Antaño a la existencia del mismísimo universo, un sistema de estrellas ya convivía entre sí. No tenían un origen, y tampoco tuvieron un fin.

Casi todas las estrellas son resultado de otras, pero absolutamente todas vienen de las originales. Todo lo que existe — Y existió— tiene la misma materia que las estrellas de la creación. Tanto es así que incluso ellas mismas están formadas de la energía de las otras originales. Pero, sin embargo, el original no está hecho de nada más que de sigo mismo.

No se sabe que pasó cuando el universo fue creado, no se sabe por qué el orden reinante de las originales se expandió tanto, solo se sabe que tuvo que ser así, y así seguirá siendo por la eternidad.

De estas estrellas aparecieron las primeras estrellas comunes, los primeros planetas, asteroides y satélites y, de esta forma, aparecieron los primeros sistemas solares, que conformarían más tarde galaxias, infinitas de ellas.
Todos los colores también vienen de las originales, a pesar de que jamás podrías ver el color de las creadoras (escapa totalmente al entendimiento de cualquier forma de vida).

Uno de los infinitos planetas que aparecieron fue la Tierra. Un mundo lleno de vida, lleno de cambiantes climas y lleno de misterios. Algo hacía a la Tierra especial, pues las originales la dotaron de una forma de vida particular: los seres humanos.
Los humanos poblaron la tierra por millones de años, cambiando constantemente, siempre con el fin de sobrevivir.
Los humanos crearon cultivos, para comer, casas, para dormir, fábricas, para producir. Sin embargo, el más importante de sus descubrimiento fue la astronomía. Los humanos pudieron descubrir estrellas, planetas, nebulosas y prácticamente todo lo que su limitada capacidad podía ver. Desarrollaron herramientas como las matemáticas; desarrollaron ciencias esenciales para el entendimiento de su entorno, como la física y biología, Simplemente lo tenían todo.

El desarrollo de tecnología era asombroso, los humanos eran tan adaptativos que hasta creaban tecnologías de previsión a posibles peligros inciertos, por más ridículos e improbables que fueran.
La sed de conocimiento que esta especie tenía era tal que se podían encontrar miles y miles de libros que documentaban la historia. Miles y miles de libros que plasmaban todo tipo de conocimiento humano. Sin duda los humanos eran los más capaces para llegar a dominar el cosmos. Pero no fue así.

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La tierra, 13 de octubre de 2021.

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Las excavaciones en la remota zona de noreste de Sapporo, en Japón, continuaban. Recientemente se había registrado un altísimo nivel de radiación en la isla norteña, algo increíblemente inusual en zonas así.
El grupo de investigadores encargados de encontrar aquello que esté produciendo tal anomalía estaba conformado por arqueólogos, médicos, ingenieros y escuadrones especializados en evacuación y seguridad radioactiva.

La rareza de este hecho no solo era la aparición misteriosa de la radiación, sino que también se descubrió que esta era cada vez más poderosa. Con cada minuto y hora, con cada día y semana, era algo inexorable y letal. El gobierno nipón se dispuso a evacuar y fijar un perímetro en las fronteras de Sapporo con Hokkaido y Otaru.
Incluso debían turnarse cada 4 horas los equipos de investigación, pues la radiación era tan fuerte que peligraba la vida de todo aquel que estuviera expuesto más de dicho tiempo.
— ¡Jefe! — Gritaba el operador del bulldozer que removía la tierra de la pradera— ¡Encontré algo!

El señor Crawton, jefe del equipo del equipo de excavación, se apresuró rápidamente a llegar al lugar del que provenía el grito. Detrás de él iban al menos una decena de curiosos arqueólogos.
— Mire señor, en ese hueco — Señaló el operario del bulldozer.
Un pequeño orbe de luz rojo flotaba en el profundo hueco — De unos 2 metros de profundidad— y no hacía nada más que quedarse en perfecta quietud.
— ¿Qué coño es eso? — Cuestionó desconcertado el señor Crawton— Nunca en mis 20 años de experiencia había visto algo así, ¡Barkley, Thomas! ¡Rápido, vengan aquí!
El doctor Lucien Barkley era un prestigioso arqueólogo británico. El Dr. Barkley se especializaba en hallazgos radioactivos, una rara — Aunque bien pagada— especialidad.
El doctor Jammal Thomas era también un arqueólogo, pero este provenía de Sudáfrica. El Dr. Thomas se dedicaba a estudio de anomalías vivas en la tierra antigua, tales como especies de plantas prehistóricas o resto de semillas neolíticas.
Ambos científicos se acercaron corriendo al lugar, su sed de curiosidad era más rápido que su caminar.
— Por dios, qué… ¿Qué es eso? — Preguntó el Dr. Thomas, aún más desconcertado que el señor Crawton.
— ¿Será algún tipo de resto de asteroide? — Se apresuró a teorizar el Dr. Barkley.
— Bueno, para eso los llame — Dijo jocosamente Crawton— . Necesito que hagan un nuevo perímetro alrededor de esta cosa, mínimo quiero una evacuación de 500 metros a la redonda — Ordenó Crawton— . No sabemos qué tan peligroso es esto, ni siquiera sabemos qué es.
— Estoy de acuerdo, pero creo que…— De repente el orbe comenzó a brillar con una fosforescencia divina, como si de la aparición de un dios fuese. El orbe seguía brillando a medida que todos comenzaron a correr despavoridos, pues el orbe también plantó y cosecho un terror inimaginable en las mentes de los científicos.
— ¡Lucien! ¡¿Qué mierda haces?! ¡Sal de ahí! — Gritó Crawton al ver a Lucien permanecer parado al lado del orbe. A todo esto la luz ya se había atenuado lo suficiente como para poder observarla sin problemas.
A pesar de los reiterados avisos de Crawton y todo el resto científicos presentes, Lucien no se alejó del orbe, al contrario, se acercó, cada vez más y más, hasta sentir una leve brisa emanar de él.
— Esto es… Esto es… — Las palabras de Lucien fueron ahogadas por un fuerte chillido proveniente del orbe—. ¡No, no, ah! — Lucien gritó con desesperación al sentir como su cuerpo viajaba entre algo que no entendía.
Al cabo de unos minutos, Lucien podía ver con detalle todo: se estaba alejando de la tierra. Era como si su cuerpo estuviese suspendido en el espacio, y cada segundo se iba alejando más y más de la tierra, a velocidades que escapaban al conocimiento humano. Sus ojos presenciaban todo, primero la Tierra, luego el Sistema Solar, luego la Vía Láctea, y así por la increíble vastedad del universo. En un momento, todo se puso negro. No estaba en vacío cósmico, no estaba en ningún lado hasta donde él entendía. Pero sin embargo se había equivocado. De a poco comenzaron a aparecer pequeños puntos azules en el rabillo de sus ojos. Esos puntos pasaron a ser una silueta, y lo último que vio sería lo último que jamás vería. Ahí estaba Lucien, observando un enorme ojo que a la vez lo observada a él, y ese ojo pasó a ser dos ojos, y esos dos ojos pasaron a tener la compañía de una nariz, y esa nariz de una boca, y esa de boca de una cabeza, pero sin embargo la cabeza estaba sola.

Lucien también estaba solo, pero la diferencia es que no sabía dónde.

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