La última noche que te ame

Después de once años,

esa fue la última vez que te amé.

Estábamos frente a frente, 

tu rostro recortado por la poca luz 

que se deslizaba a través de la ventana.

Estabas listo para ser amado,

o al menos, para que creyera que lo estabas. 

Las confesiones antes de dormir

siempre fueron algo sagrado.

No recordaba la profundidad 

a la que podíamos llegar,

como si el insomnio nos quitara las máscaras 

y nos enfrentara a la verdad desnuda.

Mi cuerpo me hablaba,

susurraba un lenguaje antiguo y olvidado;

me decía que era el momento de dejarte ir.

Quizás la que recorría esas calles oscuras era yo,

perdida en el eco de mis propios pasos en la noche. 

Aquella última noche,

después de salvarte una vez más, 

me preguntaste si algún día te abandonaría.

¿Era ese el miedo que te acechaba en tus pesadillas?

Te abrace con más fuerza,

como quien intenta contener el agua entre los dedos, 

 para decirte que estabas a salvo,

y con un beso, te dí paz.

Pero al amanecer, 

tus ojos se volvieron oscuros, 

llenos de una verdad que no quería ver.

En mi corazón aún resuena el eco de ese grito desgarrador,

el de esa pesadilla en la que te perdía entre la multitud.

Pude oír el sonido quebradizo 

de algo que se secaba, que moría. 

Pero al mismo tiempo, 

mis alas emergían de la jaula de ilusiones 

que hasta entonces habían encantado mi realidad.

Mis ojos se llenaron de claridad, 

pero el dolor sigue habitando cada veintitrés.

No distingo entre lo real 

y el espejismo que tejimos con mentiras piadosas. 

Todo es confusión; 

una neblina densa me persigue en los sueños, 

intentando atraparme en su telaraña.

El telón cayó, 

pero aún en la oscuridad

veo miradas riéndose de mí. 

A mi alrededor persisten murmullos, 

entre paredes que resguardan verdades 

que nunca pude descifrar. 

La última vez que te amé, 

te mire a los ojos 

y me traicionaste.

 

Esa última vez, 

la venda cayó y el espectáculo terminó.

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