La puerta blanca.

La puerta blanca.

Eliana Gomez

19/09/2018

La puerta blanca estaba abierta a su espalda y ella miraba adelante. Había decidido quedarse, hace años, hace muchos años, como esas promesas que uno hace de adolescente, pero sabe que no va a cumplir. La diferencia estaba en que ella sí iba a quedarse, porque lo sentía, porque así lo quería. La puerta blanca podía estar abierta pero su decisión ya estaba tomada. Se lo debía. Ella no era de esas partidarias de la filosofía “new age” del soltar. Se había cansado de leer en todas las redes sociales, en las calles incluso en la piel de algunas de sus amigas ese “Soltar” que todos predicaban como una especie de mantra. La puerta blanca estaba abierta a su espalda pero ella no se iba a ir. Miraba hacia adelante porque no había forma de que suelte ese momento. No lo iba a dejar ir.

Su cara era, aún, la de una niña; pero los años ya le habían marcado unas pocas arrugas de experiencia. Detrás de los anteojos y de esa apariencia entre inocente y divertida se encontraba la profundidad del mar. Ella miraba al frente, y sus ojos redondos y brillantes, escondidos detrás de los cristales, observaban con esa curiosidad con la que siempre miró a la vida. Ella, con esos ojos llenos de música y risa, no iba a abandonar. Era imposible que ella suelte, arrugue y se vaya. Alguien que mira más allá con esas ganas, es de las que se agarran fuerte y acompañan hasta el final, cuando todos ya se fueron hace rato. La puerta blanca estaba abierta a su espalda, pero yo creo que, en realidad, la poca luz que iluminaba la habitación salía de los dos faroles con los que miraba el porvenir.

Si yo tuviese esos ojos, seguramente podría ser más valiente y animarme a ver todo lo que ella ve y yo no. Entender por qué ella quiere quedarse cuando la puerta está abierta a su espalda y puede irse y yo, que ya no tengo escapatoria, me muero por salir corriendo y huir.

Muero, qué paradoja. Tantas veces le dije que moría por ella y ahora, muero y parece que es sólo porque el destino lo quiso así. La puerta blanca está abierta a su espalda, ella mira adelante y yo pienso que no entiendo qué piensa, para qué se queda, para qué insiste en quedarse a ver esto. Su puta filosofía de vida, de aferrarse con más fuerza cuando uno se está yendo.

Yo no solía mirarme mucho al espejo, pero cuando se gira hacia un costado y me mira directo con esos dos faroles, entiendo la frase que dice: “Ojalá puedas verte a través de mis ojos”; porque en el espejo que ellos reflejan puedo verme sano y feliz. No estoy postrado en esta cama viendo la vida pasar sino, preparándome para salir, sonriendo como si el final nunca fuese a llegar, como si fuese una de esas cosas que sólo les pasa a los viejos o a los malos de las películas. Me veo en ese espejo y soy feliz, como cuando nos preparamos para la entrega de diplomas o para el casamiento. Veo el reflejo de sus ojos y nos veo, riendo un domingo cualquiera, tomando el desayuno, sintiendo el sol que empieza a quemar. Miro el espejo de sus ojos y entiendo que soltar no va a servir, que las poquitas arrugas que empezaban a asomar, son producto de una vida injustamente corta, pero feliz.

Se escucha el ajetreo de la clínica de fondo. La puerta abierta a su espalda ya no significa nada. Yo sé que ya no podré cruzarla para escapar y también sé que ella no se va a ir.

Cada segundo cuesta más. La miro. Volvió a mirar hacia adelante, sé que estaba por llorar y no le gusta que la vea. Aprovecho a empaparme de detalles. No puedo hablarle, pero si pudiese, le diría que no tengo una explicación de por qué amo tanto su boca ni sus ojos, pero sobre todo, no entendía cómo siendo la única mujer que conocía que no le importaba en lo más mínimo su apariencia, siempre lucía increíble. Le diría que su pelo despeinado y mullido después del sexo, había sido mi mejor almohada; y que cuando le saliesen las primeras canas no se le ocurriese teñirlas, porque era imposible que exista alguien con ese color de pelo tan magníficamente natural. Tantas cosas, quería decirle. Que aún recuerdo el gusto de sus labios aquella vez en la terraza, y qué, me di cuenta cuando me mintió después del parte médico, porque sus ojos son delatores como el corazón de Poe.

Ella cierra la puerta, como confirmándome que no se va a ir. Se acerca despacio y agarra mi mano. Y, por primera vez, en meses, ya no quiero huir. Entiendo que ya no hay nada más que hacer, y que, de poder ir a cualquier lugar, siempre al lado de ella elegiría estar.

Hay menos ruidos, se van alejando. Pienso en la maravillosa vista del balcón de nuestra casa, esa que compramos con tanto trabajo. Ahí estamos, tomando mate. Miro el cielo y veo azul. Siento el viento en la cara, no se escuchan autos, qué raro, eso nunca sucede. Siento su mano apretando la mía. Miro el cielo y veo azul. Escucho mi canción preferida. Un punto en el mar oscuro, canta la radio. Respiro profundo. Hace tanto no podía hacerlo. Miro el cielo y veo azul. Inspiro, percibo el aire y todo el recorrido que hace, me llena la panza, las costillas, el pecho. Miro el cielo y veo azul. Siento el calor de su cuerpo y el frío del mío, y me alegra que no me haya soltado, que haya cerrado la puerta blanca a su espalda y que siga mirando adelante a pesar de todo. Miro el cielo y veo azul. Espiro muy despacio. Exhalo todo el aire que me queda en los pulmones. Siento el vacío. Miro el cielo… y soy feliz. Ya no veo azul.

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