La ultima cena del genearca.

Eran tan solo las doce cuando las campanas de aquella vieja iglesia volvieron a sonar, eran campanazos tan profundos y suaves que todo el pueblo se detuvo a escuchar. Como era de esperar deduje que era por mi, quizás ya saben lo que hice, pensé en decir la verdad pero no pude, y de la misma forma debo confesar que todo el peso que desde aquel día que cargué ese viejo y escuálido cuerpo simplemente desapareció. Y justo en es momento comprendí que el acto de amar no es correcto por simplemente hecho de amar sino mas bien por la trascendencia de ese profundo y casi inexistente sentimiento. Cada mañana, cada segundo, cada respiro, es insignificante. O eso pensaba, ese día me levante mas temprano de lo normal, tome los mismo calzoncillos que use el día anterior, corriendo llegue a la puerta y me puse las sandalias viejas que un día mi abuela me regala por mi vigésimo cumpleaños. Pero en ese instante recordé lo que iba a suceder. A 5 pasos de la puerta de salida de mi casa, me devolví abrí la vieja puerta y corrí al patio de esa inmensa y polvorienta casa. Tome mi balde, la esponja y lo poco que aun quedaba del jabón de cebo que compre en aquel puesto del moribundo del pueblo. Con la misma fuerza que domo a los caballos jóvenes del corral del difunto hacendado, corrí al ojo de agua que baña las haciendas del sr morales y su hermano. En el mismo árbol de cada día colgué el agujerado calzoncillo y en un costado del tronco deje las sandalias que por un milagro divino aun existen. Esa mañana el agua estaba más fría delo normal, y aprovechando lo poco de obscuridad que aun era mía, sumergí mi torso y poco a poco mis rostro, con la esponja en una mano y el jabón en otro restregó cada milímetro de piel, lo hacía con tanta fuerza que llegue a pensar que deseaba quedarme sin esta, en ese momento por mi cabeza se atravesó cada situación real e irreal que viví cuando aun «era real, era yo» cuando sentía amor y mi estomago se retorcía como sapos en pantanal. Eso quería sentir, solo eso…