LA MUJER SIN BRAZOS

LA MUJER SIN BRAZOS

Gabriel Falconi

23/02/2024

LA MUJER SIN BRAZOS

Le había prometido que después de la oficina, pasaría por su muestra de pintura, la primera de su vida, ubicada al fondo de una galería muy concurrida del centro y a escasas cuadras de nuestro trabajo. Nos conocíamos de muchos años atrás, era mayor que yo, vecinos dentro del recinto, compañero de viejas rutinas.

Éramos varios los de la partida; aunque muchos en el trabajo no supieran nada de pintura, se comprometieron a hacerle una visita formal. Nadie más que yo sabía lo que significaba para él la realización de la exposición; muchos años de sacrificios, estudio y dedicación lo atestiguarían enmarcados desde las paredes. Ya no recuerdo cuánto hace de aquella primera vez que me comentó lo de su afición, sus clases en el atelier y la realización de sus cuadros, que ahora exponía para que todos apreciáramos su arte.

Fui por mi cuenta, nunca me gustó ir en grupo hacia un mismo lugar. Y ahí estaba él, saludando a todo el mundo, agradeciendo con una copa en la mano, ése que era “su día”, quizás el único en años, en el que de algún modo ya no era el mismo que estaba escondido detrás de un mostrador y envuelto en papeles que lo asfixiaban desde su escritorio, sino otro, que parecía recién parido desde su propio cuerpo, como si estuviese cambiando su piel desde adentro y se estuviese transformándose en un ser más liviano y luminoso, liberándose de esa pesada coraza que se le había ido acumulando con sus propios prejuicios.

Lo saludé como si fuera la primera vez que lo hago con él, desde un ángulo de mero espectador, maravillado con algunas de las formas y colores desparramados por toda la muestra y sorprendido de la gran aceptación y admiración de la gente. El leiv motivo de la presentación, como ya me había comentado en alguna charla de café, era la mujer sin brazos.

Mientras sorteaba a los invitados y esquivaba el saludo de algún conocido, me adentré de lleno en la exposición siguiendo sus sabios consejos: traté de disfrutar del hecho estético en sí mismo y no buscarle un significado a su obra. La mujer sin brazos aparece en todos los rincones de los cuadros y en todas las formas y colores posibles, siempre dentro del arte abstracto y de la técnica del acrílico; en una lámina aparece como estilizada y deformada a tal punto que apenas reconocemos la figura femenina; en otros es una mujer gorda que sin brazos parece un tonel.

Pero, según el autor, la mujer sin brazos es sólo un pretexto para pintar, para darle una forma, un motivo, más allá de que alguna vez deslizó una interpretación donde quizás estas mujeres sin brazos, casi siempre salidas como de un sueño, significasen para él la imposibilidad de alcanzar un ideal.

Era una persona más bien introvertida, y rara vez efusiva; poco y nada sabíamos de él, salvo que era casado y tenía familia, a la que nombraba en cuanta oportunidad se le presentaba, pero a la que nunca vimos, así como tampoco a su esposa, de la que siempre nos daba cuenta en las charlas de bar.

Antes de retirarme, (fui casi el último en despedirse), lo felicité sinceramente, porque me había demostrado que había algo dentro de él que era único e irrepetible, y que representaba, en definitiva, un pedazo de su mundo que la oficina no le pudo arrebatar.

Volvimos a la rutina de siempre, la de los papeles sellados y firmados y los expedientes que hay que terminar si o si antes de tiempo, a las conversaciones triviales, los saludos mecanizados, a las infidencias de algún empleado, a los sueños incumplidos de otro. Volvió a ser aquel hombre callado que rara vez sonreía, y que cumplía a rajatabla con su labor.

Al poco tiempo se jubiló, estaba feliz, quizás porque ahora podría dedicase de lleno a lo que más amaba, la pintura. Así lo mencionó aquella tarde, la de su gran despedida, entre copas y picadas, entre abrazos y ojos humedecidos por la emoción contenida.

Yo seguí en la rutina de siempre, echando de menos sus charlas de hombre culto, y sabedor de muchas cosas. No lo volví a ver más hasta que una noche me lo crucé en un restaurante del centro. Estaba como siempre, correcto e impecablemente vestido, acompañado de dos mujeres. Se sorprendió al verme, me acerqué a saludarlo desde la otra punta de la sala. Estaba con su familia, a la que veía por primera vez. La joven, que se parecía mucho a él, me saludó con un beso; a su esposa, por respeto, le tendí la mano, pero se perdió en el aire, porque la mujer no tenía brazos.

GABRIEL FALCONI

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