Tenía nueve años la primera vez que me sentí atravesado por la literatura. No fue en una clase ni con una tablet, sino en la biblioteca de mi padre, el Ing. León: un lugar que solía evitar porque sus libros eran, en su mayoría, de matemática, electrónica, y además, varios de ellos estaban en inglés y portugués. Sin embargo, un día encontré un libro distinto: La Palabra del Mudo, de Julio Ramón Ribeyro. Lo abrí, empecé a leerlo y sentí que me hablaban. No como los adultos, sino como si alguien supiera que yo necesitaba conocer historias y visitar mundos distintos justo en ese momento.
Hoy, 18 años después, vuelvo a encontrarme con ese impulso de asombro y de interrogación, pero desde otro lugar. El texto de Ramón C. no es un ensayo clásico. Es un ensayo expandido. Uno que se mueve, que se oye, que se ve. Y eso no es sólo una cuestión técnica. Es, en el fondo, una apuesta política y estética. Ramón no escribe sobre el lenguaje híbrido: lo habita. Y al hacerlo, nos desafía. Nos recuerda que no hay forma inocente de escribir. Que el medio es mensaje, sí, pero también es emoción, es código, es posibilidad.

Pero ¿estamos listos para esta forma de escritura? Yo crecí queriendo ser escritor. Estudié literatura, aunque no terminé la carrera. En esa breve etapa, participé de un colectivo digital llamado Dinosaurio Peota, que soñaba con extinguir la poesía para reinventarla. Eran los tiempos donde se empezaba a hablar de metalitetura como si fuera herejía. Leer a Ramón C. me hizo recordar que la escritura digital no es traición, es transformación. Escribimos distinto porque vivimos distinto.
Hay algo en el texto de Ramón que me genera entusiasmo, pero también incomodidad. ¿Hasta qué punto lo híbrido sigue siendo escritura? ¿Dónde queda el silencio entre palabras, ese que Borges tanto defendía? ¿Se pierde algo cuando todo se mueve, suena, estalla? Ramón parece responder que no, que se gana. Y probablemente tenga razón. Pero a veces me pregunto si no nos estamos volviendo demasiado dependientes del efecto. Si el texto sin imagen aún puede resistir.
Como profesor de debate, veo a mis estudiantes argumentar, exponer sus puntos de vista y hasta expresar emociones con memes, imágenes, TikToks y reels. Y sí, eso también es retórica. Pero ¿qué pasa cuando el fondo cede ante la forma? ¿Cuándo la ironía reemplaza al razonamiento? No soy un nostálgico. De hecho, soy parte de este ecosistema digital. Pero creo que el desafío es encontrar el equilibrio: escribir con todos los recursos posibles, sin perder la tensión del lenguaje.

Estudié Economía y Pedagogía. Al salir de la secundaria ingresé a la carrera de Literatura, que abandoné porque distintos motivos. Me alejé por años de escribir y leer literatura; sin embargo, el lenguaje siempre estuvo ahí. En la argumentación, en la docencia, en la Economía. Y ahora, al cursar el máster, me doy cuenta de que la retórica es una forma de volver a escribir sin pedir permiso. De reconectar con esa parte mía que, a los nueve años, creyó que los cuentos podían salvar el día.
Ramón C. afirma que el lenguaje híbrido no es sólo una posibilidad, sino una urgencia. Yo no estoy seguro de que lo sea para todos. Aunque lo puede ser para quienes enseñamos a hablar, a escribir, a argumentar. Si no entendemos cómo cambia el discurso, no podremos enseñar a intervenir en él. Y eso, para mí, es lo más valioso de Escritura(s): su vocación pedagógica implícita.
Tengo 27 años, y todavía me emociona una buena frase. Me sigue atrapando el tono de Cortázar, la precisión de Borges, la ironía de Vargas Llosa, la humanidad de Cervantes. Pero también me interesa lo que podemos hacer hoy con otras herramientas. No para reemplazar, sino para sumar. Para seguir explorando.
La palabra no ha muerto. Se ha desdoblado. Sigue diciendo, pero de otras formas. Y esa multiplicidad no es una amenaza: es una oportunidad. Como dice un verso (que ya no recuerdo bien, pero que me gusta citar en clase): «todo texto es una forma de respirar el mundo». Incluso desde una pantalla o por qué no, tal vez a futuro en un holograma.
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