En una tarde de otoño, donde el sol se despedía en un horizonte con tonos brillantes, caminaba Elisa por un sendero del bosque. Cada paso que daba pasaba sobre las hojas secas, resonando como un susurro de almas pasadas. La joven había venido al bosque siguiendo una voz que sólo ella podía escuchar, Elisa siempre había sentido una conexión especial con ese lugar, ya que desde niña había escuchado las historias sobre el viejo roble en el corazón del bosque, un árbol que se decía guardaba los secretos del más allá. Los ancianos del pueblo contaban que aquellos que se sentaban bajo sus ramas y cerraban los ojos podían ver el reino de los muertos.
El día en que perdió a su madre Elisa supo que debía ir ahí, la muerte había irrumpido en su vida, la dejó vacía y desorientada. Necesitaba un consuelo que las palabras de los vivos no le podían ofrecer.
Finalmente, llegó al lugar en donde se encontraba el majestuoso roble, sus ramas extendiéndose como brazos acogedores, se sentó en sus raíces, apoyó su espalda contra el tronco y cerró los ojos, dejándose envolver por la paz del lugar. Pronto, la voz del bosque se transformó en un susurro más profundo.
El mundo a su alrededor cambió cuando abrió los ojos, se encontró en un paisaje desconocido, ahí las almas de los difuntos se movían con serenidad, sus rostros reflejando una tranquilidad que Elisa nunca había visto en vida; entre una de las sombras apareció una figura conocida que era su madre, Elisa corrió hacia ella, y al alcanzarla, sintió un abrazo cálido y reconfortante. Su madre no habló, pero sus ojos decían todo lo que necesitaba saber. En ese instante, Elisa comprendió que la muerte no era el fin, sino una transformación, un viaje hacia una paz inquebrantable.
Elisa sintió una nueva claridad en su corazón, la conexión con el más allá había sanado una parte de su ser, y ahora podía vivir con la certeza de que la muerte no era una pérdida definitiva, sino el comienzo de una nueva existencia.
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