El futuro no sucede: se construye, se recuerda, se imagina.
En el intersticio silencioso donde se bifurcan los temores de colapso y las tentativas de renovación, emerge una revolución inocua en apariencia, pero profunda en sus consecuencias: la vejez como protagonista de una nueva economía, de una nueva tecnología, de una nueva narrativa de la vida. En 2050, uno de cada cinco habitantes del planeta tendrá más de 60 años. Pero esta estadística, repetida hasta la trivialidad en foros internacionales, políticas de salud y discursos de mercado, no alcanza a capturar la magnitud del giro civilizatorio que se avecina: un rediseño completo de los códigos que estructuran nuestra percepción del tiempo, el trabajo, la dignidad y la muerte.
Un dato relevante proviene del informe de la OMS: la esperanza de vida global aumentó casi seis años entre 2000 y 2019, un fenómeno que modifica no solo las estadísticas, sino las expectativas sociales, familiares y culturales. Los datos de organismos como Naciones Unidas ofrecen panoramas impactantes: la población global de adultos mayores está creciendo a un ritmo inédito, y esto trae desafíos para los sistemas de salud, pensiones, cuidado y vivienda. Pero también abre preguntas filosóficas: ¿cómo acompañar la longevidad sin reducirla a consumo? ¿Cómo crear espacios donde el tiempo del envejecimiento sea visto como potencia y no como decadencia? Estas preguntas tocan el corazón mismo de la ética contemporánea. Este giro, además, no es homogéneo: en África subsahariana, por ejemplo, el envejecimiento avanza a un ritmo distinto que en Europa o Japón, lo que abre debates sobre justicia global y transferencia de recursos.

La llamada silver economy suele presentarse como un mercado a conquistar. Exoesqueletos, pastillas, gadgets, asistentes cognitivos: un arsenal para “optimizar” cuerpos que, según la lógica productivista, empiezan a fallar. Pero ¿y si lo viejo no fuera un error a corregir, sino un territorio para reaprender el tiempo, los vínculos, las prioridades? Aquí, la pregunta central no es qué tecnologías necesitamos, sino qué tecnologías queremos. Este matiz es fundamental: define si avanzamos hacia una sociedad más justa o si perpetuamos desigualdades maquilladas de innovación.
En Japón, la robótica aplicada al cuidado de personas mayores ha sido pionera: robots como Paro, un bebé foca diseñado para acompañar emocionalmente, o Pepper, que facilita interacciones sociales, ilustran cómo la tecnología puede extender no solo funciones físicas sino también afectivas
Como en Los desposeídos de Ursula K. Le Guin, donde el tiempo se convierte en materia de experimentación política y utópica, hoy también asistimos a una pugna silenciosa sobre qué tipo de tiempo vamos a habitar: un tiempo rentista, fragmentado, apropiado por plataformas extractivistas que operan a la velocidad de la predicción algorítmica; o un tiempo común, abierto, tejido en torno a nuevas solidaridades intergeneracionales y saberes situados. Aquí es donde el concepto de «economía del cuidado» cobra fuerza: se trata de una perspectiva económica que pone en el centro el valor de cuidar y ser cuidado, tradicionalmente invisibilizado y sostenido mayormente por mujeres, y lo reconoce como esencial para la vida social y económica, no como un mero complemento informal.
Pensar lo viejo como potencia también nos conecta con movimientos inspiradores como el de las Abuelas de Plaza de Mayo en Argentina que muestran cómo la edad no limita la acción transformadora ni la búsqueda de justicia.

En este escenario, la tecnología -y particularmente la inteligencia artificial- se vuelve un campo de batalla silencioso pero decisivo. No como promesa lineal de progreso, sino como territorio de disputa, como advertía Jacques Ellul en La técnica o el reto del siglo. La IA ya permea la economías de la vejez: sistemas de diagnóstico precoz para enfermedades neurodegenerativas, plataformas de aprendizaje adaptativo que acompañan procesos de reconversión laboral, exoesqueletos que extienden la movilidad, asistentes cognitivos que sostienen la memoria. Empresas como Neuralink, de Elon Musk, o visiones como la Red de Aprendizaje imaginada en El Demoledor de 1993, parecen cada vez menos fantasía y más infraestructura tangible.
Sin embargo, también se multiplican los riesgos: la privatización masiva de datos biométricos, la reproducción de sesgos algorítmicos que refuerzan desigualdades preexistentes, la infantilización o mercantilización del envejecimiento como «problema de mercado». Como advierte la UNESCO en su Recomendación sobre la Ética de la Inteligencia Artificial, necesitamos marcos de gobernanza que pongan los derechos humanos en el centro, resistiendo la tentación de delegar nuestra agencia y vulnerabilidad a los dictados del «imperialismo del algoritmo», en palabras de Kate Crawford.
La historia nos enseña que cada revolución tecnológica redefine también los umbrales de la vida. La imprenta de Gutenberg expandió el conocimiento y, por extensión, la esperanza de vida. La revolución industrial redefinió los ciclos de trabajo y reposo, introduciendo el «tiempo del reloj» que todavía rige nuestras existencias. La era digital fragmentó nuestra percepción del tiempo en microintervalos atencionales. En este devenir, la vejez -que en las sociedades tradicionales implicaba sabiduría y en la modernidad se volvió carga o «residuo improductivo»- está llamada hoy a ser un nuevo laboratorio de futuros.
Byung-Chul Han advierte en su «sociedad del cansancio» que hoy incluso el ocio es colonizado por imperativos de productividad. Frente a esto, la vejez podría recuperar el valor del tiempo improductivo como tiempo genuinamente humano. Películas como Nomadland (2020) o documentales como Young@Heart (2007) retratan, cada una a su manera, una generación que se niega a ser encapsulada en los estereotipos del ocaso: cuerpos errantes, voces resistentes, biografías que desbordan las narrativas del éxito o el fracaso. Esta silver economy podría ser, si la construimos críticamente, una política de la insurrección vital contra la obsolescencia programada de los cuerpos.
En Latinoamérica, donde la transición demográfica avanza a velocidad desigual pero imparable, la revolución de la vejez plantea dilemas específicos. ¿Podremos imaginar sistemas de seguridad social no extractivistas, basados en la reciprocidad y no en el endeudamiento? ¿Modelos de aprendizaje permanente realmente accesibles, que reconozcan las trayectorias vitales y no las reduzcan a «competencias» monetizables? ¿Tecnologías de acompañamiento que no reproduzcan violencias de clase, género o raza, sino que amplifiquen la potencia colectiva?
En palabras de Silvia Rivera Cusicanqui, «la historia se hace en el tiempo ch’ixi, ese tiempo donde los contrarios no se anulan sino que se entrelazan». El concepto de ch’ixi, tomado del pensamiento aymara, refiere a una convivencia de opuestos que no se fusionan ni se eliminan, sino que coexisten en tensión creativa. Tal vez la vejez y la IA, lejos de ser opuestos —naturaleza contra máquina, memoria contra futuro—, puedan constituir un tejido ch’ixi, una alianza inesperada para rehacer el mundo desde los márgenes.
La pregunta no es si el envejecimiento será tecnologizado. Ya lo está siendo. La pregunta, urgente y radical, es qué tecnologías queremos: ¿Unas que nos extraigan la última gota de atención y deseo, extendiendo la precariedad vital hasta la muerte? ¿O unas que nos devuelvan al misterio de habitar el tiempo con otros, en una política de la lentitud, la reciprocidad y el cuidado mutuo?
Quizá, como en la escena final de Blade Runner, donde el replicante Roy Batty reclama su efímera humanidad bajo la lluvia, el sentido de esta revolución no esté en programar la eternidad sino en redescubrir la ternura de cada instante que, al prolongarse, se vuelve insurrección.
Pero este futuro no lo construyen las máquinas ni los algoritmos: lo construimos nosotros. Nos toca decidir si queremos tecnologías que amplifiquen el cuidado, la solidaridad y la escucha, o que profundicen la desigualdad y la exclusión.
¿Cómo podemos, desde nuestros lugares —como ciudadanos, diseñadores, cuidadores, investigadores—, imaginar una vejez que no sea un estadio a gestionar, sino un arte a perfeccionar? La invitación queda abierta: que cada uno aporte a este tejido ch’ixi de memoria, tecnología y futuro compartido.
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