La Rosa y El Cuervo

La Rosa y El Cuervo

Cuervo Báez

20/02/2022

Hace mucho tiempo, en un lugar perdido por la memoria, nació una rosa. Abrió sus pétalos al aire buscando el sol, pero solo encontró un cielo gris que se extendía hasta el horizonte, y un yermo paraje donde el único testigo de aquel milagro era un viejo árbol, muerto, desde años atrás. La Rosa se encogió un poco por el frío que recorría la planicie, pero decidida a lucir su belleza, enderezó su frágil tallo, y respiró profundamente el aire que olía a muerte.

Por aquel lugar, pasaba un cuervo. Vagaba sin un rumbo fijo, pero siempre en línea recta, esperando encontrar comida o algo que aliviara su tedio, fue entonces que un rojo intenso captó la atención del lúgubre visitante en medio del paisaje seco. Se posó un instante en la rama del árbol muerto y miró unos minutos antes de acercarse. No recordaba haber visto algo tan hermoso en toda su vida, y simplemente no sabía cómo reaccionar. ¿Debía expresarlo? ¿Debía fingir como otras tantas emociones que se guardaba para él mismo? La Rosa, por su parte, giró su espalda hacia el árbol, consciente de que el ave se había posado para mirarla. Fingió entonces que hacía algo importante y levantó la mirada con elegancia, mientras sentía la vista del cuervo que torpemente se ocultaba entre las ramas.

Por fin, el visitante saltó de su escondite y se posó junto a la hermosa flor, que aún se encontraba sumergida en su acto de ocupaciones imaginarias, y fingió un pequeño sobresalto cuando lo encontró frente a ella… era imponente, pero para ella, un ave corriente y fea.

-¿Qué eres?- dijo el cuervo con voz apenas entendible – Eres muy bonita.

– Claro que lo soy – respondió la flor con tono altanero – soy una Rosa, somos la viva imagen del amor. Si alguien quiere embellecer su jardín, nos planta en él. Si una mujer quiere ser bella, nos coloca en su pelo o borda nuestra imagen en su vestido. No hay nada más hermoso que una Rosa, pero este lugar es muy polvoriento, y debo estar presentable para cuando vengan por mí. ¿Podrías hacer algo y traerme un poco de agua?- finalizó la flor con un ligero tono mandón, que al cuervo le pareció tierno.

Sin haber podido decir nada más, el ave negra levantó el vuelo y se perdió en la lejanía. Algunos minutos después, apareció cargando una hoja que contenía una pequeña cantidad de agua y, tan suavemente como pudo, la vació sobre los delicados pétalos carmesí.

-Tibia, pero agua al fin- se limitó a decir la Rosa

Y el cuervo, se quedó. Al principio se dijo que solo serían unos días, luego semanas… y luego un mes o dos.

Cada que cumplía un capricho de la Rosa, en su mente, estaba más cerca de ella, aunque en la realidad, la actitud de la flor no hubiera cambiado ni un poco. Se esforzaba cuanto podía por conseguir todo… un poco de sombra, tierra fresca, algo que la protegiera de los fuertes vientos. A la par de sus tareas, buscaba en su mente las palabras correctas para decirle todo eso que lo hacía sentir. Ese pequeño fuego que ardía en su pecho cada vez que rozaba alguna de sus plumas con sus hojas, sus pétalos, e incluso con sus espinas.

Un día por la mañana, mientras buscaba algo de agua para su amada, el cuervo encontró una piedrita roja brillante. Le pareció un regalo perfecto para aquella flor, y un motivo para empezar a decir lo que sentía, así que la tomó entre sus patas y voló junto al árbol muerto, que ya veía como su hogar.

Bajó despacio, sintiendo el corazón en la garganta, pero aún indeciso sobre lo que quería decir. Dejó caer el agua sobre la rosa y disfrutó de ver el agua deslizarse entre sus hojas. El ver la luz de aquel grisáceo paraje pasar por las pequeñas gotas que recorrían a la rosa lo hizo tomar valor. Aprovechó que la flor le daba la espalda para tomar la piedrita brillante con el pico, y justo cuando quería entregarla, la voz de la rosa sonó entre sollozos:

-¿Porqué? ¿Por qué nadie viene a buscarme? Estoy harta de estar en este horrible lugar, cada día que pasa me veo peor. Creo que preferiría ser aplastada a pasar un día más en este sitio, y mis estúpidas raíces no me dejan correr.

Miró entonces sobre el hombro al cuervo que se había quedado inmóvil, sosteniendo la piedra en el pico. – Déjame sola, por favor. – Le ordenó sin ocultar su desesperación.

El ave se quedó unos segundos más sin saber que hacer, pero finalmente abrió las alas y subió al árbol. Aquella noche sintió que algo se quebró, pero no supo bien lo que fue.

A la mañana siguiente, ni siquiera bajó a ver a la rosa. Escondió la piedra en el árbol, y levantó el vuelo para continuar con su viaje en línea recta… su viaje pospuesto desde hacía mucho tiempo.

De nuevo, los días se hicieron semanas, y luego meses. El vuelo del cuervo iba siempre hacia adelante, pero a veces le daba por pensar en la rosa, y poco a poco sus alas se torcían hacia un costado sin que él lo notara. Así, una tarde y para sorpresa del ave de negro, un árbol muy familiar apareció a lo lejos.

Mientras más se acercaba, más claro lo veía. Era el árbol muerto… y debajo, seguramente estaría ella. Empezó a pensar en todas las excusas que pondría por su ausencia, y pensó que tal vez podría ayudarla de nuevo. Tal vez la puedo poner bonita y luego llevarla conmigo a un jardín, o algún sitio a donde se sienta feliz. Por un instante imaginó a la rosa sonriendo, y su corazón se iluminó de nuevo. ¡Eso era! Su felicidad, tal vez eso era todo lo que necesitaba para estar contento.

Tenía un torrente de ideas atravesando su mente cuando aterrizó, que ni siquiera había puesto atención. Giró un poco sobre el polvo de la tierra seca buscando la visión de su hermosa flor, pero entonces, enfocó algo: En el piso, bajo algunas capas de tierra, una rosa muerta y sin color esperaba inmóvil.

El cuervo se acercó despacio. No podía ser cierto ¡Aquella no era su rosa, aquel no era el árbol! Subió enseguida y buscó entre la corteza. Una piedrita roja brillante calló al suelo.

Sin nada más que hacer, volvió junto a la rosa y la miró fijamente. Una última idea brotó de repente. Tan suave como pudo, abrió una pequeña herida en su pecho, y dejó salir algo de sangre. Arrancó una de sus plumas para usar como delicado pincel, y poco a poco devolvió el color a los pétalos de su amada.

El improvisado artista perdió por completo la noción del tiempo, pero no se detuvo hasta que cada rincón de la flor había quedado de un perfecto rojo brillante. La miró una última vez, y le pareció aún más hermosa que la primera vez que la vio desde el aire. Se sentía mareado y sin fuerza, pero con un pequeño esfuerzo, tomó la piedra brillante y coronó su creación. Ahora si podía dormir un poco, sabiendo que tal vez, alguien encontraría a la rosa, y se la llevaría para adornar el más hermoso de los jardines, o a la más bella de las mujeres. Cerró los ojos. Y suspiró.

La niña rubia y de ojos azules pasó corriendo por ahí, cuando algo llamó su atención – ¡Un Rubí! ¡Encontré un Rubí!- gritó emocionada. – Pero que asco, está pegado a una flor fea y un pájaro muerto. Tomó la piedrita con cuidado y pateó los restos de la escena para olvidar que los había visto, y así, se fue sonriendo.

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