LA PLAYA DE LAS LARVAS

LA PLAYA DE LAS LARVAS

Aaron Romo Arceo

23/04/2020

Acabo de regresar de Indonesia. Vivo ante la mirada del techo de un cuarto de hotel que verá un perecer inminente. El polvo que insiste en ser un segundo oxígeno ante mis fosas nasales es un concubino reacio a la indiferencia de uno. La gente normal tiene pesos mexicanos guardados en esas mierdas automáticas que vomitan el dinero cuando una tarjeta lo fornica; yo poseo mil pesos en un cajón de un mueble de madera con las patas hinchadas por la humedad; mi estado bancario no es deshonesto; poseo el orgullo de ser el cabrón más horrible en este país cuyas venas son devoradas por mestizos y criollos. No me avergüenza la pesadilla que exhibe sus costillas ante un traje de piel morena sin brillo al mirarme al espejo, ni la leve desalineación de mis caninos por una amarillenta capa de lo que asemeja óxido. Me declaro autóctono empedernido. El mundo sólo me ha visitado a través de una laptop que me robé hace un año; un pendejo la dejó para reparar en un taller de reparación de equipos de cómputo en el que trabajaba, la vi en buen estado y renuncié sin avisar solamente para llevármela. Aquello pasó en Mérida, ahora dejo las huellas de mi podredumbre delgada y mezquina en las calles con piel de arena en Progreso. Vivo gratis en este hotel porque me cojo a la desesperada dueña a la que alimento con mi semen cada noche, lo bebe directamente del popote. Sólo es el aperitivo. Está desesperada por sexo, yo soy feo, pero tengo la verga que pudieron haberle extirpado a un caballo. Ella igual suele darme dinero a veces.

Acabo de regresar de Indonesia, el lugar donde te sirven cerveza oscura con larvas y la dirige un tailandés; abrió hace año y medio, y es el lugar más desagradable de México de momento no sólo por sus botanas hechas de escoria y sus criaderos larvarios dentro de un vaso de burbujeante líquido oscuro, sino porque aquí sirve de sede para contemplar el panorama viviente que asquea al amanecer jovial en el horizonte salino. La playa de las larvas se extiende casi con la pasión de un mural del compadre Diego.

Yo mismo contemplé el fenómeno hace un año, cuando recién le ofrecí mi alma a este escenario del tercer mundo donde mis pulmones son reclamados por la arena lacerante y el mar digiere orina y excremento de humanos cuya mente es la de un animal no desarrollada todavía.

Salió en las noticias. Los periódicos incluso trajeron consigo imágenes claras de la primera plana donde la playa estaba impregnada, luciendo quizá el paraíso que provee el poder de generar náuseas con la misma malicia con la cual Medusa convierte en roca a tus pensamientos.

Una marejada de seres en existencia milimétrica encalló en nuestro puerto. Sólo unos pocos cientos de miles, acaso podrían llegar a los millones, de bultitos reptantes que emulaban la torcedura de un cadáver al que lo viola la electricidad reposaban sobre en la orilla, meciendo ante la insistencia y retirada del oleaje salado. Primero creyeron que eran camarones, luego pensaron que eren pequeños peces, pero entonces fue que vieron lo que les trajo la marea nocturna no fue otra cosa sino larvas, pequeños bastardos pegajosos que no paraban de torcer su invertebrado somatotipo. Salió en las noticias, recuerdo. La gente estaba asqueada. Unos pocos descubrieron su lado morboso. Científicos intentaron ver qué demonios ocurría. Nadie lo entendió. Era difícil de por sí convencerse a uno mismo de que era debido a la contaminación, no existía cadáveres de peces luciendo la descomposición ni había más desechos de otra clase. Pareciera que las larvas simplemente emigraron.

Luego no fue solamente en Progreso. Me enteré por parte de la gorda que muchas playas del sur de México estaban amaneciendo cundidas de aquellos entes reptantes y albinos. Los noticiarios y los periódicos estaban plagados de larvas.

No voy a contar sobre los hombres de ciencia que avivaron la investigación, porque sus resultados fueron los mismos que los de un político en campaña. El entendimiento sobre esta borrachera de la naturaleza era esquivo a todos.

Playas que recibían larvas del océano. ¿Quién entiende eso? Yo no. Casi vomito cuando lo vi.

El gobierno mandó a gente con harapos y escobas despeinadas con recogedores a limpiar el desastre que por una vez no causó la burocracia enferma. Las metían en bolsas que tragaban gusanos bebés acobijados por arena húmeda como si fueran a estar listos para empanizarse dentro de poco. Quedaban rastros y de poco servía. A la mañana siguiente, el doble de gusanos invadía la playa. La importancia en el acto de barrer y recoger tenía el efecto de un placebo. Barre cuando se te antoje, no podrás sacar a las larvas del camino.

Yo no supe qué pensar o qué no pensar. Sólo recordé el país que me dio cuna y ahogué la sorpresa de ver lo que ocurrió después.

Varios turistas con pasaportes de diferentes países llegaron para ver el espectáculo larvario que llenaba nuestras costas. El placer de un grotesco escenario recaía más que nada en personas asiáticas y de algunas partes de Europa. Tomaban fotografías junto a las montañas vivientes.

Nadie nadaba ya.

Poco después llegó la idea de convertir en manjar a esas bestias diminutas.

Varios empezaron a servirlos como botanas o platillos principales. Indonesia era un restaurante demasiado popular que nació gracias a la iniciativa. Siempre estaba lleno de chinos, japoneses, tailandeses, escoses, irlandeses y otros cueros variopintos.

Asaban a esas mierditas, las servían en caldo hirviendo con sal y tomate, además de perejil. Las empanizaban para poder freírlas y servirlas como papas a la francesa. Los nipones eran quienes preferían consumirlas al natural, vivas y moviéndose sobre un plato botanero.

Yo iba a Indonesia por su cerveza, un oscuro brebaje de primigenia germana; siempre especificaba que no le echaran larvas.

Las playas nunca habían generado tanto.

Nadie pensaría que fuera a empeorar.

La arena mojada era diezmada por los millones de criaturas que se arrastraban con la autoridad que les regalaría una miosis inducida. Antes se limitaban a aparecer en el nacimiento de la venida del agua, y eso estaba bien hasta que las marejadas larvarias comenzaron a llegar hasta el malecón.

Un perro yacía en una siesta eterna justo en el centro de la arena, arropado por una manta de larvas bailando sobre el animal perene mientras todos observaban la voracidad de los microrganismos. Tenían hambre.

Pronto, gaviotas y pelícanos también ofrecían sin saberlo su cuerpo al océano infestado. Algo los estaba matando. Las larvas eran inofensivas, pero algo impulsaba a los animales a acercarse a las playas y morir para dejarse llevar el hambre multiplicada por millones.

Cadáveres de ovíparos y mamíferos pequeños amanecían agusanados.

Yo comencé a asquearme de nuevo luego de que ya me había acostumbrado.

Las personas, turistas y locales, se horrorizaban, y eso no era malo. Les gustaba horrorizarse. La sensación electrizante que te punza la espina cuando sientes el beso de la dermatopatofobia, más que desagradable, es adictiva para algunas personas.

Los extranjeros seguían llegando. Tomaban fotos y comían larvas.

Luego vino lo más intenso.

Una mujer que todos sabían era una vagabunda que se refugiaba en la palabra del Señor al portar una biblia que no sabía leer apareció agusanada una mañana.

La mujer estaba sentada, siendo devorada. Los signos vitales estaban lejos de ella.

Ahora había dejado de ser interesante.

Cada mañana, un nuevo pordiosero iba a la arena reptante para ser sumergido en ese manjar cutáneo. Varios vagabundos se perdían en un trance que los envolvía en el velo del ensimismamiento y los tragaba para luego ser tragados en serio.

Cientos de lugareños afirmaban que veían a los indigentes levantarse de su rincón hediondo que apestaba a orines y se abandonaban a un trayecto que en un principio se notaba incierto, pero no fue sino hasta que empezaron a llegar a la playa que vieron que esas almas hundidas en la miseria habían encontrado finalmente su propósito en la vida. Decenas de ellos se instalaban en la playa. Desaparecían de la vista y sólo quedaban sus siluetas envueltas en hambre.

Pronto, los turistas comenzaron a extenderse como un cáncer que no ha saludado a la quimioterapia.

Una carnicería se había instalado detrás del malecón. Era un buffet ameno e interminable, porque los miserables en México nunca se acababan. En las noticias mostraban a varios vagabundos en otras playas del país siendo comidos.

Por primera vez, todo el mundo hablaba de mi país.

Una mañana, vi que la gorda ya no estaba durmiendo a mi lado. Quise saludarla cuando menos, así que la busqué por todo su hotel, y ni las de limpieza sabían dónde chingados se había metido.

Decidí ir a la playa, y entonces vi un bulto más grande que el de muchos entre la peste que surgía de aquel tiradero.

La gorda estaba siendo desayunada.

Los turistas dejaron de venir poco después de que muchos residentes que vivían con sus familias o con sus esposos comenzaron a adentrarse en la arena, sin habla y sin pensamientos, sólo como entes que parecían únicamente destinados a respirar.

Las playas ahora estaban llenas de larvas y cadáveres de humanos. La arena prácticamente había desaparecido.

Hoy me despierto. No quiero desayunar.

Sólo quiero ir a la playa.

FIN

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