No sabía de donde venía, ni como se llamaba. Mucho menos entendía su idioma.
Ahí, sentada en la estrecha cocina, la escuchaba tararear su canto, mientras distraída observaba por la ventana.
Titubeante escuchaba, mientras saboreaba el té que acababa de revolver con una cuchara de sopa. Jamás decía palabra, salvo hola y hasta luego. Lo mismo otras, que iban y venían, a beber agua, a mirar por la ventana.
Una, sin embargo, si hablaba. Hablaba español, venía de tierra caliente. Latina pura y sufrida. Un día, en una sola frase me relató su vida. “Somos la voz del silencio” y sin apartar la mirada que sostenía perdida, limpió disimulada la lágrima que caía por su mejilla.
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