La pobrecilla ya se había cansado de tener todas las miradas de la escuela sobre ella.
Todo era tan fácil cuando nadie sabía de su existencia en la escuela y bastaba con agachar la cabeza para pasar desapercibida. Cuando su vida se basaba en levantarse, ir a estudiar, mirar toda la jornada al chico que le gustaba, que además era el presidente del instituto. Volver a su nido. Pedirle de favor a su hermano mayor por vigésima vez que quitara las agujas de la mesa de la cocina. Ver series todo la tarde mientras esperaba alguna llamada de su padre que le dijera que estaba a punto de terminar sus trabajos y que pronto volvería a casa. Apuntar en el calendario “Otro día más que no le he hablado” y acostarse a fantasear un futuro prometedor con el chico que la volvía loca.
La rutina de la desdicha. Se había acostumbrado tanto que si alguien le hubiese preguntado si era feliz con su vida ella hubiese respondido que incluso la amaba; por la única razón que siempre escuchaba a su voz interior, que le decía que algún cambio no era necesario. La depresión era su mejor amiga y su mejor consejera.
Pero la niña era muy buena para mandar al carajo un estilo de vida cuando ya empezaba a sentirse cómoda y, en su mundo social de las fotografías y el maquillaje, se le ocurrió la peor idea. Algo no planeado pero que pudo haber evitado. Le habló al chico de sus sueños.
Desde entonces todo cambió. Aquellas personas que la ignoraban empezaron a mirarla y a hablar a sus espaldas. Las chicas le decían “Oye rara, al menos ponte algo de base en esa piel de cadáver.” Y los chicos le sacaban fotografías a sus espaldas.
Su rutina se vio alterada. Un día ya no era la misma. Llegó de la escuela y lo primero que hizo fue gritarle a su hermano “¡Vago, consíguete un trabajo!” Llamó esa misma tarde a su padre y le dijo que era momento de que volviera ya, que no podía vivir sin una figura paterna. Y en vez de llorar por los comentarios de los demás, simplemente comenzó a ignorarlos.
Se sentía feliz al ver una niña sonriente cuando se miraba al espejo. No reconocía esos ojos brillosos y esas mejillas rosadas sin una pizca de polvo. Había dejado de ser fea con los demás. Y se enamoró de sí misma. Se enamoró de la persona en la que se convirtió.
Sus tardes ahora las dedicaba a vestirse bonito, con vestidos coloridos que no estuvieran remendados. Ir hasta la esquina de su casa y esperar al presidente del instituto para ir juntos al parque a divertirse toda la tarde.
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