La belleza de los ojos de una mujer ha sido celebrada desde los albores del tiempo, no solo como atributo físico, sino como oráculo del alma, espejo encantado que revela más de lo que las palabras osan decir. Más allá del color —ya sea la negrura insondable de unos ojos abismales, el azul que parece arrancado de un cielo recién nacido, la miel que abriga o el verde que juguetea con la luz—, lo que realmente hechiza es la expresión que en ellos se agazapa como un secreto antiguo.
En la mirada de una mujer se condensa la inteligencia del universo: hay pensamientos que chispean como estrellas, intuiciones que no necesitan lenguaje, silencios que acarician con sabiduría.
Pueden hablar sin voz, susurrar un mundo en un pestañeo. Hay miradas que son caricias al alma, otras que cruzan el pecho como flechas dulces, y algunas que cargan en su fondo siglos de ternura, coraje y sueños aún no contados.
Sus ojos pueden brillar como soles en plenitud o nublarse como cielos que lloran, y aun así, en cualquiera de sus estaciones, conservan una verdad profunda: una delicadeza feroz, una salvaje dulzura.
Los ojos de una mujer no se limitan a ver: observan, sienten, descifran. Hay miradas que desnudan el alma de quien las recibe, que comprenden más allá de la carne y del tiempo. Su hermosura no se agota en la forma ni en el color, sino en lo que revelan: la risa que danza en una mirada cómplice, la nostalgia suspendida en unos ojos distantes, el incendio de la pasión latiendo tras una pupila firme.
Los ojos femeninos son faros esenciales en nuestra travesía por la existencia.
Sin su mirada —ese gesto que lo dice todo sin decir nada—, el mundo se desvanecería en sombras.
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