Los secretos de Lela

Los secretos de Lela

Es probable que, si un furtivo rayo de miedo nos alcanza certero, perdamos nuestra vida, una parte de nuestras habilidades, o debamos convivir con él por el resto de nuestros días.

Los que tenemos fe en la razón, sabemos que el temor tiene fecha de extinción y esperamos haciendo de tripas corazón, su vencimiento, porque “todo pasa”. Los malvados, los corruptos, los feroces, niegan terminantemente sentir algún tipo de turbación. Esos logran convencer a los demás que son monolíticos, duros, oscuros como el rencor.

En todos los casos como dijo el poeta, con mayor o menor decoro y paz interior, “solo se trata de vivir”.

Reconozco que el recelo que más tiempo me acompañó, fue el de morir a igual edad que mi padre, es decir a los cuarenta y ocho años. No creo que la causa de ese miedo que me acompaño durante tantos años, sea muy diferente al de otras personas, pero sí reluce en mi mente el caso exagerado del viejo Clemente Porcel, quien fue un vecino de mi pueblo natal, y me doy cuenta, por lo que hizo, de cuán grandes eran las aprensiones que cargaba.

Lo recuerdo malo, perverso, de cejas como setos, y solía verlo al atardecer parado bajo el marco de la puerta cancel, recargado sobre su bastón, espiando resentido fluir la vida. Las canas sumaban más que el escaso resto, y su rostro pálido como de luna, puntuaba en la penumbra del crepúsculo. Me miraba sin decir nada con ojos taimados, cuya ruindad yo intentaba que no apuntara a mi cabeza o a mi corazón cuando era chico, ni a mis genitales cuando fui más grande.

En mil novecientos sesenta y cinco, su hija Lela tenía unos cuarenta años, y cierta belleza solapada por un rictus de amargura y desconfianza. Seguramente su imagen había sido modelada por años de soledad y la obligación, por ser la menor de la prole, de quedar enclaustrada cuidando a “la bestia” (como yo había bautizado por su estampa y para mis adentros a Porcel), tras el fallecimiento de su madre y la partida de sus dos hermanos.

Un día de noviembre del 66, “la bestia” fue desarropada de la consistencia vital, y a mí me volvió el alma al cuerpo.

En aquellos tiempos, en los que la adolescencia terminaba por decreto a los dieciocho, aunque se podían guardar algunos berrinches, caprichos y necedades para uso propio, yo, con 22 años, estaba habilitado a los ojos insensatos de los mayores, para ejercer la adultez, de lo que tenía poca idea e interés.

Por eso me sorprendió recibir la citación escrita, enviada por el Señor Juez de Paz y dejada en mis propias manos, que me ordenaba presentarme en el velorio de Clemente Porcel en la mañana siguiente a las diez horas, para fungir de testigo.

No había tenido mucha relación con muertos, velorios o entierros, por lo tanto desconocía cuál podría ser la necesidad de un testigo en un velatorio, así fue que me pasé la noche pensando en la cuestión, y llegue a la decisión que a lo sumo podría tomarle el pulso al occiso, sin exigencia de mucha precisión.

Resultó que antes de la hora señalada, estaba parado frente a la puerta de calle de la familia Porcel nervioso, y sin animarme a tañer el cencerro llamador. La casa estaba ubicada a unos veinte metros del perímetro de la reja, en un terreno de dos o tres hectáreas, que originalmente fuera el casco de una estancia, desaparecida por la venta parcelada de la tierra.

A lo lejos la vi a Lela, que venía a recibirme. Lo hacía con una tenue sonrisa y el rostro descansado, en paz. Cuando llego quitó el candado, corrió el pasador de la puerta, y me saludo amablemente. Caminamos en silencio, hacia una capilla pequeña y blanca. En los escalones del ingreso estaban sentados de mala gana cuatro hombres, y en el interior el Juez de Paz acomodaba algunas cosas en derredor del ataúd abierto. Éramos solo siete almas vivas. Mi llegada fue el disparador del inicio de la ceremonia. El Juez, exigiendo mi atención, pasó el extremo de una cuerda hacia adentro del cajón, por un agujero de dos pulgadas que tenía la madera, a la altura del hombro derecho del finado. Luego ató la punta, a la base del dedo mayor de la mano del mismo lado, y la volvió a la posición inicial sobre el pecho del muerto. Ordenó a los hombres que cerraran el féretro, y colocó el cordel restante sobre la tapa del mismo, autorizando que lo trasladaran al panteón, que quedaba a unos veinte pasos del templo. Adentro, el ataúd fue colocado en el estante del último llegado. Cuando los hombres se retiraron, el Juez tomo el rollo de cuerda sobrante, lo hizo pasar por un agujero de la pared posterior del edificio, salió al exterior, lo rodeo, y llego a la parte trasera del mismo, seguido por Lela y por mí. En el lugar tiró del chicote, ató el extremo al badajo de la campana que pendía de un tirante, y comprobó la tensión del hilo. Luego se volvió, nos entregó dos papeles a cada uno, firmamos la copia quedándonos con el restante, y una vez que Lela le dio su consentimiento y aprobación, guardo sus enseres en un portafolio, y se retiró caminando despacio sobre el pedregal.

Cuando se tornó ausencia, desde el núcleo duro de mi más impertinente e indómita curiosidad, libre la pregunta que me cerraba la garganta: << ¿Por qué ataron una cuerda al dedo de don Clemente, conectada a la campana?>>. Lela me miro unos segundos midiendo mi ignorancia, puso sus brazos en jarra mientras perdonaba mi indolencia por inexperto, entonces comentó: << ¿Para qué ocultarlo? >> Y siguió: <=»»> Terminó amonestante. Luego reingreso al sepulcro, segura de que la seguía. Una vez adentro tomó una tijera escondida tras un ampuloso florero de bronce. << ¿Usted le teme a la muerte? >> Preguntó. Sorprendido retrocedí, y contesté que no. A mis 22 atolondrados años me sentía inmortal, aunque ya me rondaba la idea de mi muerte temprana. Luego se acercó al cajón, corto la cuerda, y empujo con su dedo índice el resto hacia el interior del mismo. De algún lugar extrajo un bollo de masilla plástica y mientras comenzaba a amasarla, humedeciéndola con agua del florero, me explicó: << Clemente tenía miedo de sufrir catalepsia, y morir como su hermano, por eso ordeno que lo conectaran a la campana, para avisar si despertaba en el sepulcro. Según me contó, el pudo ver el cuerpo de su hermano con la ropa deshilachada y rasguñado y desfigurado por sus propias uñas, cuando despertó y se encontró encerrado en el cajón, muriendo horrorizado por asfixia. ¿Imagina Usted, semejante situación? >> En ese momento el espacio se angosto, el techo bajo a centímetros de mi nariz, desapareció el aire y comenzó a faltarme. Inconsciente di tres vacilantes pasos hacia atrás, hasta que el viento y el sol del mediodía me tranquilizaron. <=»»> Citó la mujer, mientras seguía trabajando la masilla. <=»»> Dije con esfuerzo desde afuera. << Y si puede, en este caso, yo no lo permitiré. >> Respondió ella, comenzando a obturar con el amasado el orificio que tenía la madera del ataúd, que admitía el paso del cordel y del oxígeno.

Estuvimos en silencio un tiempo, durante el cual Lela controló el endurecimiento del tapón. Una vez que estuvo conforme salió del sepulcro, cerró las dos hojas de la puerta, asegurándola con dos candados. Luego, podría decir que con alegría, me acompaño hacia la salida. A medio camino habló: << Otro miedo de Clemente era que cuando muriera, debería enfrentar en el más allá, a las almas que de una u otra forma el torturó sin piedad en vida, que fueron muchas. Le he cerrado la posibilidad de evitar ese desafío, a la vez que he perdido para siempre el pavor que le tuve a él. No puedo permitir que reviva y yo seguir viviendo con temor. >>

Abrió la puerta cancel, nos saludamos amablemente, a mi espalda escuche el ruido del cerramiento trabando el pasador, enfile hacia la oficina del Juez de Paz para cobrar, y me puso contento saber que el secreto de Lela estaba a salvo por el hierro y mi silencio.

Ella ha muerto varios años atrás, no porque la haya alcanzado un furtivo rayo, sino de vieja nomas, y es por eso que me permito esta crónica.

Fin

Pío Arbez

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