La Taza Rota de Claire Preston

La Taza Rota de Claire Preston

Paola Solorzano

24/07/2025

Fui a ver el departamento de Lakeshore Boulevard nomás por no dejar.

Estaba por encima de mi rango de precio y yo sabía que las morras como yo no pueden aspirar a ser señora bien que vive a la orilla de un lago, así sin más trámite.

Una es el tipo de morra que, aunque fue a la ilustre Escuela de Chefs de Toronto, en el fondo es cocinera mercenaria de cocina clandestina.

Una es de barrios que huelen a kimchi y curry, a ajos asados, a sobacos multiculturales y a orines en las banquetas.

Barrios que suenan a sirenas en las madrugadas.

Barrios de inmigrantes, pues.

Pero Elisa, la real estate, insistió en mostrármelo.

Con la brisa fría del lago en la cara, escuchando los pajaritos haciendo desmadre en la copa de los árboles, estacioné mi camioneta bajo un maple y pensé: morra, no mames. Este barrio no es para ti.

Aquí todo está luminoso y bonito.

Hasta unos mendigos cisnes alcancé a ver no muy lejos.

Elisa me abrió la puerta.

Siempre impecable, con blazers a la medida, jeans de marca y tacones.

La inquilina actual estaba trabajando, así que pude mirar el departamento a mis anchas.

Se llamaba Claire Preston, ahí decía clarito en los sobres sin abrir del vestíbulo.

Di dos pasos más al mundo bonito de Claire Preston, que no puede ser de otra forma para quien vive en un barrio de prados verdes y cielos azules, en un departamento donde entra la luz de esta manera.

Y encima te llamas Claire Preston, pinche vieja.

Tú sí naciste aquí, ¿verdad, Claire Preston? A ti no se te queda la gente pendeja cuando dices tu nombre.

No había nada extraordinario en la sala ni en el comedor.

Un sofá verde que había visto mejores días, una mesa de centro genérica, de esas de IKEA que uno arma mentando madres y prometiéndose no volver a comprar ahí.

Y sobre la mesa, un jarrón con tulipanes frescos.

Pinche Claire, ¿quién tiene tulipanes frescos en un miércoles cualquiera?

Me asomé al dormitorio.

Me contuve de reír al ver más muebles genéricos de la misma tienda.

Pero eso sí, había elegido un edredón lindo, a juego con los tulipanes.

Las paredes estaban cubiertas de fotos enmarcadas de sus años aquí y allá.

Husmeé sin delicadeza en su vida y un poco de amargura se me acumuló en la quijada y me borró la
sonrisa.

Ahí estaba Claire Preston en el lago, en una canoa, riéndose con sus amigas de toda la vida.

Fotos y más fotos testimonio de una vida que siempre estuvo aquí.

—Mis amigas de toda la vida, Claire Preston —le dije a su foto—, están en México. Y las fotos testimonio
de esa vida están guardadas en un baúl.

Me di la vuelta y salí de su habitación, un poco ofendida por su descaro al exhibir su mundo bonito,
como si tuviera que mirarlo todas las noches para regodearse.

Elisa me llamó a la cocina, que ya ni me interesaba ver. Yo ya quería largarme del mundo bonito de Claire
Preston y regresar al mío: sotanitos oscuros y jodidos, y plantas que se mueren por falta de luz.

—Tienes que ver esto —insistió Elisa.

—A ver pues, ¿qué?

Claire Preston tenía su colección de cuchillos Victorinox de mango pequeño, bien formaditos en la barra magnética de la pared.

Elisa me abrió la puerta del fondo y me hizo una seña.

¡No pinches mames! La puta que te re-parió, pinche Claire Preston.

Claire tenía el lujo imposible de desayunar en el balcón, en cueros si le daba la gana, porque un frondoso
maple la protegía de miradas indiscretas.

Estoy segura de que había desayunado ahí esa mañana.

Quise morderme una chichi del puro despecho, nomás para ahogar el llanto que se me acumuló en la
garganta.

Sobre la mesa de jardín que venía en la portada del catálogo de verano, Claire Preston dejó su taza con el
logo de la Escuela de Chefs de Toronto.

Idéntica a la mía.

De ese lote defectuoso, porque la mía también tenía el asa rota.

Me la eché a la bolsa y me prometí que, aunque tuviera que pasar hambres, me iba a quedar con el
departamento de Claire Preston.

Y mi taza también tendría un mundo bonito en el cual habitar.

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