Y entonces tú, la mujer que venía del futuro, con aquel amor tremebundo que solo se vive cuando eres joven, le dijiste “Nuestro amor es para siempre” y él, tu novio del presente, te miró intentando descifrar de donde sacabas tanta seguridad sobre lo incierto y esperando tu risa al terminar la frase que le pareció sarcástica, y como no la vio, optó por la mueca torcida que caracteriza a una afirmación inverosímil. Como inverosímil fue la forma en que un día de tanos, después de librar entre ustedes la tercera guerra mundial le propusiste la separación y él, ante no más que tu impávido rostro, aceptó mientras las vísceras le rasgaban el cuerpo por dentro.
Y después un pequeño lapso de cinco años de silencio crónico, hasta que lo rompiste y llamaste para decirle “¿cómo estás?” como cualquier domingo por la mañana. Y él te escuchó decirle que te habías casado desde hacía dos años con un hombre que además de todo te hacia feliz.
De vez en cuando hablaban, y él te contaba sobre su vida de quimeras y tú le narrabas las historias de tu casa, cómo había cambiado tanto la vida y los proyectos tuyos y de tu marido.
Después fuiste madre de los hijos que no pariste con él y le llamabas para contarle las novedades del crio y la miel y la hiel de lo cotidiano. Pero no fue sino hasta que nació la segunda hija, esa con la que él se encariño tanto que decidiste formalizar el vínculo y ante la aceptación de tu marido y quizás por su poca idea del pasado, le pediste a él que la llevara a la pila bautismal de una religión en la que nunca creyó, y él viendo en esa niña precisamente lo mismo que tú veías, es decir el reflejo del otro, aceptó aquel rito que por primera vez le significaría algo. Por fin tú y él unidos bajo un sacramento.
Entonces existiendo una vía de información legalizada ante dios le contabas del golpe que la niña se dio al aprender a caminar y el bailable en la primaria, ya para cuando llegó a la secundaria la dejabas ir con él a comer los fines de semana, esos, donde de vez en cuando tú, escrupulosamente embellecida te incluías, vendiendo la estampa de la familia que nunca llegaron a ser.
Así pasaron los años, diez, veintitrés, treinta y dos; no se sabe bien cuantos. Y platicaban de los dolores del cuerpo que dejó el uso de este y los del alma que dejó la falta de uso de esta. Tú, le decías que te preocupaba que viviera solo a su edad y él te seguía diciendo que tenías una familia formidable.
Él ahora tiene más tiempo libre y por la mañana de hoy llegó con un bastón, de donde apoya su vida actualmente, en la mano derecha y un ramo de camelias en la izquierda para dejarlas en tu tumba y así reconocer que desde hace ya un par de años la mueca se volvió sonrisa y aceptó que venías el futuro.
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