Siempre creí en mi vaga inocencia que los finales eran mitos. Que al igual que el ropavejero, era algo más de cultura popular que de la realidad. Pertenecía solo a la sombra de los más ajenos a mí. Me sorprendí sin embargo ver más de un final llegar desde una temprana edad. Así, esperando por cuando llegaría el mío. Recuerdo a Papo con sus más de 60 kilos abultados en su metro treinta saltar la cerca de púas. Mientras estaba Rábano atravesándola por el medio. A mí como no me importaba ensuciar la ropa dominguera, me arrastre por el suelo. La cerca separaba la calle destapada con la casona de Don mixto. La cruzamos como alma que lleva el diablo. Recuerdo que Papo gritaba: “¡Don Mixto ahí viene la caravana! Corríamos emocionados esperando que Don Mixto o su señora nos comprara mecato. Como muchas casonas y fincas quedaban lejos del pueblo, el dueño del supermercado mayorista subía cada domingo en su campero a vender víveres y chucherías. Así que cada domingo después de la sagrada misa –Que Dios me tenga en su misericordia- íbamos y le pedíamos a Don Mixto que nos costeara algo. Recién llegamos a la puerta trasera de la casa, ya estaba Don Mixto listo con un palo de escoba para darnos juete por aprovechados. Pero la gloria de Dios es divina. La señora esposa era un ángel, un alma caritativa, un ser de luz. Si no fuera por ella más de una vez hubiéramos salidos cascados. “Ay Mixto mijo, deja a los muchachos. Vengan niños, yo tengo unos pesitos ahorrados”. Con los pies arrastrados contra el suelo ya llevados por la vejez, la señora de Don Mixto entro a la casa en busca de su monedero. Ese día los tres de nosotros comimos unas colombinas redondas y grandes. Eran como arcoíris comestibles. Recuerdo la brisa calma mover el casi ausente cabello de Don Mixto y la falda infinita de su señora. Recuerdo verlos con su sonrisa calma. Sin embargo, esa noche les llego su final.
A las 5 de la mañana del lunes siguiente llamaron a mis señores padres para que arrimaran a la casona de Don Mixto. Yo no entendía para que sería, pero como ya estaba despierto decidí acompañarlos. Cuando llegamos vi a Papo y Rábano entre una multitud de gente. Mucha de ella estaba de verde. Supuse que a Don Mixto y su señora les habían robado. Supuse también, que sus hijos habían llegado. Eran gente importante. Supuse por si algo que Don Mixto borracho se agarró con golpes a alguien. Pero en mi cabeza no era posible el final. Don Mixto y su señora esposa se encontraban colgando del techo con sogas en el cuello. No entendí entonces quien era tan torpe y descuidado como para enredarse de esa forma y terminar muriendo. O tal vez si lo sabía, pero quería negarlo. Y así fue como los finales comenzaron a llegar. La gente se iba. Las casas quedaban vacías. Los negocios del pueblo cerraban. Recuerdo un día despertar y no ver a Papo ni a Rábano otra vez. Las montañas que me vieron nacer y correr sus destapadas ya no recibían la luz del sol. Y así fue como todo llegó a su final.
Mi familia y yo nos mudamos a la ciudad. Recuerdo a mi santo padre decir que era por el bien de la familia. Pero incluso aún me pregunto “¿Qué bien me hace esta ciudad abarrotada de gente y basura?”. Extrañaba las calles destapadas, solas, desoladas…comparadas con estas calles que no tienen ni rincón de espaciecito para el oxígeno, allí corría como alma libre de pena y peso. A mi señora madre siempre se le hacía difícil caminar entre la multitud de gentucha en las diminutas aceras del centro. Respirar le pesaba. Culpo a la ciudad de la muerte mi bendita madrecita. Una mañana me encontraba yo en clase, cuando una docente me dijo “lo necesitan en rectoría, recoja sus cosas y vaya para allá”. El abucheo de mis compañeros me dejó estupefacto. Yo ni hablaba en clase, que razón tendrían para necesitarme por allá. La voz de mi hermana mayor se quebrantó en el teléfono de la oficina de la señora rectora. Mi mamá yacía recostada en una caja de madera barata en la sala de la casita que mi padre arrendaba. Allí se hallaba el otro final.
Mi señor padre murió a 2 semanas de distancia a la muerte de mi madre. Supuse que la extrañaba. La verdad es que yo también. Extrañaba sus frijoles con pesuña y ají. Extrañaba sus caricias en mi cabello. Extrañaba ver cómo le cosía ropa a Rosita, mi hermana. Sin embargo, a mi pesar, al parecer la gente prefiere a los deudores muertos antes que la plata que se les debe. Y así, mi padre terminó con 3 tiros en la cabeza. Dentro de caja. Bajo tierra. Y mi santa hermana, gentil ángel de mi guarda, a ella se la llevaron a los tres días de enterrado mi papá. Sigo desconociendo los hechos o razones de lo sucedido. Mi tía, más mala que el propio diablo, me dijo que se fue a trabajar de puta. Mi tío, su esposo, afirmó asintiendo. Ese viejo borracho que iba a saber. Ni sobrio pensaba, que iba a pensar borracho. Me alegró escuchar, por boca de la amiga de mi hermana, que ella se fue de vuelta al pueblo por cuestiones de trabajo. Me inundó la tristeza al no haberme ido con ella. Dios, sus razones tuvo.
Aún veo la muerte y los finales como un mito de barrio viejo. De esos, en los que ya nadie quiere vivir porque las almas de los fallecidos vagan allí. Sé y confirmo, y veo como la verdad absoluta, que Dios no me tuvo en su misericordia. ¿Qué santo en sano juicio hace que un niño viva tantas muertes, pero no muera ni una vida? Si Dios no me quiso a su lado, pues yo tampoco lo quiero a él. Así después de 2 años a distancia de la muerte de mis santísimos padres, que me perdonen el alma, decidí volver a nuestra casa. El único lugar en el que fuimos felices. Y aun sin entender cómo funcionan las sogas, mi final llegó. Me pregunto quién será el siguiente después de mí.
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