la minoría invisible

la minoría invisible

JSMar

17/06/2020

La megalomanía de mi refulgencia

Los astros giran la noche escondiendo sus cuerpos celestes, irregulares y rocosos, en parejas desdobladas en un hacinamiento de nubes color plata. Los planetas enanos bailan sobre una alfombra de piel de vaca en el jardín de las constelaciones. Los asteroides y las estrellas se derriten en abrazos y aplausos en el concierto de una primavera extraterrestre. Entre fondos y dobleces otras formas de soñar detectan el hogar de los seres inasibles y el refugio de los organismos sin voz. Bogotá es una redoma transparente en la que los gorriones y las palomas dejan caer plumas cubiertas de fósforo y polvo de cáscara de limón. Una agitada somnolencia descuelga los techos y las esquinas sobre sus andenes resquebrajados. El constante desprendimiento de diferentes estratos de su conciencia retrata con partículas de mugre en el aire su maltrecho aspecto de vejiga reventada que se hunde en un lodazal caliente y espeso. La lluvia bogotana ahoga sus mentiras en sus alcantarillas apestosas, asfixiando en sus desagües taponados el poco aliento que le queda para seguir devorando la cordillera. Su siempre así lo mismo oculta en los charcos de gasolina y aceite usado su disfraz de cánido cojo que babea las aceras con rabia mientras olisquea y mea las paredes cubiertas con un esmalte de humo y escupitajos. Sus barrios son la suma de naderías inconexas en el amontonamiento y en el reverbero de sus calles, parques y patios, una película de mellas y de pecas peludas deshoja la rosa del corazón hiena de sus habitantes.

Muy despacio, por esas calles que paso a diario, un sentimiento de devoción expansiva me invita a seguir la perfecta geometría de las palmeras y los dientes de León. Translúcida huelo los acentos difuminados de la noche hinchada por torpes sarpullidos, cosquilleos y necios estornudos. Las aletas de mi nariz se dilatan como las burbujas del río negro que golpean las inexistentes playas de tierra húmeda con pedazos de juguetes, animales muertos en bolsas de plástico y nubes de zancudos y moscas moradas. Mi luz envuelta en un capuchón negro suma oscuridad a una banca de cemento atrapada en un matorral. Se pone de pie torpemente y mientras tambalea esconde su arremolinado plumaje que se parece más a la espina dorsal calcinada de un pez que a una capa sucia de algodón. Camina y camina mi luz luchando por evitar los anuncios inminentes de la derrota, recopilando material caducado para completar la gesta inconclusa de otras luces que nunca han de agotar su flama. Mi luz no tiene nada que ver con ese fogonazo pesado que se tira pedos y despierta a los niños con fiebres o calambres, tampoco tiene relación alguna con esas linternas infrarrojas que deambulan golpeando con un bastón a los perros callejeros y a los contenedores de basura. La luz envenenada no conoce la playa ni sabe nada acerca de las flores que crecen en la oscuridad. Mi luz vuela siempre cambiante buceando en la inmensidad cotidianidad de la realidad invisible, repitiendo de diferente manera otras materialidades, calcando la costumbre del espacio que comparten dos seres que se aman o pronunciando palabras que nunca antes han sido pronunciadas.

Yo como un bloque de hielo intacto al anochecer rastreo mi juguetona evanescencia en un bulto de estrellas y brillante pelusa que barre el repelús de la hojarasca con lengüetazos perezosos y olores de gente que se raspa a cachos. La superposición de las calles derretidas por el tiempo están contagiadas de repetición por la sed intransitable de un incendio mal controlado. La combustión espontanea de los bosques y los parques con ese mundo de nostalgia que transmiten los túneles, los balcones, los acueductos y las vías férreas me anima a buscar una salida donde pueda volatilizarme y recuperar mi universo de nubes de oro y miel, mis lagunas doradas, mis abismos de labios abiertos y alas estremecidas. Desaparecer es caer de cabeza al fondo de la trashumancia, ir de un lugar a otro colgando del aire, presentir otros perfumes, asir otra temperatura corporal, palpar la frescura de otra oportunidad. Me esfumo periférica como una especie en vía de extinción bajo un abrigo de segunda mano con mis ojos como dos suturas goteantes. La luna, ese pescado blanco que cierra los ojos cuando saca la cabeza fuera de la noche, me nutre con el estrépito del fuego de su mirada. Vámonos a solas a sobrevivir sin abandonos me grita desde un azul muy opalino cuando las aristas de sus rayos arañan mi piel bronceada.

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