De repente, mi mundo explotó. Se hizo añicos ese universo al que entregué devoción y sacrificio, ese mundo al que cuidé con esmero a pesar de que me humilló, me ignoró, me hirió hasta lo más profundo. Lo defendí incluso cuando me aplastó, cuando me hizo sentir culpable de su propia crueldad, cuando me convenció de que mi dolor era el precio por existir en él. Y aun así, lo amé. Aun así, quise desaparecer antes que desafiarlo.
Pero un día, sin previo aviso, todo cambió. Algo dentro de mí despertó, y con ello, la felicidad llegó como un soplo de aire fresco. La libertad se hizo sentir en mi piel, en mi alma, en mi voz. Y cuando la venda cayó de mis ojos, la verdad se reveló sin filtros: nada de lo que me hicieron sentir, sufrir o temer era real. Ese mundo no era un refugio, era una prisión disfrazada de hogar, un laberinto tejido con odio, envidia y egoísmo. Nunca hubo amor en él, solo un disfraz cuidadosamente tejido para ocultar la maldad, como el lobo que se envuelve en piel de cordero.
Compartimos la misma sangre, pero no el mismo corazón. Nací de ese mundo, pero no pertenezco a él. No habita en mí su veneno, ni su sombra se refleja en mi esencia.
Y entonces entendí que nunca estuve sola. Que mientras me perdía en el espejismo de un amor falso, otro mundo, el verdadero, me esperaba con los brazos abiertos. Un mundo que me amó sin condiciones, que me sostuvo sin exigencias, que me reconoció incluso cuando yo misma había olvidado quién era. Me obligaron a darle la espalda, a creer que no lo merecía, pero la verdad siempre encuentra su cauce.
Volví a él para no irme jamás. Volví al amor que no pide sacrificios, a la lealtad que no se mide en dolor, a la familia que no se define por la sangre, sino por el alma.
Hoy, con mis luces y mis sombras, con mis victorias y mis cicatrices, soy libre. He aprendido a caminar con mi propia luz, sin miedo a la oscuridad que otros proyecten sobre mí. Mi calma no es sumisión, mi silencio no es temor; son sabiduría, son paciencia. Porque todo llega, todo se acomoda, todo vuelve. Y yo no tengo que hacer nada para que suceda.
No guardo rencor, porque el peso del odio solo lo carga quien lo sostiene. Pero sí he aprendido a soltar, a perdonarme por haberme negado tanto, por haber callado mi propio dolor, por haber creído que debía ser pequeña para que otros se sintieran grandes.
Hoy me elijo. Me pertenezco. Y esa es mi mayor victoria.
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