La venganza de Rekalde

La venganza de Rekalde

ARTURO GONZÁLEZ

20/02/2018

La conexión tangerina (enero de 2017)

Pocos días después de mi desayuno con Manolo G., me fui a Tánger a pasar un fin de semana largo y huir de paso de los últimos coletazos de las empalagosas fiestas navideñas.

Una de las visitas que hice fue al cementerio judío, donde nunca hasta entonces había estado y que se ubica fuera de la Medina, en la intersección de las calles de la Playa y de Portugal. Aunque en la puerta indicaba que abría de 10 de la mañana a 4 de la tarde excepto sábados, aparentemente estaba cerrado a cal y canto, pero un simple empujón al portón metálico bastó para desplazar el par de adoquines que lo mantenían entornado.

El cementerio era bastante grande y las lápidas aparecían colocadas sin orden ni concierto, mezclándose épocas y familias sin ningún criterio aparente. Mientras paseaba leyendo los viejos apellidos sefardíes y askenazis, junto a un grupo de palmeras, en un rincón del cementerio, me encontré una tumba reciente con una inscripción que me llamó poderosamente la atención: “AQUÍ REPOSA BAJROM KHANBÁYEV, TAMBIÉN CONOCIDO COMO LEÓN COHEN”. Y a continuación una fecha: “21 de av de 5776 — 25 de agosto de 2016”

Les pregunté por el difunto a unos hombres que arrancaban desganadamente los matojos que crecían entre las tumbas y repintaban los bordes de los estrechos senderos, y me aconsejaron que hablara con un tal Abdelkader, celador tanto del cementerio como de la sinagoga Nahon, en la cercana mellah.

No resultó nada fácil encontrar la sinagoga por entre el laberinto que formaban los callejones del barrio judío, escondido a su vez dentro del gran recinto de la medina. Abdelkader vivía en una pequeña vivienda adosada a la sinagoga, y estaba contratado por una asociación de antiguos judíos tangerinos ahora residentes en el extranjero, que le pagaban para que mantuviera en buen estado la sinagoga y el cementerio.

Sentados en el patio de la sinagoga, y mientras nos calentábamos las manos con unos vasitos de té a la menta, sostuvimos una negociación larga y agotadora; Abdelkader afirmaba tener datos muy importantes sobre el difunto señor Cohen y me pedía por ellos una cantidad de dinero descabellada, mientras que yo no estaba dispuesto a que me estafaran y quería saber qué información era esa que según él valía tanto dinero.

Al final llegamos a un acuerdo razonable: por doscientos dirhams Abdelkader me pondría en contacto con un amigo del difunto. Como ya era la hora de comer, quedamos en vernos un par de horas después en el Café de Paris, en el Boulevard Pasteur.

Cuando llegué al café, Abdelkader ya me estaba esperando. Tras un rápido saludo le pagué, y me hizo seguirlo en un largo recorrido a través de la medina. Muy arriba, cerca ya de la puerta de Bab el Assa, se paró en la entrada de un local minúsculo, lleno hasta el techo de libros viejos, en cuya entrada se sentaba un anciano vestido con una chilaba blanca, al que me presentó como Mordekai Toledano. Este Mordekai no parecía tener mucho trabajo, pero se mostró un tanto reticente a hablar de la persona cuya tumba yo había descubierto aquella mañana.

Tras hacerme un largo y disparatado interrogatorio, y después de enseñarle un ejemplar de “Los cuadernos de Rekalde” en el que se citaba a Bajrom Khanbáyev, admitió que algo sabía sobre los últimos años de León Cohen, como él le llamaba. Pero como se tenía que ir a la sinagoga para dirigir la oración de la tarde, me pidió que volviera al día siguiente, de forma que él tuviera tiempo de leer mi libro y asegurarse de mis intenciones. Por cierto, nunca me devolvió el ejemplar que le presté.

Volví entonces a la habitación que había reservado en mi hotel habitual, La Tangerina, a unos doscientos metros de la librería.

A la mañana siguiente, y después de perderme varias veces por el laberinto de la medina, me presenté de nuevo en la librería, pero esta vez sin la compañía de Abdelkader, que una vez cobrada su propina parecía deseoso de quitarse de en medio cuanto antes; en cambio Mordekai estaba mucho más relajado que la víspera.

—Bueno, veo que aunque usted no se relacionó personalmente con el señor Cohen podemos considerar que no le guía el mal en su búsqueda, sino el deseo del conocimiento. Así pues, estoy dispuesto a dedicar algún tiempo a contarle lo que yo conozco de él, que me temo que no es mucho, ni siempre bueno.

De entre las pilas de libros que cubrían el suelo, las paredes y hasta los muebles, sacó un taburete que me ofreció, y en cuanto me senté encargó dos tazas de té a la menta a un chiquillo que pasaba.

El olor dentro de la tienducha era insoportable. Una mezcla de papel viejo, humedad, sudor rancio, excrementos de ratones y orina de gato hacía la atmósfera casi irrespirable. Procuré colocar el taburete casi en la calle, para aprovechar el aire fresco que venía del mar, y me dispuse a una larga charla con Mordekai. ¡No sabía yo cómo iba a ser de larga!

Todavía estuve a punto de estropearlo todo cuando le ofrecí alguna compensación por el tiempo que me dedicara.

—Quiero entender que no es dinero lo que me ofrece, porque en ese caso tendría que pedirle que abandonase mi negocio— dijo muy ofendido –como rabino de esta comunidad mi obligación es guiar a mis hermanos y transmitirles la sabiduría de Dios. Y no puedo aceptar que nadie, y menos un gentil, un goy, me pague por estos servicios.

Me apresuré a tranquilizarlo diciéndole que lo que me movía en mi investigación no era un interés económico, y que lo que le ofrecía era una copia de los resultados de mis averiguaciones sobre el pasado de León Cohen. A partir de ese momento anduve con pies de plomo para no volver a ofender a mi picajoso interlocutor.

Resumo a continuación las muchas horas de conversación que mantuvimos a lo largo de los días siguientes, en un español trufado de arcaísmos y de palabras hebreas y árabes, que he procurado traducir. He evitado las largas digresiones religiosas, filosóficas y morales en las que con frecuencia se embarcaba Mordekai, pero he recogido toda la información relevante sobre Cohen.

Ni una sola vez nos interrumpió un cliente interesado en los libros que allí se almacenaban y supuestamente se vendían; todavía hoy me pregunto de qué vivía Mordekai; desde luego no de la compra y venta de libros. Su negocio contrastaba con las tiendas que lo rodeaban, en las que continuamente entraban turistas atraídos por las palabras en diez o doce idiomas que les dirigían sus propietarios. Claro que, según Mordekai, sus vecinos vendían objetos inútiles, desde ceniceros de cerámica hasta alfombras bereberes, mientras que él ofrecía pura sabiduría.

RESUMEN

Eliseo Rekalde, fugado de un penal de Panamá, llega a Cádiz, donde intenta rehacer su vida. Convertido contra su voluntad en confidente de la Guardia Civil, se ve obligado a infiltrarse en una banda de narcotraficantes, de cuyos sicarios acaba escapando cuando cae el primer alijo.

Instalado en Georgia, se ve envuelto en el conflicto osetio, y -siempre contra su voluntad- entra a formar parte de Spetznatz Sigma, uno de los cuerpos especiales de la extinta KGB. Cuando su mujer muere en un tiroteo, promete vengarse volando la sede central de la KGB.

Cuando lo consigue huye de nuevo, esta vez al Peloponeso, en donde cree haber encontrado por fin el reposo. Pero el azar lo pone en contacto con la mafia albanesa, y aparentemente termina muriendo en Tánger.

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