Una mañana de abril, Federico tuvo un extraño sueño. Soñó que viajaba en una nave espacial, y que un ser de otro planeta le mostraba gran parte de la galaxia. Durante el resto del día no dejaba de pensar en ello. De hecho, se lo platicó a uno de sus mejores amigos, quien era aficionado al tema ovni. «No estamos solos, amigo», le decía Roberto. Esa noche, y embargados por la nostalgia, decidieron subir a la azotea para explorar el cielo. Roberto siempre llevaba consigo una cámara de largo alcance, y si la suerte estaba de su lado, quizá podrían captar la imagen de alguna nave alienígena. Pero en punto de las tres de la mañana, se percataron de que no descubrieron nada.
Dos días después, mientras Federico se paseaba por un parque público, descubrió en la lejanía un objeto brillante, de color plateado, y suspendido en un punto del cielo. Se lamentó de no tener una cámara para videograbarlo, pues ello era una prueba más de que no estamos solos. Esa tarde se lo comentó a Roberto, y ambos estaban entusiasmado, ya que ambos compartían una ilusión: contactar seres de otros planetas.
Por alguna razón, Federico siguió experimentando sueños extraños en los que estaban implicados seres de otros planetas. Pero esa mañana, todo habría de cambiar, pues descubrió que tenía un pedazo de metal en el antebrazo izquierdo. Federico había oído de personas abducidas por seres de otros planetas, y también sabía que solían inducir sueño a sus víctimas para llevarlos en su nave espacial. Un sudor frío recorrió todo su cuerpo, y empezó a caer en la cuenta de que sus sueños no eran sueños, sino eventos reales…
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