LA TERCERA VEZ QUE MORÍ

LA TERCERA VEZ QUE MORÍ

José A

30/05/2025

LA TERCERA VEZ QUE MORÍ

 Cuando me encuentro profundamente dormido, en fase REM, un fuerte y agudo dolor en el cerebro me despierta. Es como si alguien me hubiera pinchado con una aguja. Nunca antes había sentido algo igual. Si bien es cierto que en ocasiones he padecido de migraña, esto es algo muy diferente, más agudo, más localizado, más fuerte. Siento cómo la sangre empieza a fluir por mi nariz. Sé que es sangre por su consistencia viscosa, caliente y fétida. Trato de levantarme de la cama de forma apresurada, para no manchar la almohada ni las sábanas, y termino en el suelo, golpeándome con fuerza la cabeza. Percibo, por un instante, un agudo dolor en el dedo meñique de mi pie izquierdo, pero no le doy mayor importancia. Quiero incorporarme, pero mis piernas no responden, no me soportan. Quedo, entonces, tendido en el suelo, sin poderme mover. Miro el reloj, que se encuentra colgado en una de las paredes de mi recámara, y alcanzo a distinguir, aunque de forma muy borrosa, que indica las 3:15. Cierro los ojos y, abatido, simplemente me dejo ir. No recuerdo nada más.

Me encuentro, entonces, en lo que parece ser un profundo sueño, aunque para mí se presenta muy real. En él veo a mi padre quien me pide que lo acompañe a un viaje. Los dos solos, él y yo. Abordamos su camioneta Valiant, azul cielo, y nos encaminamos por una carretera solitaria y eterna. No sé hacia dónde nos dirigimos, y temo preguntarle. En el camino me va platicando de su niñez. De lo duro que fue para él vivir con un padre borracho y jugador, dueño de una cantina en Jerez, Zacatecas. De lo duro que fue para su madre vivir a su lado, y de porqué tomó él la decisión de salirse de su casa con tan solo 17 años y habiendo cursado hasta cuarto año de primaria. No sé porqué me cuenta todo esto, pues nunca le gustó hablar de su pasado. Ahora que ya no está a mi lado, hay tantas cosas que quisiera preguntarle, como porqué, mis tíos, de pequeño me regalaron un reloj muy extraño: tan solo contenía 48 minutos. Debido a esto, nunca entendí para qué hacían falta 60 minutos para formar una hora, si a mí me bastaba con 48.

El Fuerte dolor de cabeza me hace volver a la realidad. Veo, una vez más el reloj y, aunque parece haber transcurrido una eternidad, solo han pasado unos cuantos minutos. Cierro los ojos y vuelvo a caer en los brazos de Morfeo.

Esta vez aparece, de nueva cuenta, mi padre. En esta ocasión estamos dentro de un templo, arrodillados en la primera fila, frente a una imagen de San Judas Tadeo, su santo predilecto. Ahora me habla de cómo conoció a mi mamá y de cómo la conquistó. Siempre me había yo preguntado cómo, viniendo de familias de niveles sociales y económicos tan diferentes, habían logrado casarse y formar una familia tan bonita.

Con mucho trabajo logro abrir los ojos y veo, en el reloj de la pared, que ya solo faltan 10 minutos para las 5. Mi hijo acostumbra despertarse a las 6. Aún falta poco más de una hora. Cierro los ojos y un nuevo sueño me atrapa. Otra vez estoy con mi padre. Ahora nos encontramos en casa. Me dice que sabe que nunca fue buen padre conmigo, pero que solo Dios puede juzgarlo. Que no le corresponde a un hijo juzgar a su padre, pues fue el elegido de Dios para velar por él en este mundo, y que espera que ahora que soy padre, logre entenderlo mejor, No sé porqué ahora, que ya no está en este mundo, me dice esto. Hubiera preferido escucharlo en vida.

Cuando logro abrir los ojos otra vez, veo a mis padres parados a un lado de la cama. No me explico cómo logré subirme y acostarme un ella. ¿Cómo lo hice? ¿Alguien me ayudó? Mi mamá se encuentra parada a la derecha de mi padre, como siempre lo hacía mientras vivían. Hace ya más de dos décadas que, con diferencia de escasos dos años, terminaron su misión en esta vida. Ambos extienden sus brazos hacia mí, como invitándome a irme con ellos. En ese momento no siento miedo. Una tranquilidad inunda mi ser. Sonrío y quiero unirme a ellos, pero hay algo que me detiene y no me permite hacerlo. Entonces recuerdo que, en el cuarto junto al mío, duerme mi hijo José Ángel, quien tiene Síndrome de Down. Ambos nos encontramos solos en la casa. Me cuesta mucho trabajo pensar, fijar ideas, razonar, pero algo me dice que no puedo partir así, dejándolo solo. Él me necesita ahora más que nunca. Un pensamiento revolotea mi cabeza, me dice que aún no ha llegado mi hora. Entonces recuerdo que mi esposa no se encuentra en casa. Solo estamos mi hijo y yo. Ella viajó por unos días al país del norte, a acompañar a nuestra hija mayor que está a punto de dar a luz. Será nuestra primera nieta, y ella debía estar ahí. Trato de pararme a ver si mi hijo está bien y no logro hacerlo. No tengo fuerzas, me encuentro inmóvil por completo. Solo siento cómo un par de lágrimas resbalan por mi mejilla. Veo, de reojo, la imagen de la Virgen de Guadalupe colgada en la pared frente a mi cama, y el crucifijo que se encuentra en mi cabecera y, lo único que se me ocurre y que soy capaz de hacer en ese momento es rezar, pero no logro recordar ninguna oración. “Señor, Padre mío”, pienso, pues no puedo balbucear una sola palabra. “Tú sabes que nunca he temido a la muerte; tengo la conciencia tranquila y estoy listo para cuando me llames a tu lado, pero Señor, por favor, no me lleves ahora”. ¿Qué será de mi hijo sin mí en estos momentos?¿Cuánto tiempo pasará antes de que alguien note mi partida? ¿Uno o dos días? Quizás más. Y mientras tanto ¿Quién besará su frente como lo hago yo todas las mañanas? ¿Quién lo abrazará y le preguntará cómo amaneció? ¿Quién lo llevará al baño, le cambiará su pañal y le dirá “Te Amo”? ¿A quién le dirá: “buenos días, papito, te Amo y yo estoy bien”? ¿A quién abrazaré y me inyectará de energía para afrontar un día más? ¿Quién lo bañará y vestirá? ¿Quien lo llevará a la planta baja y le preparará su desayuno? Por favor, Señor no ahora, no hoy, no en este momento. Espera a que regrese mi esposa para que atienda a nuestro Angelito. Por favor, te lo suplico. Caigo, entonces, en un nuevo sueño profundo.

Pienso, una vez más, en mi hijo, y lo que sería de él si algo me pasara ahora a mí. Vienen a mi mente recuerdos de su infancia. De tantas noches de hospital esperando que amaneciera y el sol nos trajera un nuevo día, con nuevos sueños y esperanzas. Tantos hospitales visitados; tantas medicinas, estudios clínicos y médicos incapaces y voraces, que sólo veían en nuestro pequeño alguien con quien lucrar, experimentando curas extraordinarias e implorando milagros, cuando la Fe era lo que más faltaba. Cuántas lágrimas derramadas al ver sufrir a nuestro inocente pequeño, que la única culpa que tenía era haber llegado a este mundo con serios y diversos problemas genéticos y físicos. En esos momentos no había Fe suficiente para aceptar estos “Designios Divinos”, y Dios se presentaba como un ser cruel e inmisericorde. Cada día, representaba un pequeño triunfo; una batalla ganada, aún sabiendo que terminaríamos perdiendo la guerra. Sin embargo, todo eso habïa quedado atrás y, contra todo pronóstico médico, nuestro hijo acababa de cumplir 33 años, con una calidad de vida nunca soñada para un ser con sus limitaciones. Después de todo, Dios se había reivindicado con nosotros. Cierro, una vez más mis ojos y me pierdo en la inmensidad del universo, del todo y de la nada.

Esta vez me viene a la memoria la primera vez que morí. Sucedió en el Nevado de Toluca. Iba yo solo, y al llegar al albergue, no me quisieron recibir, pues se pronosticaba una fuerte nevada, por lo que estaba prohibido subir a la cima. En aquel entonces yo tenía solo 20 años, era muy rebelde, estaba lleno de energía y amaba la adrenalina; la necesitaba para vivir, por lo que esquivé a los guardias e inicié el ascenso. Cuando llevaba solo una hora de camino, empezó a nevar muy fuerte, como nunca antes lo había visto. Continué caminando y, al poco rato, la nieve ya me llegaba a la cintura, lo que hacía imposible que continuara. Decidí, entonces, acampar en ese lugar. Saqué, de mi mochila, mi tienda de campaña, la armé lo mejor que pude y, dentro de mí bolsa de dormir, empecé a rezar, mientras veía a la tienda quedando sepultada por la nieve. Lo último que recuerdo de ese día fue que, resignado a mi suerte, cerré los ojos abandonándome a mi destino. De lo que pasó después no queda ningún registro en mi mente.

Escucho un “Buenos días, papito, ya desperté “. La tierna vocecita de mi hijo me devuelve el alma al cuerpo. “Allá voy, hijo,” le respondo. No me he movido y no sé si pueda hacerlo. Tomo fuerzas y, con mucho trabajo, logro sentarme en la cama. Todo me da vueltas. Respiro hondo y trato de incorporarme, pero es inútil, no logro hacerlo. Lo intento, una vez más, y caigo nuevamente en la cama. Después de varios intentos y, con mucho trabajo, puedo levantarme, me aviento sobre la pared y me aferro a ella para no caerme. Mis piernas tiemblan y todo me da vueltas. Los oídos me zumban como panal de abejas y no tengo equilibrio. Con mucha paciencia, mucho esfuerzo y, apoyándome en la pared, logro dar un pequeño paso. Respiro profundo y muevo mi otro pie. Alcanzo, por fin, el marco de la puerta, lo cual representa un logro inmenso dada mi precaria situación. Coloco un brazo en cada lado del marco de la puerta. Seco, en mi hombro, las lágrimas que escurren por mis mejillas. No quiero que mi hijo me vea así, que note mi sufrimiento. Le digo “Hola, mi pequeño, buenos días; ya estoy aquí contigo “.

Recuerdo, ahora, la segunda vez que morí. Fue en Puerto Ángel, una playa en el estado de Oaxaca. Me encontraba con un par de amigos. En aquel entonces yo tenía 22 años, y toda la energía característica de cualquier joven de esa edad. Nos encontrábamos en la playa, mirando la inmensidad del oceano. Uno de mis amigos divisó una boya a unos 100 metros mar adentro. Entonces nos retó a ver quién lograba llegar a ella primero. Si bien yo sabía cómo mantenerme a flote, distaba mucho de ser un buen nadador. Como era de esperarse, fui el último en llegar y me encontraba exhausto, y ahora había que iniciar el regreso. Mis amigos se lanzaron a nadar, por lo que yo no tuve más opción que hacer lo mismo. Empecé a nadar y, cuando faltaba aún la mitad del trayecto para llegar a la playa, un calambre en mi pierna me hizo detenerme, paralizando todo mi cuerpo. Resignado a mi suerte, lo único que recuerdo de esa aventura, fue que cerré los ojos y me rendí. Lo que sucedió después, hasta la fecha no tiene ninguna explicación para mí: desperté sobre la arena de la playa, recostado boca arriba. Pregunté a mis amigos cómo había llegado ahí y quién me había rescatado, pero ninguno de ellos supo decirme qué fue lo que pasó.

Después de varios intentos y, con mucho trabajo, logro alcanzar la cama de mi hijo. Me siento junto a él y lo abrazo. “Te amo, hijo”, le digo. “Te amo, papito”, me dice. Permanecemos así varios minutos, sin decir nada, fundiéndonos en un solo espíritu.

Aún no sé cómo pude sobrevivir una semana antes de que mi esposa regresara. Me llevó a ver un neurólogo y, después de tomarme una resonancia magnética y una radiografía de mi pie izquierdo, nuestras sospechas se confirmaron: me había dado un infarto al lóbulo derecho del tálamo y, con la caída, el dedo meñique del pie izquierdo se me fracturó. En la actualidad me encuentro recuperándome, con las secuelas en la movilidad y memoria del lado izquierdo de mi cuerpo que dejó este lamentable evento.

A pesar de esto, aquí estoy con mucho ánimo cuidando de mi hijo, agradeciendo a Dios por haber sobrevivido a lo que considero fue “La tercera vez que morí”.

FIN

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