La Última Nota

La Última Nota

Harpoff

02/01/2025

En una taberna olvidada por el tiempo, donde la luz de las lámparas era más ceniza que llama, un hombre de cabellos oscuros tocaba su armónica. Su rostro era joven, pero sus ojos parecían haber vivido un siglo de inviernos. Lo llamaban Sereth, aunque su verdadero nombre, como todo en su vida, había sido abandonado hace mucho.

La música había sido su única compañera desde la niñez, una niñez marcada por la pérdida. No recordaba el rostro de su madre, salvo en los contornos borrosos de un sueño que regresaba ocasionalmente. Su padre había sido un hombre duro, un violinista fracasado que encontraba consuelo en el alcohol más barato. Y Sereth, a falta de amor, había encontrado refugio en la armónica que su padre había despreciado.

La taberna estaba llena esa noche. Mercenarios, comerciantes, mendigos, todos buscando algo: olvido, redención, o quizás solo un buen vaso de hidromiel. Pero nadie prestaba atención a Sereth. Tocaba para sí mismo, para llenar el vacío que había crecido dentro de él. 

La armónica emitía un sonido triste, un lamento que parecía rasgar el aire. Fue entonces cuando alguien al fondo de la sala levantó la voz.

—Tienes talento, chico, pero no alma. —Era un hombre mayor, vestido con un abrigo negro que reflejaba poco más que el polvo del camino.

Sereth detuvo su melodía. Nunca antes alguien había dicho algo así. Por lo general, lo elogiaban o lo ignoraban, pero este extraño lo había señalado con una precisión que dolía.

—¿Qué sabes tú de mi alma? —respondió, con un tono más desafiante de lo que pretendía.

El hombre sonrió.

—Nada. Pero lo que tocas… suena vacío. Como si estuvieras buscando algo que no encuentras.

Aquella frase lo dejó mudo. Porque era cierta. Porque había pasado toda su vida buscando algo: una verdad, un propósito, una respuesta al dolor inexplicable que lo acompañaba desde niño.

El extraño se presentó como Bahold, un antiguo músico que había viajado por medio mundo antes de desaparecer de los escenarios. Había sido un nombre célebre en otro tiempo, un prodigio capaz de llenar teatros y arrancar lágrimas de nobles y campesinos por igual. Ahora, era solo un viajero más, alguien cuya fama se había marchitado como una flor olvidada en invierno.

—Si buscas llenar ese vacío, tendrás que aprender más que música. Tendrás que aprender a escuchar.

—¿Escuchar qué? —preguntó Sereth, genuinamente confundido.

—A la vida misma. A las grietas entre las palabras, a los silencios entre las notas.

Esa noche, Bahold le contó historias. Habló de cómo la música no era solo un arte, sino un espejo del alma humana. Le habló de un conjunto de notas que, según las leyendas, podía revelar la  última verdad de la existencia. Algunos decían que esa música podía sanar cualquier herida, física o espiritual. Otros aseguraban que traía consigo una maldición: quienes la escuchaban jamás volvían a ser los mismos.

Sereth, escéptico pero intrigado, rió.

—Eso suena como un cuento de taberna.

—¿Y acaso no son los cuentos lo único que nos mantiene vivos? —respondió Bahold, con una seriedad que apagó cualquier rastro de burla.

Durante semanas, Sereth viajó con Bahold, aprendiendo más de música y de la vida de lo que había aprendido en toda su existencia. Le enseñó a tocar no solo con las manos, sino con el corazón. “La música es sufrimiento convertido en belleza”, le decía. Y Sereth lo entendió, poco a poco, a través de noches interminables de práctica y conversación.

Fue en uno de esos viajes que llegaron a un pueblo rodeado de montañas. Allí, en una pequeña cabaña, Bahold le mostró algo que cambiaría su vida: un manuscrito viejo, escrito en una lengua que Sereth no reconocía.

—Esto contiene las notas perdidas —dijo, su voz temblando entre emoción y miedo—. Pero no es solo música. Es un mapa hacia lo más oscuro de tu alma.

—¿Y por qué me lo muestras a mí?

—Porque tú tienes las manos para tocarlo y el vacío para comprenderlo.

Sereth dudó, pero no podía resistirse. Algo en esas notas, en la idea de un conocimiento tan absoluto y peligroso, lo llamaba como una flama llama a una polilla.

La primera vez que intentó tocar las notas, sintió un dolor agudo en el pecho, como si las notas mismas lo rechazaran. Bahold lo observaba desde la sombra, sus ojos estaban llenos de una mezcla de esperanza y temor.

—¿Qué es esto? —preguntó Sereth, con la respiración entrecortada.

—Es la verdad. Y la verdad no es algo que puedas poseer sin pagar un precio.

Durante días, practicó en soledad, cada nota acercándolo más al borde de lo que podía soportar. Sentía que la música lo desgarraba desde dentro, exponiendo sus recuerdos más oscuros, sus miedos más profundos. Pero también le mostraba algo más: una chispa de belleza, un atisbo de un propósito que nunca antes había sentido.

Finalmente, en una noche de luna llena, lo logró. Las notas resonaron en la pequeña cabaña, llenando el aire con una música que parecía venir de otro mundo. Bahold cayó de rodillas, las lágrimas corrían por su rostro.

—Lo has hecho… —susurró.

Pero Sereth no respondió. Estaba perdido en la música, en el abismo que se había abierto dentro de él. Porque lo que había encontrado no era solo belleza, sino la cruda verdad de su existencia: que el vacío que siempre había sentido no podía ser llenado por nada externo. La música no lo salvaría; solo lo enfrentaría a sí mismo.

Cuando el acorde final se desvaneció, Sereth se quedó inmóvil, como si el aire mismo lo hubiese abandonado. La cabaña estaba en silencio absoluto, pero no era el tipo de silencio que reconforta, sino uno que pesa, como si el mundo entero contuviera el aliento.  

Bahold seguía arrodillado, temblando, y al ver el rostro de Sereth, comprendió que algo había cambiado.  

—¿Qué has visto? —preguntó con voz ronca.  

Sereth levantó la mirada lentamente, sus ojos estaban apagados, como si toda la luz que alguna vez contuvieron hubiese sido extinguida.  

—He visto lo que siempre supe, pero nunca quise aceptar. —Su voz era baja, casi un susurro—. Que el vacío no tiene fin. Que perseguimos verdades, belleza, amor… pero en el fondo, todo es efímero. Y sin embargo, no podemos dejar de buscar.  

Bahold asintió, aunque una sombra de tristeza cruzó su rostro.  

—Eso es lo que significa ser humano. Saber que nunca llenaremos el vacío, pero seguir intentándolo. Porque, aunque la belleza sea fugaz, en esos momentos de creación y conexión, encontramos la única verdad que importa.  

Pero Sereth no parecía convencido. Durante días, no habló ni tocó su armónica. La música, que siempre había sido su refugio, ahora le parecía hueca. Bahold lo observaba desde la distancia, sabiendo que no podía hacer nada más por él.  

Finalmente, una noche, tomó su armónica y salió de la cabaña. Bahold intentó detenerlo.  

—¿Adónde vas?  

Sereth lo miró por última vez, y en su rostro había una mezcla de resignación y determinación.  

—A buscar mi propia nota. Lo que toqué aquí no era mío. Era una verdad que nunca podría pertenecerme del todo. Pero hay algo más, algo que debo encontrar por mí mismo.  

No intentó detenerlo de nuevo. Sabía que cualquier palabra sería inútil.  

Recorrió caminos desolados, tocando en tabernas y plazas, pero nunca las mismas notas. Buscaba algo, aunque no sabía qué. En cada lugar que visitaba, dejaba una impresión en quienes lo escuchaban. Su música no era hermosa en el sentido convencional; era cruda, dolorosa, pero profundamente humana.  

Una noche, en una aldea junto a un río, un niño se acercó después de su actuación.  

—¿Por qué tocas canciones tan tristes? —preguntó, con la inocencia que solo un niño puede tener.  

Sereth sonrió por primera vez en semanas.  

—Porque en la tristeza también hay belleza. Y porque, a veces, es lo único que nos queda.  

El niño lo miró, confundido, pero no dijo nada más. Sereth tocó una última canción para la aldea esa noche, una melodía que combinaba todas las notas que había aprendido de Bahold y las que había descubierto en su propio camino.  

Cuando terminó, hubo silencio, pero no el tipo de silencio opresivo que había sentido en la cabaña. Este era diferente, lleno de algo que no podía nombrar.  

Por primera vez, sintió que el vacío dentro de él no desaparecía, pero tampoco lo consumía. Había aprendido a vivir con él, a convertirlo en música, en historias, en momentos vividos.  

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Años más tarde, en otra taberna perdida en el tiempo, un joven músico escuchó hablar de Sereth, el trovador que había cruzado medio mundo dejando una huella imborrable. Decían que había tocado una última canción antes de desaparecer para siempre, una canción que nadie podía recordar con claridad, pero que había cambiado a todos los que la escucharon.  

El joven, inspirado, decidió buscar sus propios acordes, sus propias verdades. Y así, la música de Sereth vivió, no en las notas que tocó, sino en el impulso que dejó en quienes lo escucharon. Porque, al final, la verdad más simple era también la más poderosa: el sentido de la vida no estaba en llenar el vacío, sino en cómo elegíamos vivir con él.  

 

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