La mañana del miércoles desperté

La mañana del miércoles desperté

Julián de Alcorcón: 0507041901126

La mañana del miércoles desperté más temprano de lo habitual, me bañé, desayuné, me lavé los dientes y me fui al trabajo. Ese día mi producción laboral fue casi nula, la ansiedad se asomaba a mi cuerpo y salía constantemente de la oficina a fumar un cigarrillo para “matar el tiempo”, pero no funcionaba. Mi jefe me llamó la atención por un error de la semana pasada, lo solucione de inmediato y luego salí a almorzar solo. Aproveché el tiempo para perfeccionar mi plan mientras comía. Quería determinar al milímetro qué es lo que iba a hacer, la ruta por la que iba a llegar, cómo iba a salir, qué me iba a poner, qué palabras iría a decir, etc.

Al volver al trabajo, la ansiedad se apoderó de mi cuerpo. Estaba pensando seriamente decirle a mi jefe que me sentía mal y que no iba a poder continuar trabajando así lo que restaba de la tarde, hasta que una llamada a mi anexo me obligó a ir a su despacho para decirme que debía terminar un proyecto para esa misma tarde. No sabía si decirle o no mi plan de fuga, su reloj en la pared y el cuadro de su familia sobre su gran mesa era lo único que llamaba mi atención mientras veía como balbuceaba instrucciones con sus gruesos labios y gestos entusiasmados. Al regresar a mi sitio no recordaba nada de lo que me había dicho. Estaba tan abstraído. Aunque mi cuerpo aún estaba en mi cubículo, mi mente ya estaba esperándome afuera del edificio. No paraba de contar los minutos para salir. Revisaba el chat para ver si había alguna novedad, pero nada, todo seguía confirmado. La hora llegó y finalmente pude irme antes de que el teléfono comenzara a sonar nuevamente, al salir solo atiné a escuchar a un compañero que me decía que alguien me estaba llamando, ignoré su aviso.

Una vez fuera tomé el primer transporte público que apareció y me dirigí ahí donde me había dicho que fuera, en la esquina de dos transitadas avenidas en el centro de la ciudad. Iba parado en el bus y mis manos estaban sudando. La gente me miraba con misterio. De pronto mi teléfono sonó, era mi hermano preguntándome la contraseña del televisor, le respondí inmediatamente y colgué. Al llegar a la intersección, toqué el timbre para bajar del bus y lo hice cuando este aún estaba en movimiento. La llamé por WhatsApp, me contestó diciéndome que me dirigiera hasta una tienda de regalos una cuadra más arriba. Caminaba por la calle cual si fuera el padre de un niño raptado obedeciendo las órdenes de los secuestradores y sabiendo que alguien me observaba de la ventana de algún edificio, mirando los letreros de las tiendas y buscando un escaparate con presentes listos para envolver. Al llegar a la tienda, la volví a llamar, me dijo que ingresara y que buscará una puerta roja al interior, ingresé sin saludar, ni siquiera los miré. En la puerta roja había una mesa y una silla casi desvencijada en la que yacía desparramado un hombre obeso de aproximadamente 35 años leyendo un periódico con la mano izquierda mientras que con la derecha se disponía a dar un sorbo a su bebida. Me preguntó qué era lo que buscaba, le dije que el 702. Sin decirme nada más me abrió la puerta con un interruptor eléctrico.

Al ingresar, había un hall con un ascensor en el fondo. Tenía miedo, todo aparentaba ser como los escenarios de películas de acción en las que el héroe se interna en el oscuro mundo de las mafias. El ascensor llegó y cuando se abrió se dejó traslucir a través del vidrio quebrado una señora que rondaba las ocho décadas, me abrí espacio para que saliera, pero no salió y más bien se colocó a un costado de la cabina como haciendo un gesto para que ingresara. Pasé saliva y mientras hacía el ademán de revisar algunos mensajes en el celular, por mi mente pasó la aterradora idea de que arriba me esperaría una mafia de traficantes de órganos y que ella, pese a su edad era una informante que se aseguraba que las víctimas estuvieran en camino. Afortunadamente la octogenaria se bajó en el piso 5, y una vez cerradas las puertas del ascensor rogué para que nadie más ingresara.

Finalmente llegué al piso siete. No había nadie, el hall era como el del primer piso, tenía la misma cantidad de puertas y el mismo espacio. Toque el 702 y la puerta se abrió de inmediato. Todo adentro estaba oscuro con algunos rayos de luz artificial que salían de las habitaciones interiores. Detrás de la puerta escuche una voz cariñosa que me decía que pasara. Ingresé y encontré una fémina de una altura aproximada de un metro sesenta con un vestido rasgado y sin usar ropa interior. Me recibió con un beso y me señaló una habitación para que pasara y que en un momento iría.

La habitación era pequeña pero tenía lo necesario. Una cama de plaza y media, con dos veladores a los costados, un antiguo televisor pequeño, de esos que los canales se cambiaban con perillas, un tacho de basura y un pequeño closet sin nada en su interior. Me acerque a la ventana que estaba cubierta con unas persianas que dejaban entrever algo de afuera. Las personas se veían muy pequeñas ahí abajo. Gente que entraba y salía de la tienda de regalos sin saber qué sucedía pisos más arriba.

De pronto escuche que se abrió la puerta, entro ella completamente desnuda con un rollo de papel higiénico en la mano, una botellita de lubricante y un condón de los atípicos rectangulares en los que el preservativo está empaquetado de forma ovalada. Me pidió el dinero y seguidamente me desvestí tímidamente y cuando me disponía a sacarme el pantalón recordé que había comprado mi propio condón. Lo saque y ella me preguntó si sabía ponérmelo. Le dije que sí, pero pese a ello me ayudo a abrirlo, y cuando iba a ponérmelo se lo quite para hacerlo por mi cuenta, era un poco maniático con la limpieza y en el fondo me aterraba la idea de contagiarme de enfermedades. Una vez puesto me preguntó retóricamente si quería que me hiciera una felación, pues sin necesidad de responderle comenzó a hacerlo. Mientras veía como sus labios acariciaban mis genitales, sentí un temor muy grande que pudiera dañar el preservativo con sus dientes. El más mínimo rasguño y el preservativo perdería su efectividad. Cuando dejó de hacerlo, la levanté de la cama e intenté besarla. Luego de los primeros besos endureció los labios al punto que parecía que estuviera besando a un maniquí y seguidamente retiró su rostro. No comprendía por qué había hecho eso, después de todo, el anuncio decía que brindaría un “trato de pareja”.

Ya con la libido reducida y con pensamientos que rondaban mi cabeza ingresé en ella. Comenzó a gemir, pese a que no era para tanto. De pronto me di cuenta que me encontraba en medio de una escena sexual artificiosa, impostada, actuada y hasta ridícula en el que ella fingía placer lo más exageradamente posible para terminar rápidamente y así continuar con el siguiente. En ese mismo instante, me di cuenta que yo también comencé a tomar el mismo rol de actor, me encontraba ahí sosteniendo el vaivén de cuerpos, pero no sentía absolutamente nada. Intente besarla en el cuello, pero me apartó la cara con la mano. Luego de terminar, inmediatamente se retiró de la habitación y me dejó con una sensación de extrañeza. Solo atiné en ese momento a quitarme el preservativo con sumo cuidado y a desecharlo en el tacho que había para tal efecto.

Me vestí y salí de la habitación, la vi con el celular en la mano terminando de escribir un mensaje y mientras se ponía el teléfono en la orejame señaló donde se encontraba el baño. Me lavé las manos como un maniático con trastorno obsesivo compulsivo y mientras lo hacía comenzaron a aparecer en mi cabeza ideas sobre la posibilidad de contagio de enfermedades sexuales. Me sequé las manos y abandoné el 702 sin decir nada más.

Ya eran casi las 8 pm, caminaba por la calle con el rostro desencajado y la mirada hacia el vacío. Escupía constantemente y me limpiaba la boca con el dorso de mis manos. De pronto todo me comenzó a dar asco, mi ropa, mi cabello, mis manos, mis ojos. No quería tocarme nada ni quería tocar a nadie. Así tomé el autobús a casa, pensando en aquel preciso momento en que sus dientes tocaron el preservativo y buscando mil formas que justificaran que nada malo pudo haber pasado al mismo tiempo que me arrepentía de haber pactado esa cita.

Ese día comprendí la diferencia entre el sexo real y el simple coito. Mientras el primero tenía como finalidad la unión de dos (¿o más?) individuos para perder sus entidades propias y fusionarse momentáneamente en una sola, ya sea para procrear otro ser o para sentir placer por sentir placer, el segundo era una simple (y no tan simple) oscilación cárnica para ganar dinero (prostitución), hacer una película (actores de películas para adultos) o satisfacer bajos instintos (violadores). Algunos llaman al sexo real como “hacer el amor”, pero yo prefería no llamarlo así, porque esta denominación lleva implícita una concepción moral de lo que son las relaciones coitales. Una concepción moral y también religiosa que ordenaba en su versión más extrema practicar sexo solo cuando te casabas ante Dios, todo lo demás era considerado el pecado de la fornicación; y en su versión menos extrema, solo podías llamarlo así si lo hacías justamente “con amor”.

Pensando un poco al respecto pude llegar a la conclusión de que el sexo aunque se practique “sin amor” no deja de ser sexo real para pasar a ser un simple coito. El amor es un sentimiento tan etéreo y relativo que los amantes nunca podrán tener la certeza al 100% de que lo sienten cuando “hacen el amor”, ni siquiera las parejas “felizmente” casadas. Por ello pensaba en la situación en la que un chico y una chica que recién se conocen en una fiesta y al final de ella deciden sostener relaciones coitales, lo que comúnmente se denomina como “sexo casual” ¿es un simple coito o es sexo real? Y la respuesta evidentemente es que no puede ser un simple coito como el de dos actores pornográficos o el de una prostituta y su parroquiano, pues la pareja casual consiente y voluntariamente decide hacerlo embelesada por la seducción de sus sentidos y el avivamiento de la líbido. ¿Hay amor ahí? Seguramente no, ya que son casi completos desconocidos, pero eso no hace que deje de ser sexo real.

Ese día descubrí dos cosas: que el sexo puede ser algo tan complejo que solo surge cuando determinadas condiciones concurren en el momento y lugar precisos, y que mi sueño adolescente de ser actor porno estaba completamente descartado, aunque no dejaba de admirar la capacidad de los actores para fingir tanto un acto sexual, al punto que, en ocasiones, pudiera ser totalmente verosímil.

30 de noviembre de 2018

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