En la gran ciudad de luces quebradas,

donde el humo oculta verdades calladas,

dos mujeres se amaron a media voz,

hijas de un pacto sellado atroz.

Luisa tenía puñales en la mirada,

y Clara un secreto que ardía en su almohada.

Sus besos dolían como confesiones,

bajo techos viejos y estaciones.

Un crimen antiguo marcaba sus venas,

padres oscuros, promesas ajenas.

Los dos progenitores —bestias de guerra—

jugaban con niñas como piezas de tierra.

El amor floreció entre culpa y venganza,

un cuerpo cayó sin esperanza.

Clara la miró, temblando en silencio,

la sangre en sus manos era un juramento.

«Te amé, Luisa, aunque fuiste un puñal,

como un eco sucio, como un mal final.»

La traición llegó vestida de hermana,

con labios dulces y daga temprana.

La ciudad susurra, nadie perdona,

el crimen dormita, pero no abandona.

Y entre adoquines, la luna asesina

aún ilumina su culpa divina.

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