Cuando era pequeño existía una gran mansión abandonada al lado de mi casa. La primera vez que la vi solo tenía cinco años, me asusté mucho con sus paredes llenas de telarañas y sus techos derruidos.
Cuando cumplí doce años pensé que era el momento de entrar en aquella espantosa casa, porque me picaba la curiosidad por ver lo que había ahí dentro.
Un mes después decidí entrar en la mansión junto a dos amigos. Cuando llegamos a la puerta vimos que estaba entreabierta, nos asustamos un poco, pero con valentía decidimos pasar. Al estar allí empezamos a escuchar cosas raras, nos adentramos hasta un punto en el que casi no se veía la puerta por donde habíamos accedido, los ruidos eran cada vez más constantes. De repente, vimos a unas personas sentadas en círculo sobre unos cartones rodeando una fogata. Salimos corriendo hacia mi casa, que estaba a unos doscientos metros.
Después de seis meses de reflexión, decidimos que lo mejor sería volver a aquel sitio. No se lo dijimos a nuestros padres porque nos echarían la bronca y nos castigarían.
De vuelta a la mansión hicimos el mismo recorrido y llegamos hasta donde estaban aquellas personas. Esta vez fuimos más valientes y les preguntamos que les había pasado, ellos nos dijeron que el banco les había quitado el piso. Nos compadecimos mucho de ellos, porque no tenían nada y porque vivían de lo que se encontraban en la calle. También nos contaron que llevaban tres años viviendo en la mansión.
Esta vez si se lo dijimos a nuestros padres por lo preocupados que estábamos por esas personas. Por supuesto, nos cayó un castigo tremendo, pero nuestros padres también nos lo agradecieron por nuestra preocupación.
De vez en cuando íbamos a la mansión a saludar a nuestros amigos los desfavorecidos y les llevábamos todas las cosas que podíamos recopilar: ropa, comida, bebida… Lo que más agradecían era nuestro cariño y amistad.
Cuando me hice mayor, cree mi propia empresa y empecé a ganar mucho dinero. Pero en vez de gastar todo mi dinero en vicios, decidí abrir las puertas de mi corazón e invertir el dinero en reformar la mansión en la que había entrado de pequeño, para después convertirlo en un albergue.
Cuando volví allí, vi que ya no estaban las personas que tanto ayudé cuando era un adolescente. Me entristecí mucho por ello, por eso decidí poner el albergue a su nombre, porque al fin y al cabo mi relación con ellos era muy cercana. Les dije a los constructores que pusieran en la puerta: «El albergue de Pepe, Juana, Rodrigo, Lola y Emilio´´.
El primer día que abrimos el albergue, un montón de personas vinieron. Al ver a tantas personas como las que me había encontrado antes en aquel lugar, me sentí muy orgulloso de poder ayudarlas. Miré al cielo y pensé que habría sido de mis queridos amigos ….
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