Los que saltaron al abismo.

Dicen los antiguos —los verdaderos antiguos, los que existieron antes de la primera estrella y antes del primer nombre— que hubo un tiempo en que los espíritus danzaban desnudos en la luz de Dios, como chispas en la eternidad. No conocían la tristeza, ni el hambre, ni el miedo, porque aún no sabían lo que era tener un cuerpo. Eran ideas vivas, pensamiento sin carne, armonía sin límite.

Pero un día —si es que en aquel plano podía hablarse de días—, Dios, con esa ternura juguetona que a veces le atribuyen los viejos profetas locos, les mostró un sueño. Era un sueño de materia, de galaxias en espiral, de soles que morían para dar paso a otros, de tierras fértiles y de criaturas que se buscarían en el amor y en la guerra. Un sueño de tiempo.

Entonces, algunos de aquellos espíritus sintieron algo que nunca habían sentido: la curiosidad. No era la curiosidad por saber, sino la curiosidad por ser. Por encarnarse en el barro de ese sueño, por saborear el dolor y el gozo, por construirse poco a poco en la fragua de los siglos.

Dios no ordenó ni impuso. Solo les mostró el manual sagrado, el tejido secreto de las leyes que regirían el universo material. Y como quien deja caer un libro abierto en mitad de un jardín, se retiró a contemplar.

—Si quieren crear —les dijo—, tendrán que olvidar.

Y así fue como, envueltos en vestiduras de fuego invisible, aquellos espíritus se lanzaron al espacio sin tiempo, provocando con su descenso el estallido primero, el estornudo cósmico que más tarde los humanos llamarían Big Bang. Ellos fueron la semilla y el estruendo. El universo nació como una explosión de nostalgia: la nostalgia de un paraíso que aún no había sido perdido.

En su caída, cruzaron los anillos de las dimensiones, y con cada descenso fueron olvidando un poco más. Olvidaron sus nombres, sus dones, sus danzas. Al llegar a la materia, eran ya apenas intuiciones. Se convirtieron en viento, en roca, en fuego, en agua. Luego, en protozoos que temblaban al contacto de la luz, en peces que soñaban con el aire, en simios que balbuceaban frente a las estrellas.

Y por fin, en humanos.

Pero no todos saltaron. Algunos espíritus se quedaron en el Reino de la Luz, velando desde lo alto, como guardianes o testigos. Los que descendieron, los más osados, renunciaron al Paraíso por voluntad propia. No hubo expulsión, no hubo castigo: hubo valentía. El «pecado original» no fue una caída, sino un sacrificio. Eligieron el dolor, el hambre, el olvido… a cambio de la experiencia.

Y en la vida humana buscaron, sin saberlo, las huellas de su origen. Se dividieron en tribus, se adoraron unos a otros con nombres distintos, crearon dioses a imagen de su propio recuerdo distorsionado. Algunos, tras muchas muertes y renacimientos, empezaron a recordar.

Al morir, entre un suspiro y otro, les llegaba una brizna de memoria: un rostro que no era de este mundo, una música sin origen, la certeza de haber venido por algo más que sobrevivir.

Los que más recordaban se convirtieron en sabios. Los que más servían, en maestros. Unos fundaron civilizaciones, otros murieron como locos en las plazas. Pero todos eran dioses en formación. Dioses que aún no sabían que lo eran.

Y así se fundó el Reino Humano: no como castigo, sino como taller de almas. La Tierra, ese planeta azul que flota como una lágrima de Dios en la inmensidad, es el crisol donde los espíritus se hacen carne, y luego se hacen fuego otra vez.

Dicen —los que aún recuerdan— que el día en que todos los que bajaron cuando despierten, el universo cerrará los ojos y volverá a latir en el corazón de Dios, como al principio. Pero, mientras tanto, seguimos aquí, construyendo catedrales y poemas, guerras y cantos, olvidos y resurrecciones.

Porque somos —aunque a veces lo olvidemos— los que saltaron al abismo por amor a la vida.

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