Linaje rematado por un único encuentro color rojo

Linaje rematado por un único encuentro color rojo

Yzquierdo

27/04/2023

Leopoldo sale de casa del sastre. Observa el cielo encapotado, y abre el paraguas con empuñadura de oro macizo; modesta representación del caudal familiar. Mientras avanza por la calle con paso inseguro, una muchacha que camina hacia él, fija la mirada, entre intrigada y divertida, en su persona. ¿Qué desconocida coquetería domina a Leopoldo en este instante? Lo ignora. Pero yergue la espalda, como siempre le dice su madre, y, con la mano izquierda, se atusa la larga barba que crece hacia su pecho. Cuando la chica pasa a su lado, la muy descarada le lanza un beso, beso de labios demasiado rojos, y guiñándole un ojo, le canta: ⸺ ¡Guapo! ⸺.

A Leopoldo no le gusta caminar por las calles de la ciudad, sorteando ruido y caos, donde hombres y mujeres se convierten en potenciales rozadores de su cuerpo, derribando así, las defensas levantadas durante horas frente al espejo del vestíbulo. Tampoco le agrada la vida social. Por eso sale de su hogar en muy contadas ocasiones: a realizar las consiguientes pruebas y, con posterioridad, recoger el traje de cada temporada, (eso sí, forzado por su madre), y también, cuando, siendo triste obligación, la muerte de alguien suscita que los allegados del finado anhelen su presencia. En consecuencia, siempre regresa marchito.

Hoy, sin embargo, el piropo le ha dibujado una media sonrisa que aún le sujeta los pómulos al entrar en casa. Y ahí sigue cuando, de frente al espejo, estudia su imagen: figura alta, vestida con chaqué y pantalón negro de lana, chaleco de tafetán floreado y corbatín claro; el sombrero de copa y los guantes, en la mano izquierda. De improviso, una sutil alarma sacude sus sentidos. Da un paso hacia adelante y observa su rostro reflejado; no muy cerca, pues el miedo a descubrir lo atenaza un poco. Así y todo, cree ver un nuevo color en el iris de su ojo derecho.

Un ruido de cacerolas lo saca de su contemplación y con premura se dirige a la cocina.

⸺ Buenos días, Gaspar. ¿Puedes dejar por un momento lo que estás haciendo y examinar mi ojo derecho? ⸺ saluda, y pregunta, con voz alta y atropellada.

⸺ Buenos días, Leopoldo ⸺ contesta un hombre fornido que, absorto en cortar un pimiento en tiras lo más finas posibles, tarda unos segundos en levantar la cabeza y mirarlo.

⸺ Por favor, acércate más y fíjate bien ⸺ insiste Leopoldo algo irritado.

⸺ Tienes una mancha de color rojo, con forma de corazón. Bastante grande. ⸺ revela Gaspar, con tono un tanto intranquilo.

⸺ Ayer no estaba. De hecho, hace más de tres años que no aparece un color nuevo ⸺ murmura nervioso Leopoldo ⸺. El último fue el amarillo, de contorno triangular, en mi ojo izquierdo. Lo recuerdas, ¿verdad? El día del atraco.

⸺ Puede que no sea tan grave ⸺ comenta Gaspar, al mismo tiempo que le da la espalda con una mueca indescifrable en el rostro.

⸺ ¿Cómo te atreves?⸺ grita enojado Leopoldo ⸺ Toda mi vida ha estado marcada por esto, ¿es que no lo sabes? Es la condena que la familia de mi padre ha arrastrado durante siglos, y que ha acabado con la vida de todos ellos en edades muy tempranas. ¡No me trates como si fuera un infante!

Y así, airado, sale de la cocina, mira hacia el piso de arriba y sube de forma precipitada las escaleras que conducen a los dormitorios.

Gaspar siente pena por él. Observa la lumbre, y desentierra sus propios orígenes. En otro tiempo, en otro lugar. ¿Su principio?: la casa de su madre, los dos solos. Dicha y seguridad. Pero ella murió, y él se mudó con su padre, y con el padre de su padre, a este palacio, en el que generaciones de hombres de su familia llevan siglos prestando servicio a toda la ascendencia ilustre de Leopoldo. Y ahora a él, solo a él (bueno, y a su madre, pero es tan anciana que se supone que pronto fallecerá). Tal servidumbre le compete a Gaspar hasta que, uno de los dos, muera, pues aquí se acaban las dos estirpes, sin descendencia por ninguna de las partes. Se puede decir que es un compromiso, un legado adquirido, pero sin obligación cierta. Y, aunque su vínculo nunca fue fuerte, Gaspar siente verdadero cariño y ternura por aquel niño de cinco años que conoció hace sesenta, (pálido y con un miedo irracional a mirarlo siquiera) y que sigue morando, y, ejerciendo como tal, en el Leopoldo adulto. A los dos, al crío y al viejo, su madre siempre los mantuvo, y aún mantiene, apartados de cualquier contacto estrecho con otro ser humano, excepto de ella misma. ¡Así ha salido! Un excéntrico y risible Peter Pan. Gaspar suspira, se encoge de hombros y vuelve al trabajo.

Leopoldo entra en la habitación de su madre chillando:

⸺ ¡Mami! ¡Ayúdame! ⸺.

⸺ Por favor, hijo, no grites, tu actitud es inadmisible ⸺ clama la anciana.

⸺ Otro color ha surgido en mi ojo derecho ⸺ expone con temor Leopoldo.

⸺ ¡No puede ser! ¿Dónde has estado? ¿Con quién has hablado?⸺ pregunta nerviosa la mujer ⸺ Ya sabes que cualquier emoción fuerte puede matarte; tu padre, tu abuelo, todos tus ancestros…

⸺ Pero si solo he estado en casa del sastre, y no he hablado con nadie más ⸺ tartamudea, dudoso, mientras rememora el turbador encuentro con la joven piropeadora.

⸺ ¿Cuál es el nuevo color? ⸺ pregunta con un hilo de voz su madre.

⸺ Rojo. Dice Gaspar que dibuja un corazón. ⸺ contesta Leopoldo.

La mujer, ya nonagenaria, abre los ojos con incredulidad, no podía ser, lo había alejado, durante sus sesenta y cinco años, de todo trato o conexión con otras realidades, con otros hombres, con el siglo veinte, con el veintiuno, y, en concreto, con la mujer, con la mujer en mayúsculas. Y ahí vienen otra vez la duda y la culpa a cortejarla, quizás lo convirtió en un hombre demasiado timorato y asustadizo. Pero mira tú, que un dolor fuerte en el pecho, va y le quiebra para siempre el pensamiento.

⸺ ¡Gaspar! ¡Gaspar! ⸺ Los aullidos de Leopoldo llegan a la cocina como reclamos de truenos.

La madre, muerta en la cama. El hijo, sentado en el suelo con las manos cubriéndose el rostro. Y Gaspar, en la puerta, sin aliento y con solo una idea en la mente, heredada, tatuada en el alma.

Con ternura le aparta las manos de la cara. Los ojos muy abiertos y por ellos extendidos todos los colores, cubriendo iris, pupilas, escleróticas y córneas. Nada de blanco. Tampoco de su azul de cuna. Y, por ahora, nada de negro. Este llegará con los días.

⸺ Estoy ciego ⸺ susurra Leopoldo.

⸺ Lo sé ⸺ ratifica Gaspar.

Él estará allí, a su lado, cuando los colores se vayan ennegreciendo, cuando el veneno azabache, comience a circular por sus venas y lo mate.

Es su deber. Después de todo, fue su tataratatarabuelo (según los cuentos clandestinos relatados al fuego durante generaciones) el autor de la maldición: “Que se pudra toda vuestra sangre aristocrática”. También fue él quien pronuncio el juramento velado, aquel que se ha transmitido en palabras con augurios futuros: la sustracción de la señorial fortuna.

Ni siquiera el abuelo de Gaspar recordaba los agravios que este ahora va a resarcir por fin. Se ha ocupado de ser el único heredero en el testamento de Leopoldo.

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