:

—¡Para de reír, hijo de puta!

Pero este no se detenía, y aún yaciendo en el piso continuaba con su gesto risueño. Cuando es sostenida por los brazos, y tirada al suelo por un policía, que la termina reduciendo. Y la llevó detenida.

Ella contó toda la historia de su secuestro y “los sonrientes” ante los gestos de incredulidad de los efectivos que la escuchaban y la trataban de desequilibrada. Fue trasladada y confiscada en un manicomio, en las afueras de la ciudad.

Medicada por sus constantes ataques de furia e histeria. Su mayor entretenimiento era matar el tiempo, en el patio del hospicio, mirando hacia la calle. Cuando un día vio a lo lejos a dos mujeres que se acercaban, aunque por la distancia no conseguía reconocerlas. La forma de moverse de ambas le resultaba conocida, la cadencia de sus cuerpos. Hasta que por fin las distinguió, eran su madre y su hermana, caminando juntas y con una gran sonrisa en su rostro.

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