Seven dormía en el asiento trasero del Chrysler 180 que conducía su socio y colega,
Mack Roaj.
El potente vehículo se desplazaba en la oscuridad de la noche, surcando la carretera de montaña que serpenteaba entre el milenario y frondoso bosque de
abetos que les rodeaba. La temperatura en el exterior proseguía
descendiendo conforme ascendían la falda de la montaña.
El asfalto, cubierto por una fina película de nieve cristalizada, reverberaba reflejando los haces de luz del vehículo, como lo hacían también los copos de
nieve atrapados en las ramas del bosque.
Seven se despertó súbitamente, con la frente perlada de sudor, dejando atrás una
espantosa pesadilla. Incorporándose contra el respaldo del asiento,
miró a un lado y a otro de la carretera, a través de las ventanillas, sorprendiéndose al no reconocer el paraje que le
rodeaba.
– Roaj, ¿dónde estamos? – preguntó a su socio mientras se cerraba la cremallera de
su chaqueta de cuero negro desgastada.
– Después de la incorporación a la estatal, vi de lejos una patrulla de carretera, y
antes de llegar a ellos torcí a la derecha para internarnos por una
comarcal sin señalización.
– ¡Bien! De modo que no sabes dónde estamos, ni a dónde vamos.
-Así es.
Seven se frotó el sudor helado con el dorso de la mano y un escalofrío afilado le
recorrió la espina dorsal.
– Roaj, ¡sube la calefacción al máximo! ¡Aquí hace un frío endemoniado!
– Hace una hora que lo hice, socio.
El Chrysler atravesaba la bruma liviana de la madrugada, dejando atrás el eco
del rugido del motor, envuelto por una escarcha pálida que impedía
ver el color amarillo de su pintura.
Unos débiles haces de luz rojiza, emitían destellos apagados que profundizaban en lo más oscuro de la espesura, atravesando el bosque y reflejándose en
la neblina vaporosa que se removía a pocos centímetros de la tierra
helada.
Pasando por encima del respaldo del asiento del copiloto, Seven se acopló en el
habitáculo delantero, señalando las luces rojas parpadeantes que
relumbraban entre la espesura. Roaj, instintivamente, redujo la
velocidad y activó los limpiaparabrisas para despejar el cristal de
escarcha acumulada.
La carretera trazaba una curva amplia hacia la derecha, bordeando la sección del bosque iluminado de rojo bermellón. El asfalto, convertido en una pista de
nieve inmaculada, irradiaba un resplandor púrpura, como si se
tratara de una alfombra sobrenatural que presidiera la puerta del
infierno.
Ambos socios, cargados de tensión, observaban expectantes cada tramo de la vía
que iban descubriendo a cada palmo que avanzaban, con la velocidad
del automóvil casi rozando el ralentí.
Llegando al final de la curva, descubrieron como una vía de ferrocarril surgía del interior del bosque y atravesaba la carretera para volver a
desaparecer en la espesura. Unos postes de metal sostenían dos
farolillos de señalización, con unas bombillas rojas encendidas y
parpadeantes que alertaban de la bajada de barreras, ante la
inminente aproximación de un tren de mercancías.
Mack redujo la velocidad hasta detenerse detrás de un enorme tráiler de dieciocho ruedas que permanecía estacionado ante la barrera con el motor y las
luces apagadas. Al otro lado de la vía del ferrocarril, otros tres
automóviles permanecían detenidos, uno detrás de otro.
Igualmente coincidían manteniendo el motor y las luces desconectadas. Todos los vehículos estaban envueltos por una escarcha azulada que parecía
mantenerlos soldados a la nieve del asfalto helado, con los cristales
empañados y cargados de vaho desde el interior, daban el aspecto de
ser unas ánimas de metal, vueltas a la vida desde otra época
remota.
Parado con el motor en marcha, el Chrysler 180 provocaba una nube de vapor que salía del tubo de escape, llenando de gas opaco y rojizo el tramo de la curva
que habían dejado atrás, engullendo las huellas de neumáticos que
acababan de trazar a su paso.
– ¿Cuánto tiempo llevan esos de ahí parados, como para que los carámbanos que les
nacen de los bajos, estén tocando el suelo?- preguntó Roaj.
Las volutas de vapor detrás del coche se arremolinaban formando siluetas humanoides y
fantasmales por efecto del resplandor. Seven apreció algo en ellas,
cuando las miró fijamente a través del espejo retrovisor, algo
relacionado con la pesadilla anterior, algo que no recordaba bien.
– Puede que lleven demasiado tiempo esperando o puede que no – le respondió saliendo de
su distracción.
Un largo silencio recortado por el ronroneo del motor, fue interrumpido por un profundo
y continuo aullido lejano. La sirena atronadora de una locomotora de
largo recorrido, rompía la quietud de la noche gélida, abriéndose
paso entre la arboleda petrificada hasta llegar a los oídos de los
ocupantes del Chrysler 180, que esperaban con una rigidez impaciente,
la llegada de aquel tren nocturno.
Un traqueteo ensordecedor, acompañado de un retumbar que hizo retemblar las ramas
de los árboles cercanos, precedió a una cabeza tractora de cinco
chimeneas, que arrastraba de cincuenta vagones de mercancía. Un
monstruo de metal de varios miles de toneladas cruzó aquel bosque
tenebroso a gran velocidad, dejando tras de sí una columna de humo
negro intenso, el residuo de combustible diesel que escupían
aquellos colectores desbocados.
En muy poco tiempo aquel viajero nocturno con rumbo desconocido desapareció entre la
espesura, siendo tragado por la tinieblas de la noche. En seguida,
los farolillos de aviso del cruce de barreras, dejaron de parpadear
para apagarse definitivamente al tiempo que se levantaron
automáticamente las barreras de prevención.
El aullido de la locomotora se desvanecía en la lejanía cuando Roaj apretó el
acelerador, subiendo las revoluciones del motor a toda la potencia.
Contradictoriamente, los otros vehículos del cruce, se mantenían en
silencio con los motores apagados.
– Esto es muy extraño – afirmó Seven con cierto resquemor.
– ¿Quieres quedarte aquí a oscuras, para averiguar qué ocurre?
– De eso nada, socio. Larguémonos de aquí.
Embragando a tope y escarbando, con las ruedas delanteras en la nieve de la carretera, el
Chrysler 180 avanzó a toda potencia, invadiendo el carril contrario
y rebasando por la izquierda aquel tráiler detenido junto a la vía.
En el momento que cruzaron la línea del ferrocarril, Seven volvió a mirar por el
espejo retrovisor para echar una última ojeada a aquel camión tan
extraño, para sorprenderse descubriendo la figura pálida y
enfermiza de un niño que arrimado al parabrisas delantero, se
acurrucaba dentro de la oscuridad de la cabina, arrastrado por una
mano enorme que lo agarraba desde atrás.
– Esos coches de ahí están llenos de una atmósfera densa de vaho, ¿te has fijado socio?
– afirmó Mack.
– ¿Cómo?- preguntó Seven sobrecogido, volviendo en sí.
– Esos automóviles, socio, tienen una escarcha gruesa sobre el parabrisas y una densa
nube de vaho dentro del habitáculo, como si algo caliente se
estuviera consumiendo en su interior.
Seven enmudeció pensativo, mientras el Chrysler doblaba otra curva y dejaban atrás
aquellos fantasmas de la carretera.
Tras un largo recorrido de continuo y monótono paisaje de bosques helados, Seven
musitó unas palabras:
– Acabo de recordar un fragmento de la pesadilla que tuve cuando dormitaba en el asiento
trasero.
Roaj soltó una carcajada y apostilló con una sonrisa de medio lado:
– Déjame que acierte, socio, unos agentes de la ley nos detenían y descubrían el
botín que llevamos en el maletero. ¿Es eso, colega?
Seven con la mirada perdida a través del cristal, depositaba la vista en las siluetas
borrosas del bosque helado que pasaban ante sus ojos como una mancha
informe y fantasmagórica.
– No es eso, Mack; es algo peor.
– ¿Qué puede ser peor, que acabar siendo condenado y encarcelado en una prisión
federal? Eh, socio, dime.
– Mi abuelo – contestó tajante.
Roaj entrecerró los ojos y miró de soslayo a su socio.
– ¿La tensión te está perturbando, eh, amigo? – le preguntó Roaj, algo intranquilo.
Sin percatarse de la reacción de su socio, Seven prosiguió hablando absorto en sus
pensamientos.
– Mi abuelo trabajó como marino en un ballenero canadiense, viajó mucho y vio muchas
cosas. Recuerdo como en las reuniones familiares, siendo yo un niño,
cuando narraba las historias de las travesías por el polo Norte y
sus vivencias con los esquimales, todos callaban y escuchaban con
atención – Seven hizo una pausa y continuó frotándose las manos
exhalando una bocanada de vapor.
– Bien, ¿y, cual es el problema? – preguntó Roaj impacientemente.
– Había olvidado la leyenda esquimal que hablaba de los perdidos en el frío, los
errantes sin rumbo. Una terrorífica leyenda que mi difunto abuelo me
ha vuelto a recordar, visitándome esta noche, en los sueños de esta
pesadilla.
– Leyendas, aparecidos y la sombra de la acechante justicia pisándonos los
talones. Creo que es un buen comienzo para una película de terror,
¿no te parece, socio? – resolvió Roaj sarcásticamente, al tiempo
que observaba como la aguja de la temperatura del motor, descendía
lenta y gradualmente.
– ¡Maldición¡ – exclamó Mack -. Se está helando el agua del radiador, vamos a
necesitar anticongelante urgentemente o nos quedaremos varados en
medio de ninguna parte cuando se detenga bloqueado el motor –
mientras golpeaba el salpicadero en un intento vano de hacer remontar
la aguja del reloj indicador de temperatura.
– Esta bajada de temperatura no es normal, es glacial, impropia de esta latitud.
– En algo estamos de acuerdo, socio – afirmó Mack.
El Chrysler continuó ascendiendo la ladera montañosa, trazando sus huellas en la
carretera cubierta de nieve inmaculada, angostada por el espeso
bosque de témpanos cristalizados. A la derecha de la carretera
surgió de la espesura una señal de tráfico, un viejo cartel con
dos palabras inscritas: Demon Creek.
– Curioso nombre para una población de montaña alejada de la mano de Dios – comentó
Roaj.
– Quizás deberíamos dar media vuelta Mack, tengo un mal presentimiento.
– Aunque quisiéramos, ya es demasiado tarde, socio, y mirándolo por el lado
positivo, si hay vida humana más adelante, pronto podremos descansar
y poner la máquina a punto.
El asfalto comenzó a dejar de tener inclinación y circularon por un llano del costado
de la montaña, la densidad boscosa se fue diluyendo, dejando
entrever las lenguas de bruma retorcida que se derramaban lentamente
desde unas nubes bajas y extrañas que se habían quedado suspendidas
sobre las copas de los árboles. Más allá, el resplandor mortecino
de unas farolas engullidas por la niebla, reverberaba pálido y
mortecino, intentando débilmente traspasar la bruma antinatural que
lo ahogaba.
La espesa nubosidad se retorcía letárgicamente a pocos metros por encima de sus
cabezas, palpitando y desplazándose muy lentamente, como si un
hálito de vida se desprendiera de ella.
El heraldo de aquella población se antepuso a los primeros edificios, dándoles la
bienvenida una cabaña de troncos, cubierta de escarcha, en avanzado
estado de abandono y que se mantenía en pie con los cristales rotos
de sus ventanas y puertas. Aquella cabaña de leñadores, rezumante
de una negrura cargada de inquietud, fue quedando atrás como un
testigo mudo de la antigua y siniestra historia de aquel lugar.
El reducido puerto de montaña se congregaba alrededor de una plaza octogonal en donde a
cada uno de sus lados se encontraban las fachadas de los pocos
edificios que constituían el pueblo. Una estación de servicio con
un taller de reparaciones, un motel, un edificio de viviendas
familiares, una jefatura local de policía y al fondo una pequeña
capilla con una gran cruz dorada que remataba el techo y se perdía
entre la bruma.
Había varios coches aparcados en las aceras, con el mismo aspecto de aquellos otros que
encontraron en el cruce de la vía del tren. Solitarios, cubiertos de
carámbanos y siniestros. Los edificios mostraban signos de estar
habilitados, pues a pesar de estar cubiertos de unas gruesas placas
de hielo y los cristales de las ventanas saturados de escarcha y vaho
interior, algunas luces parpadeaban en el motel y tras las ventanas
de la comisaría. Aun habiendo señales de vida, un desasosiego
asfixiante abrigaba aquel lugar desconocido.
Roaj, mirando a un lado y otro de la carretera, entró muy despacio en la plaza
dirigiéndose directamente a la entrada del motel, donde estacionó
el vehículo.
– Socio, ¿tienes la menor idea de donde estamos? – preguntó Mack.
– Nunca oí hablar de la cresta del diablo. Probablemente, ni siquiera conste en ningún
mapa de carreteras.
Cuando apagaron el motor y las luces del Chrysler, salieron al exterior para ser
recibidos por una brisa gélida y abrasadora que les lamía el
rostro. Seven, antes de cerrar la puerta escupió con fuerza al aire,
y para su sorpresa descubrió cómo la saliva se congelaba en el
aire, mucho antes de tocar el suelo, convirtiéndose en una diminuta
bola de hielo.
– Será mejor que entremos ahí dentro cuanto antes – apuntó Roaj.
Subieron los tres peldaños de la entrada del motel y empujaron la hoja de madera con
un ventanuco de vidrio opaco, que daba paso al vestíbulo y
recepción.
La bombilla de filamento oscilante, brillaba a intervalos irregulares, envuelta en
una pequeña nube de condensación que giraba a su alrededor,
iluminando pobremente el perímetro de aquella habitación reducida.
La lámpara erguida sobre el mostrador vacío, hacía destellar la
campanilla de llamada para el recepcionista. Seven, exhalando vapor
con cada bocanada de aire gélido, hizo sonar el timbre repetidas
veces con impaciencia.
– Y además han olvidado encender la calefacción – remarcó Roaj.
El asiento vacío tras el mostrador estaba mojado, una gran mancha de alguna clase de
líquido indefinido, se extendía bajo las patas de la silla,
empapando la moqueta que cubría el suelo. El cojín del asiento y el
respaldo goteaban incesantemente, repiqueteando en el silencio.
Desde el pasillo de la izquierda les llegó el sonido de un golpe sordo que acaparó su
atención. El corredor se doblaba tras un recodo, enmoquetado y
alumbrado por unos tubos de neón anaranjado, que oscilaban
iluminando los carteles de dirección que indicaban el camino hacia
la sala de audio y televisión.
– ¿Hay alguien allí? – vociferó Seven.
El silencio fue la respuesta.
– Vayamos a ver – apremió Mack.
De un perchero que se apreciaba en la penumbra de una esquina del vestíbulo, colgaban
varias prendas de abrigo, cogieron unos chaquetones largos y tupidos
para abrigarse más y se internaron por el pasillo estrecho pisando
la alfombra acolchada y esponjosa color roble claro. El corredor se
prolongaba por el ala oeste de la pensión, de sus paredes colgaban
cuadros y retratos antiguos que mostraban imágenes y escenas de
viejos exploradores y buscadores de oro del antiguo mundo. Unas
flechas azules apuntaban en aquella dirección señalizando la sala
de audio y proyección. Con elevado optimismo los socios comprobaron
como a unos pocos metros adelante parpadeaba el resplandor de una
televisión encendida, relumbrando a través de un umbral abierto.
Cruzando el marco de la puerta se encontraron con una amplia habitación repleta de filas
de asientos, alineadas una de tras de otra, encaradas hacia una
enorme pantalla de cine que ocupaba casi toda la pared frontal. Las
cabezas de varios espectadores reposaban reclinadas contra el
respaldo en atenta postura, visionando una pantalla de cine que
mostraba una distorsión borrosa, producto de la ausencia de señal
en la emisión. La luz grisácea parpadeaba contra los rostros de los
huéspedes, que, ausentes, bien miraban al vacío o bien tenían la
mirada perdida con los ojos en blanco, con las bocas abiertas y
babeantes. Un hálito vaporoso ascendía desde los espectadores,
alimentando una neblina de vapor húmedo y tumefacto que abarcaba la
atmosfera de la sala de mini cine. Un terror creciente les inundó
cuando se percataron de que los huéspedes estaban realmente muertos.
Mack comprobó el estado de una señora que sentada cerca suyo, depositaba sus manos
regordetas en una gran cuenco de palomitas de maíz. La gruesa señora
de pelo rizado y abultado, supuraba un perlado de sudor caliente que
resbalaba por las gruesas y ondulantes curvas de su obeso cuerpo. Con
expresión de beoda subnormal, la gorda señora tenía la cabeza
ladeada y la boca abierta mostrando los restos de comida que no hubo
ingerido antes de morir.
– Tienen síntomas de congelación, la piel amoratada y rígida, con ondulaciones
correosas azuladas que se extienden por todo su cuerpo, deformando
sus rasgos – anunció Seven, a la vez que extendía la mano sobre el
antebrazo de la obesa inquilina.
La carne de tono añil, se hundió lentamente con un crujido leve, esponjoso, como el
tejido orgánico que ha salido de una nevera frigorífica y aun no
está verdaderamente descongelado. Una telilla invisible de escarcha,
se deshacía en fragmentos sobre su dermis perlada de micro gotas de
agua provocadas por la descongelación progresiva del cuerpo.
– ¡Este es el escenario de un psicópata que no está en sus cabales, Seven!-
exclamó Roaj horrorizado.
– ¡No! Esto no es obra de un asesino en serie, socio, se trata de algo mucho más grave
– replicó retirando la mano del cuerpo en descongelación -. Los
límites de la realidad conocida, escapan a nuestro entendimiento.
Roaj dio un paso atrás y desenfundó un gran cuchillo de mango de hueso que ocultaba
en el pantalón.
– Socio, creo que no es momento para galimatías, lo prudente será acudir inmediatamente
a la oficina del sheriff que hemos visto al entrar en el pueblo, lo
antes posible.
Un silencio perturbador se apoderó de la estancia, la hoja afilada del gran
cuchillo destellaba con los reflejos de la pantalla, hasta que aquel
sonido volvió a sorprenderles de nuevo.
– Cuanto antes – remarcó Seven sobresaltado.
Cruzaron el corredor a gran velocidad y volvieron al vestíbulo para marcharse por donde
habían entrado. Al abrir la puerta de salida se pararon de golpe en
el umbral, atónitos.
El paisaje era el mismo, la misma quietud intemporal, la niebla baja y siniestra, nada
se había movido de su lugar, salvo por el camión de gran tonelaje
que rebasaron en el cruce ferroviario. Ahora estaba allí, en medio
de la plaza del poblado, con las luces apagadas en completo silencio,
infectado de escarcha y carámbanos azulados, como si siempre hubiera
estado allí.
Las huellas de los neumáticos sobre la nieve habían sido borradas por la fina nevada,
hacía ya largo tiempo.
– Seven, nos ha seguido, socio, y no lo hemos oído llegar- jadeó Roaj.
– Silencioso como los demonios del Ártico – susurró Seven.
En aquel instante, notaron una aguda frialdad en el cuerpo, y desde atrás de la cabina
del tráiler, distinguieron el leve perfil de algo en movimiento.
Desde el otro extremo, por el costado del remolque, unas siluetas
tambaleantes surgieron desde las sombras.
Por un momento dudaron de sus sentidos, creyendo que se trataba de una ilusión,
pero súbitamente y con la misma velocidad, los umbrales de los
distintos edificios del pueblo, se plagaron al abrirse sus puertas.
Brotando lentamente desde su letargo, unas criaturas repugnantes, avanzaban
estentóreamente con pasos vacilantes. Sus cuerpos azulados y
decrépitos, supuraban un hedor nauseabundo desde las grietas de sus
carnes abiertas. Con la mirada blanquecina y las ropas hechas
jirones, se balanceaban al compás de cada paso que daban, batiendo
sus mandíbulas podridas. Algunos estaban desnudos exhibiendo sus
barrigas desmesuradamente hinchadas, con la piel tan tirante y
traslúcida, que permitían ver su interior colapsado de gases y las
purulencias de los órganos licuados.
Atrapado por un terror incontrolable, Roaj hizo acopio de valor apretando tan
fuertemente el mango del cuchillo, que los nudillos palidecieron con
el esfuerzo.
– Se acabó la partida, socio – sentenció Seven con una quietud desconcertante.
Con la mirada cargada de furia y negando con la cabeza, la certeza de un destino
ominoso, Roaj, incrédulo se giró para reprocharle a su socio su
falta de valor, descubriendo que desde detrás de la puerta del
motel, le llegaba el sonido pegajoso y húmedo de un sinfín de
pisadas que se arrastraban acercándose, por la alfombra del pasillo.
Un gemido aullante, le paralizó el corazón, cuando dos niños gemelos, mortecinos y
siniestros, les señalaron desde el interior de la cabina del camión,
con los muñones de sus antebrazos amputados.
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