No tenía patas ni cabeza. El cuerpo se encontraba en la cocina y las demás partes en la sala. Las murmuraciones iban y venían por todo el barrio, de culpar al carnicero por su corte limpio al servir la carne, hasta al loco semidesnudo que andaba por la calle.
—Tranquilícese Gertrudis. Este gaticidio no quedará impone —le dijo Patroclo, alcalde del pueblo—. Mis subordinados buscarán en cada rincón, en cada casa, en cada calle, hasta dar con el culpable. Pero sea paciente, es un caso muy difícil.
—¿Por qué dice usted eso? Era una gata tan buena.
—¿Y lo pregunta? ¡Los maullidos amorosos de su gata levantaban a todo el barrio a medianoche! Créame cuando le digo que todo el mundo odiaba a esa gata. Pero hay alguien que conozco —le dijo en susurros— que puede… ¡Conseguirle otro gato! ¿No le parece estupendo? — Una sonrisa enorme se le dibujó de oreja a oreja.
—¿Pero que dice usted? —La señora frunció el ceño, y le señaló con el dedito— ¡Cumpla con su trabajo!
—Bueno, hay un hombre que puede ayudarle, si a eso se le llama ayudar.
En las afueras de la ciudad, El doctor Shelter Tent acaba de recibir la misiva del alcalde.
—Enfermera Juliet, posponga mi cita de las 12 —dijo el intrépido médico—. Dígale al señor Pedroff que ha ocurrido una emergencia en el barrio de Don Damián. El alcalde me ha solicitado expresamente que me encargue del caso. Si sigue vivo el señor Pedroff para mañana, dígale que continuaremos con su operación a corazón abierto.
—Pero doctor —le replicó inquietada la enfermera—, ya el paciente está listo en la sala de cirugía. Hasta he hecho la incisión en el pecho.
—Pues vaya a coserlo. Dele algunos dulces, y que vuelva mañana.
—Pero doctor, ¿qué es eso tan urgente que debe de hacer?
—Han matado el gato de doña Gertrudis. Y mi ética y el alcalde (más que todo), no me permiten pasar por alto un crimen tan atroz.
—¡Dios santo! Pobrecita la señora. ¡Ahora mismo le preparo su maletín con los utensilios!
—Por lo que me cuenta hasta ahora la carta, todos en el barrio Don Damián son sospechosos.
—¿Piensa que sea un crimen colectivo?
—Pensar es de maricas Juliet. Iremos a ver que nos dicen los hechos.
—Aún no comprendo. Si mi gata ya murió, ¿para qué el alcalde me envía un médico? Yo no estoy enferma —Se quejó doña Gertrudis, dejando pasar al doctor y a su acompañante.
—¡Qué desorden señora! Debería limpiar y poner orden aquí —comentó Juliet al observar con detenimiento la sala.
—Disculpe usted. El alcalde me dijo que no tocara nada hasta que ustedes llegaran.
—¿Pero qué tipo de ladrón entra a robar a una casa y sólo descuartiza al gato? —cuestionó el doctor—. ¿Quizá un ladrón que no entró a robar? Entonces no sería ladrón…
—Sería un asesino —dijeron al unísono él y la enfermera.
—Pero no cualquier asesino Juliet. Si fuera cualquiera, hubiera matado mejor a esta decrépita anciana indefensa en vez de atacar a una gata negra, propensa a dar mala suerte y armada con filosas garras. Aquí hay algo más en el medio, aquí hay un móvil del crimen.
—¿Cuál cree que sea doctor? —insistió la enfermera.
Doña Gertrudis se sentía abrumada de tantos razonamientos, pero por lo menos supuso que el doctor sabía lo que hacía.
—Verá Juliet, en esta escena hay ira, mucha ira. ¿Qué hacen los gatos que todo el mundo odia?
—Pues maullar en las noches.
—Sí, no dejan dormir a nadie. Pero hay algo más que hacen…
—Dejan pelos por todas partes.
—También. ¿Y que más?
—No sé doctor, no me gustan los gatos.
—Pues los gatos roban. ¿Que hace que un ladrón que no entre a robar decida matar a un peligroso gato en ves de una anciana indefensa? Encontrar a otro ladrón que le había robado. Y lo que más le gusta robar a un gato es la carne guisada de medio día. Imagínese que usted es un hombre trabajador de la calle, bien humilde. Llega caliente a la casa con hambre, y se topa usted con que el gato le ha robado de su propio plato la carne tan esperada. ¿Cómo se sentiría? Dígame usted doña Gertrudis.
—Bueno, verá usted doctor, a mi gata nunca la vi tomando algo de mi cocina. ¡Mi gata no era ninguna ladrona! —enfatizó doña Gertrudis.
—¡El hecho que no robara de su cocina, es prueba fehaciente de que robaba en otras, tanto que no tenía necesidad de robar en la suya! Ahora imagínese que a ese hombre trabajador, cansado y harto de la vida, le suceda varias veces este suceso. ¿Qué cree que haría con el gato?
Juliet interrumpió.
—¡Yo lo mato! ¡Segurísimo que sí doctor!
—¡Ya lo escuchó doña Gertrudis! Bien Juliet, andemos un rato por el pueblo hasta encontrar a los hombres trabajadores hartos de la vida.
—Pero, ¿cómo confirmar quién es el asesino?
—Fácil mi querida Juliet, ¡le robaremos la carne a cada uno!
Momento después, en la cafetería de la clínica rural…
—Doctor, están listas las mesas. La carne, la ensalada, el arroz y las habichuelas ya están puestos en el mostrador para que se sirvan los invitados.
—Bien Juliet, deje que nuestros hombres sudorosos pasen.
Juliet abrió las puertas de la cafetería, y fueron entrando el albañil, el limpiabotas, el plomero, el carnicero, el herrero, el vendedor, el panadero, el agricultor, el indigente semidesnudo, el mendigo que pide dinero en el puente… Uno detrás del otro, todos los hombres del barrio de Don Damián hicieron acto de presencia. Algunos asistieron obligados por sus esposas, que al escuchar la invitación alzaron las manos en agradecimiento a la virgencita, por no tener que cocinar ese día en sus hogares.
Tomó cada uno un plato, emocionados por comer un sazón distinto al impuesto por la tradición. Juliet se encargó de servirles. A todos se les colocó grandes porciones de chuleta, sabrosa chuleta. A los hombres se les hacía agua la boca, y se quedaban extasiados mirando el plato cuando se sentaban a la mesa.
Llamó Juliet la atención de todos.
—Antes de comer (aunque algunos ya comenzaron), deben pasar por el consultorio a recibir una vacuna que impedirá que la comida les provoque indigestión.
Algunos que se adelantaron a hincarle el diente, cambiaron de expresión y sudaban nerviosos. Si se necesitaba vacuna, debía ser peligroso. Abandonando sus platos se aglomeraron para recibir del doctor Shelter Tent la vacuna, que no era más que un placebo. En eso, Juliet quitó todas las carnes de los platos sigilosamente.
Al regresar, los invitados se llevaron la mano a la cabeza angustiados. La angustia cedió paso a la ira, y buscaron debajo de las mesas y sillas el rastro de algún animal. La palabra gato y Gertrudis era lo que mejor se podía distinguir entre las quejas, las maldiciones y el alboroto de la gente.
—¡Me cago en ese maldito gato!
—¡La chuleta es sagrada! ¡La chuleta es sagrada por Dios santísimo!
—Estando muerto, ¡el maldito regresa a cobrar su venganza!
—Pero ¿Cuántas vidas hay que quitarle a ese gato para que muera?
—¡Esa Gertrudis debe ser una bruja!
—¡Deja que lo encuentre, a ese infeliz lo remato!
Tanto el doctor y la enfermera observaban todo detenidamente desde el mostrador.
—Al parecer es un crimen colectivo, doctor Shelter —le refirió Juliet.
—¿Eso le parece? Porque ya he dado con el culpable Juliet.
Ambos, con el caso resuelto entre manos, fueron a la alcaldía.
—Señor alcalde, me da gusto ver que se ha podido recuperar por completo de la operación —le dijo el doctor.
—¡Claro Shelter Tent! —le dijo hastiado el alcalde—. No todos los días te operan de un riñón por un simple dolor en la columna.
—Tranquilo, no tiene que agradecerme nada.
—Exacto doctor, no tengo que agradecerle nada. Por su culpa, ahora solo tengo un riñón.
—Una culpa de la que estoy muy orgulloso. Gracias a eso, descubrí que su esposa le era infiel.
—Déjeme pensar en cómo agradecerle por arruinar mi matrimonio —le dijo con ironía.
El doctor le miró fijamente a los ojos.
—Creo que eso ya lo había pensado alcalde.
El alcalde le dio una sonrisa de oreja a oreja.
—No sé como llega usted a sus conclusiones doctor Shelter Tent. No sé cómo pudo saber el problema del corazón de mi primo Pedroff solo con apretarle la mano, no sé cómo pudo saber que mi mujer me engañaba solo con extirparme un riñón, pero de alguna manera que desconozco siempre llega usted a la conclusión correcta.
—Bueno, no le ando más con rodeos. Usted mató a la gata de su suegra.
El alcalde apoyó los codos sobre la mesa, expandiendo más su sonrisa.
—Dígame doctor, ¿usted sangra? —inquirió levantando una ceja.
—¿A qué se refiere?
El alcalde se levantó de su silla y se quedó mirando por la ventana, dándole la espalda.
—Que si acaso siente. ¿Sabe cuánto me ha costado la muerte de esa gata? Ilústreme mi buen doctor, ¿cómo llega usted a semejante disparate?
—Estoy seguro le costó más a la gata que a usted. ¿Por qué en un lugar tan pequeño como este barrio, teniendo un animal tan fastidioso, el alcalde nunca movió un dedo? Si usted circuncida el asunto se dará cuenta que en el hígado de la situación hay una mujer. Pero no cualquier mujer, debe de ser una mujer a la que cualquier hombre temería. ¿Y a que mujer teme todo hombre? A su suegra.
—Puede que se me halla escapado mencionarle que Helena es hija de doña Gertrudis, pero tampoco es que sea para tanto, todo el mundo lo sabe.
—Cuando vi el cadáver del gato, supuse que aquel ladrón que había invadido la casa estaba poseído por una ira fuera de lo común. Pensé que podría ser cualquier hombre del pueblo, pero cuando los reuní para comer y vi sus distintas reacciones, me di cuenta que el culpable debía sentir un odio más allá, no simplemente motivado porque un animal le quitara el sueño o le robara la comida. Debía ser la acción de un hombre despechado, un hombre que recién estuviera divorciado, un político, un verdadero ladrón…
—Un hombre como yo, ¿no?
—Un hombre como usted señor alcalde. Y si sabía que podía resolver el caso, ¿por qué me lo asignó? Sabe bien que puedo reportar todo esto a las autoridades competentes y perdería su puesto.
—Pero no lo hará. ¿Se acuerda? Me debe un riñón, y se lo estaré restregando en la cara toda la vida. Usted es un pésimo médico, reconóscalo, pero instintivamente sabe encontrar respuestas a problemas ajenos a la medicina.
—¿Así que me asignó el caso porque sabía que no lo reportaría?
—No mi buen amigo Shelter Tent. Se lo asigné para probarlo, le asigné el caso para probar que lo que había visto en usted no eran simples divagaciones mías. En este pueblo, están pasando cosas muy extrañas. —Al decir estas palabras se le decayó el semblante e hizo una breve pausa.
El alcalde Patroclo volteó, y le asió fuertemente la mano al doctor.
—Necesito de su instinto para resolver algunos asuntos. Si me ayuda, no reportaré su mala práctica a la junta médica.
—Le he dicho que yo no me valgo ni de instinto ni de intuición ni de deducción. A mí son los hechos los que me hablan. Usted sabe que puede contar conmigo, siempre y cuando pueda saldar esa deuda que tengo con usted. Por cierto, ¿qué hará con doña Gertrudis?
—Le regalé otro gato. Vino a verme luego que usted reunió a todos los hombres del pueblo, hasta los mendigos. Lo tomó por un demente. Me dijo que usted desde el principio le dio mala espina y renunció a seguir buscando al culpable. Y mire, a mi no me importa su método, por mí que le hablen las piedras, yo solo necesito respuestas, y usted da con ellas a su manera.
—¿Ya escuchó Juliet? ¡Tenemos que seguir dándole vuelta a la tuerca!
—¡Hasta que se rompa el tornillo! —dijeron al unísono, tanto el doctor como la enfermera.
FIN (POR AHORA)
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