Las lluvias de mayo

Las lluvias de mayo

Irene de Santos

24/04/2018

Las lluvias de mayo

Las primeras lluvias de mayo golpeaban con fuerza ese sector de la costa.Habían comenzado cinco días atrás y, aunque variaban en intensidad, no cesaban ni de día ni de noche. Ya hacía varios días que no se veía el sol ni se escuchaba el canto de las aves. Era como si la lluvia se hubiera tragado a su paso los sonidos propios de la selva nublada. No había trinos de pájaros, ni el sonido del viento al pasar por los cocoteros; tan sólo esa lluvia pertinaz que no cesaba.

Los únicos que disfrutaban de ese clima eran los niños y gracias a Dios por ello. Sus risas alegres y sus chapoteos en los charcos rompían aquella melancolía. No podían ir al colegio porque el río estaba muy crecido y era peligroso pasar por el viejo puente.

Mientras tanto, una figura menuda recorría la calle de arriba a abajo, con la angustia pintada en el rostro. Una mujer avejentada prematuramente por los golpes del destino, con el blanco cabello enmarañado y un aspecto frágil y triste. Nada en ella permitía adivinar a la espléndida mujer que había habitado aquel cuerpo años atrás. Se trataba de la vieja María, quien intentaba desesperadamente alejar a los pequeños del peligro de las embravecidas aguas.

Con voz preocupada les decía:

– Niños, no jueguen tan cerca del río, que es peligroso. Vénganse para acá.

Al no lograr su cometido, rogaba, en voz baja:

-¡Ay, Virgencita! Cuida tú de esos muchachos, porque a mí no me hacen caso.

Había pasado mucho tiempo desde aquel día, tanto, que ya casi nadie lo recordaba.Sólo los ancianos del pueblo entendían el dolor de María y el tormento que la agobiaba al ver ese río crecido y escucharlo rugir como reclamando un sacrificio.

Ellos sí se acordaban, los tres amigos que habían nacido, crecido y envejecido juntos en ese rincón del mundo.El mayor de todos era Eusebio, quien fuera el dueño de la bodega del pueblo, ya retirado. Evaristo, casi de su misma edad, era el tejedor de atarrayas, oficio que aprendió de su padre, y el más joven era Segundo, nacido pescador, hijo y nieto de pescadores, quien estuvo a punto de cambiar la historia.

Estaban sentados en el porche de la casa de Eusebio, ubicada frente a plaza, desde donde se veía todo el pueblo. Todas las tardes se reunían allí, con sus recuerdos y sus historias.

Les causaba mucha pena ver a María con su sufrimiento a cuestas, cada vez que empezaban las lluvias de mayo.

Años atrás,María era una mujer hermosa, con ojos color avellana, más claros que el guayoyo recién colado, y una melena negra que caía sobre su espalda como las cascadas en la montaña. Sus intensas ganas de vivir sólo podían ser contenidas por un cuerpo de recias carnes, cercado por una fina cintura. El baile era su pasión y el toque de tambor la expresión de su ser.

Vivía a las afueras de un pueblo cautivo entre la costa y las montañas, donde existía una relación íntima y profunda con la naturaleza. Ella, como una madre amorosa, garantizaba el sustento a sus pobladores, pero, en ocasiones los castigaba severamente.

En lo profundo de esos poblados se había erigido la iglesia de San Juan Bautista, cuyas celebraciones empezaban con una rigurosa misa al amanecer, seguida de una procesión, pero culminaban envueltas en un escenario de danzas ardientes, venidas de antiguas culturas africanas.

Era en esta parte de los festejos donde afloraban las destrezas de María. Todo el pueblo esperaba ansioso la llegada de cada veinticuatro de junio, día de San Juan, para poder admirarla y tratar de seguirle el paso en frenéticos bailes de tambor que se prolongaban hasta el amanecer.

Ese año las fiestas del santo serían diferentes para ella. Bailaría con el alma, como siempre, pero encontraría un oponente a su altura, un hombre venido de lejos, que le llevaría el paso y le arrancaría el corazón.

Al atardecer, a la orilla del mar, se encendieron las hogueras y empezaron los repiques de tambor. El humo ascendía al cielo en honor al santo y el crepitar del fuego acompañaba el ritmo de los tambores en un dueto perfecto.

Comenzó el baile. Los pies descalzos dejaban huellas en la arena, que más tarde atestiguarían el frenesí de la danza. Los cuerpos giraban una y otra vez, aparentemente sin rumbo, pero con un claro objetivo: permanecer en la blanda pista de baile el mayor tiempo posible. Nadie lo lograba. María los derrotaba uno a uno con las implacables cadencias de sus caderas.

Poco antes del amanecer apareció un hombre alto, de anchos hombros y marcada musculatura.Su única vestimenta era un pantalón que apenas le llegaba hasta las rodillas; el resto de su cuerpo quedaba expuesto a la noche. Entró a la pista decidido.

La trigueña sintió su presencia y empezó a arrinconarlo, con la intención de correrlo de allí. Atacaba por la derecha, por la izquierda, siempre girando, pero no lograba obligarlo a retroceder. Él también giraba, la esquivaba y volvía girar en sentido contrario, anticipándose a sus movimientos. Finalmente, exhausta, ella se rindió. Ambos dejaron la húmeda pista de baile y se adentraron en la densa niebla. Nadie llegó a saber su nombre.

Meses después un dolor intenso atravesó el cuerpo de María, como un puñal enterrado hasta lo más profundo de sus entrañas. Sentía que iba a partirse en dos. En la soledad de su casa le rogaba a Dios que todo pasara rápido. Estaba asustada y sola, como siempre lo había estado. No tenía mamá, ni papá; los perdió cuando era niña. Tampoco tenía hermanos, ni primos. No tenía a nadie, aún.

Cada vez eran más cortas las pausas entre un dolor y otro. Recostada en su catre, empapada en sudor, esperaba. Llegó el momento y se le quitó el miedo, dando paso al valor y al aplomo que le dieron fuerzas para enfrentar ese último dolor inmenso, preludio de una nueva vida. Entonces, como traída por una ola del mar, envuelta en agua, llegó a sus brazos una hermosa criatura.

Era un varón grande, lo más bello que había visto en su vida. Lo llamaría Juan en honor al santo, para no olvidar la fría madrugada cubierta de niebla cuando se obró el pequeño milagro que ahora acunaban sus brazos.

Pasaron los años y Juan se convirtió en un niño muy desenvuelto para su edad. Al igual que a su mamá, la falta de padre lo obligó a crecer antes de tiempo. Su pasión era el colegio. Había aprendido a leer hacía poco y desde entonces siempre tenía un libro en las manos.

En las tardes, cuando ella regresaba de su trabajo en el campo, se sentaban los dos al frescor que propiciaba la sombra de un samán centenario. Él le leía los libros de cuentos que le conseguía el padre Luis, párroco del pueblo.

Allí pasaban horas enteras, mientras la luz le permitía al pequeño llevar a su madre a tierras lejanas, de las que ella no había oído hablar. Escuchaba absorta relatos de dragones y santos y visitaba los palacios encantados, cuya ignorancia le había vedado.

Juan era su orgullo, su compañía, su vida entera. No se cansaba de darle gracias a Dios por haberle dado ese regalo tan maravilloso a ella que nunca había tenido nada.

Llovía copiosamente. El agua había golpeado con fuerza durante varios días las copas de los árboles, las piedras desnudas a lo largo del camino, las casas y se había ido colando debajo del suelo, aflojándolo cada vez más.

Las raíces de un inmenso samán intentaban, en vano, aferrarse a la tierra que se iba convirtiendo en fango. Además, el árbol mojado duplicaba su propio peso. Poco a poco, y después de cientos de años de lucha por tratar de alcanzar las nubes, se fue inclinando, hasta que, finalmente, el gigante se rindió y, en medio de un terrible estruendo, cayó.

Sucumbió al efecto de las aguas. Ese gigantesco Goliat había sido derrotado por un David transparente, cristalino y la mayoría de las veces, inofensivo.

Al desplomarse aplastó una humilde vivienda y la hizo añicos. Al principio los vecinos no notaron nada, hasta que los perros empezaron a ladrar y a correr alrededor del gigante vencido. Luego, se dieron cuenta de que faltaba una casa, se acercaron al lugar y encontraron restos de paredes amarillas, de puertas y ventanas.

Escucharon gemidos salir desde adentro y trataron de llegar hasta ellos. Empezaron a trabajar a las dos de la tarde y para cuando terminaron, ya caía el atardecer plomizo del día siguiente.

Nadie podía sobrevivir a semejante impacto, pensaron, y decidieron mandar a buscar al sacerdote de la parroquia al pueblo vecino. La lúgubre procesión le avisó al padre Luis, quien se apresuró a acudir en auxilio, ya no del pobre hombre, sino de su alma.

Toda una noche estuvo agonizando aquel desafortunado y toda una noche estuvo el padre Luis sujetándole la mano, orientando su espíritu hacia las manos del Creador, hasta que con los primeros rayos del alba el hombre expiró.

Ya era jueves. Agotado y conmovido el padre se recostó, cerró los ojos y se durmió. Soñó con los niños que iban al colegio, corriendo por la calle principal, frente a la iglesia. Los niños a los que esa mañana él no daría la bendición.

María salía a trabajar muy temprano. Pasaba cantando frente al abasto de Eusebio, donde se paraba a tomar el primer café del día. Él abría el negocio de madrugada, más que para vender, para saludar a quien pasara por allí. Ella siempre le encomendaba al niño. Con voz firme, le decía:

– Eusebio, Juan ya está levantado, se está preparando para ir a la escuela. Tienes que estar pendiente. Mira que eres su padrino.

Él replicaba contrariado – y ¿cuándo no he estado yo pendiente del muchachito? Tú sabes que lo quiero como a un hijo. Nunca entro al mostrador hasta que lo veo pasar y le echo la bendición.

– Sí negro ya lo sé, pero y ¿cómo hago yo? , -añadía María, en tono de disculpa-. Te lo tengo que recordar. Es que me cae un peso en el corazón cuando salgo y lo dejo solo.

La mañana de ese jueves María no vio a Eusebio. Ya era hora de abrir la tienda y su compadre no aparecía. Esperó un rato, pero se le hacía tarde. Empujada por la prisa, no se le ocurrió entrar a buscarlo. Como no pensaba mandar a Juan al colegio ese día, no le dio importancia. Ya pasaría el compadre por su casa más tarde a verlo. Lo había dejado durmiendo y ya no tenía fiebre. ¿Qué podía pasarle?

Eusebio no vio pasar a María esa mañana. No le invitó el primer café del día, porque ni siquiera él lo había tomado. Llevaba bastante rato buscando las llaves para abrir el negocio. Molesto murmuraba:

– ¿Cómo es posible, Señor? Si esas llaves llevan colgadas ahí ya ni sé desde hace cuánto tiempo. Fue mi papá el que puso el clavo en la puerta de la cocina, para tenerlas a mano siempre, para cualquiera cosa que se ofreciera.- Y el clavo seguía allí, no se había caído; eran las llaves las que no estaban.

El tiempo pasaba marcado, más que por el tic tac del reloj, por el repiqueteo acompasado de la lluvia sobre el techo de zinc, pero Eusebio no podía abrir.

Contrariado por la impotencia llegó a pensar que el diablo en persona le había escondido las llaves “para jorobarle la paciencia”.

Esa misma mañana, antes del amanecer en las tranquilas aguas del Caribe, Segundo lanzó sus redes en un lugar apartado. Nadie había faenado allí desde hacía mucho tiempo, por temor a las picúas que rompían los aparejos. Él, testarudo incorregible, no lo creía así.

– Allí debe haber bastante pesca- se decía. -Eso de las picúas es puro cuento.

Esperó un largo rato y no ocurrió nada. El agua helada de la lluvia, fina y fuerte, punzante como dardos afilados, le magullaba la piel.

De repente, sintió una fuerte sacudida. La pequeña embarcación fue arrastrada hacia atrás con violencia varias veces; parecía que iba a zozobrar.

Impulsado por el instinto de supervivencia tomó un arpón y saltó al agua. A pocos metros pudo ver un mero guasa enorme, que se había enredado en su red. Era un momento desesperado; debía ser muy cauto, porque si el fiero pez lo arrastraba y se enganchaba en la red de seguro terminaría ahogado.

No podía sacar ese animal él sólo y si no hacía algo pronto, perdería su peñero. Empezó a halar la malla hacia él hasta que, de repente, el pez dio un giro y logró zafarse. El peligro había pasado, pero la red quedó completamente enredada en las hélices del motor.

Cuando recuperó el aliento, tomó los remos y lentamente fue avanzando hacia la orilla. La lucha con aquel coloso de las profundidades lo había dejado agotado. No recordaba haber visto un pez tan grande en toda su vida.

Al llegar al muelle, ya había amanecido. Fue a buscar a Evaristo, el tejedor de atarrayas, para que lo ayudara a salvar la red. Luego de escuchar su increíble historia, Evaristo lo acompañó. Esa mañana no trabajaría en el frente de su casa.

Segundo y Evaristo iban de regreso al muelle, a tratar de salvar la red trabada en el motor. No era mucha la distancia que tenían que recorrer y caminaban sin prisa. Además, Segundo aún no se había recobrado completamente del susto y la fatiga de su singular aventura. Caminaban hacia el sur y el río les quedaba al este, a su mano izquierda. Toda la orilla estaba poblada por enormes cepas de bambú que crujían atemorizantes al paso del viento. Por momentos alcanzaban a ver el agua; después, quedaba oculta nuevamente por el bambú. Evaristo intuía algo de exageración en el relato de Segundo y le preguntó con picardía:

– ¿Y por qué no cortaste la malla?

– Porque está nuevecita. Lo último que quería hacer era dañarla- respondió Segundo.

– Yo creo que lo último que querías hacer era morirte, muchacho porfiado- repuso Evaristo.

– Y menos con esta lluvia que no se acaba. Nadie más salió a pescar, sólo tú. La corriente te hubiera llevado mar adentro y no te hubieran encontrado más nunca.

Al pasar por un claro notaron que el río había empezado a salirse de su cauce. El nivel de las aguas subía rápidamente y un ronco rugido venía de lejos, de lo profundo de la montaña.

– Esto se está poniendo feo -advirtió Evaristo.

– Se ve que está lloviendo más duro en la cabecera. Una ola grande puede bajar de la montaña en cualquier momento.

Se detuvieron junto al río y vieron pasar ramas de árboles, nidos de pájaros y algunos troncos de bambú navegando con la corriente. A lo lejos alcanzaron a percibir algo diferente en el agua; pero no sólo flotaba, se movía, como retorciéndose. Subía y bajaba con el ondulante movimiento del caudal. Se acercaron a la orilla, y cuando el extraño objeto se encontraba a unos metros apenas, se dieron cuenta de qué se trataba.

Sin perder tiempo, Segundo se lanzó al agua, mientras Evaristo corría al pueblo a pedir ayuda. Sin embargo, al llegar a la plaza no encontró a nadie: aquel parecía un pueblo fantasma.

Por su parte, Segundo nadaba con todas sus fuerzas, pero los desechos que había arrastrado el río lo golpeaban una y otra vez y perdía momentos preciosos tratando de esquivarlos.

El objeto de su lucha se alejaba cada vez más. En una ocasión llegó a rozarlo con la punta de los dedos, pero el tronco de un jabillo le dio de lleno en la nuca y lo perdió de nuevo. No desmayó. Cuando ya no le quedaban fuerzas en el cuerpo, recurrió a las del alma.

Por fin el río llegó a la playa, dónde se estrellaron una ola dulce y otra salada en un estruendoso choque, arrojando sobre la arena restos y hombre. Segundo corrió, pero comprendió que su esfuerzo había sido inútil. Había llegado demasiado tarde.

La fría mañana de ese jueves, María no mandó a Juan al colegio, porque había pasado la noche con fiebre y estaba lloviendo. Antes de salir a trabajar, le dijo que se quedara en la cama hasta su regreso. Él asintió medio dormido, se acurrucó bajo la cobija y se volvió a dormir.

Poco después despertó y pensó que se la había pasado la hora de levantarse y se le haría tarde para ir al colegio. No recordaba la conversación con su madre en la madrugada. Rápidamente se vistió y salió corriendo hacia la escuela.

Nadie lo vio pasar. Ni sus compañeros, que ya se habían ido; ni el padre Luis, que les daba la bendición todas las mañanas, pero había salido el día anterior a atender a un moribundo y aún no había regresado; ni Eusebio, el dueño del abasto, quien ese fatídico día abrió la tienda tarde, porque no encontraba las llaves; ni Evaristo, que siempre trabajaba a esa hora en el porche de su casa, frente al camino, pero había salido temprano con Segundo, a reparar una red.

Juan pasó como un fantasma por las calles del pueblo, totalmente invisible a las miradas que cotidianamente estaban allí, que debieron haber estado allí, y hubieran podido salvarle la vida.

La lluvia había arreciado y el río estaba muy crecido. Él, inocente y ajeno al peligro que le aguardaba más adelante, corría. Sólo pensaba en llegar a la escuela a tiempo. Y así llegó al puente, por última vez en su vida.

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