La poesía de la muerte. (Parte 2)

La existencia humana no tiene un significado fijo, nos vamos a morir, no somos fijos. No existe un camino hacia una dirección unívoca, y a la vez, el único camino es el que no está definido. Si nacemos para morir, las posibilidades hasta la muerte, son infinitas. Qué importa equivocarnos si la muerte nos espera a la vuelta de la esquina.

La muerte nos hace humanos, somos presos de la libertad que nos regala la mortalidad. Y esa libertad nos aterra. Llenamos el tiempo para no pensar en que se nos acaba. Le hacemos carrera al reloj, buscando escapar de la fecha y hora de caducidad. El eufemismo en el que vivimos es la negación de nuestro final. Son falsos intentos de esquivar a la muerte, y en su lugar, terminar esquivando la vida.

Pero algunas pocas veces, algunos pocos locos nos preguntamos ¿por qué no poder sentir la brisa de la muerte enamorada en la piel?. ¿Por qué no atravesar el sabor agridulce a incertidumbre, ceder a la angustia inherente de la existencia, a la consciencia de nuestro inevitable perecer?.

Entender lo maravilloso de estar perdiéndolo todo y ganarlo a la vez. Porque, en realidad, el sentido de la vida es
que nos vamos a morir, que todo siempre muere. El sentido es ese deseo de llegar, aunque sepamos que nos moriremos sin hacerlo. Es la constante búsqueda de un fondo que no existe. Y es que a lo mejor, como sospechaba un vagabundo en una noche cortaziana de París, precisamente en el fracaso de esa búsqueda incierta reside la victoria.

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