La maldicion de los que nunca se fueron.

La maldicion de los que nunca se fueron.

Luciano Nasif

06/05/2025

La maldición de los que nunca se fueron:

A veces llevamos dentro un monstruo que nos cuesta matar. Es una lucha invisible para el resto, pero imposible de ignorar para nosotros.

Capítulo 1:

-Que los cumplas feliz, que los cumplas feliz, que los cumplas Sofía, que los cumplas feliz- cantaban al unísono familiares y amigos, entre risas, brindis y abrazos.

– ¡Pedí tres deseos! – gritó alguien con alegría.

Sofía cruzó una mirada cómplice con su mejor amiga, sonrió con dulzura y cerró los ojos. El mundo desapareció por un instante. En ese silencio íntimo, deseó con fuerza tres cosas: Que el hijo que crecía en su vientre naciera sano y fuerte; que ella y Miguel encontraran pronto una casa donde criarlo; y que nunca les faltara trabajo para darle todo lo que merecía. Al abrir los ojos, el amor de los suyos la rodeaba como un abrigo tibio.

Era un cumpleaños de invierno en Buenos Aires, uno de esos días en que la lluvia se mezcla con el frio, y la ciudad se siente más gris de nunca. El festejo tenia lugar en un bar de barrio cerca del centro, propiedad de “El Tucu”, amigo de la infancia de Miguel, el novio de Sofia.

Ya entrada la madrugada, con la persiana baja y los invitados en retirada, quedaron solo tres personas en el local: Sofia, Miguel y El Tucu.

-Voy al baño – anunció Sofía, con una sonrisa tranquila.

– ¿Y Migue?, ¿Cómo vienen con lo de la casa? ¿No tenían que firmar esta semana? – preguntó El Tucu mientras pasaba un trapo húmedo por las mesas, aún desordenadas.

-Sí, si todo está en orden, la semana que viene firmamos la escritura. Con Sofi estamos muy ilusionados. Queremos arrancar esta nueva etapa como padres en nuestro propio hogar- respondió Miguel, juntando los regalos.

-Jajaja – Soltó una carcajada El Tucu- Ya los quiero ver sin dormir, renegando con el colegio y el pediatra. Pero enserio, me alegra. Siempre te dije que Sofi era una gran mina. Me acuerdo los nervios de tu primera cita, ¡estabas hecho un papelón! Cualquier cosa que necesiten, ya sabés.

-Gracias hermano- respondió Miguel sincero.

– ¡Mirá la hora que es! – dijo, mirando el celular- Sale Sofi del baño y nos vamos, que mañana tengo guardia en el hospital.

Miguel robusto y de barba prolija, tenia el pelo algo desordenado y una mirada amable. Era cardiólogo, egresado de la UBA, y trabajaba tanto en el sector público como clínicas privadas.

Sofia, alta y de cabello enrulado, era licenciada en Artes Visuales: pintaba, dibujaba, esculpía. Se habían conocido en un bar; desde aquella noche, sus vidas se entrelazaron con una naturalidad que asustaba.

-Vamos amor, mañana madrugo- le dijo miguel cuando Sofia volvió.

-Si, dale. ¿Te quedás, Tucu?

-Si, cierro caja y me rajo. Vayan tranquilos.

-Cuídate, hermano.

-Chau, Tucu- dijo Sofía, mientras recogía las bolsas de regalos.

Al agacharse para pasar por debajo de la cortina metálica, una moto pasó veloz. La lluvia seguía cayendo, más fina pero más fría. De pronto, Sofia sintió una mano que la empujó con fuerza. Que la hizo caer sobre la vereda mojada. Su cabeza golpeó contra el suelo abriendo su frente.

– ¡Dame todo o te quemo! – gritó una voz desesperada en medio de la calle vacía. La moto que había pasado dio la vuelta y se subió a la vereda.

– ¡Sofí! – gritó miguel, dejando caer todo y saliendo corriendo.

Vio al ladrón apuntando a Sofia, que yacía desmayada. Miguel se arrojó sobre él con todo el cuerpo. El disparo no salió: el gatillo hizo clic. Un fallo, un milagro, o simplemente falta de mantenimiento del arma. El ladrón respondió con violencia: lo golpeó con la culata del arma hasta dejarlo inconsciente.

– ¡Dale, pelotudo, dale! – gritaba el cómplice desde la moto.

El ladrón tomó la billetera y el celular de Miguel, y huyó.

Cuando El Tucu salió corriendo del local, todo había terminado.

– ¡Miguel! ¡Sofi! ¿Están bien? ¡Llamen a la policía! ¡Ayuda! – gritaba desesperado.

Sofía, sentada en la ambulancia con la cabeza vendada, vió cómo Miguel comenzaba a recobrar la conciencia.

– ¿Amor? Ya pasó. Estoy bien. Solo sentí un empujón… Vamos al hospital, así te ven. Seguro te den puntos- decía, conteniendo lágrimas.

-Tranquila… no e vi la cara… estaba encapuchado- susurró Miguel, tomándola de la mano.

Entonces, Sofia sitió algo que heló su cuerpo. Una punzada en el vientre. Algo frío y espeso corría por sus piernas. Bajó la vista. Sangre.

– ¡Medico!, ¡medico! – gritó con desesperación.

Capítulo 2:

En el hospital, miguel fue llevado al shock room: traumatismo de cráneo, múltiples heridas, puntos. Quedó en sala común. Sofía, en cambio fue derivada de urgencia a maternidad. Confirmaron lo que ella ya sabía: había perdido el embarazo. El hijo que tanto había deseado, ya no estaba.

Al día siguiente, cuando la lluvia cesó, un policía y una psicóloga entraron a la habitación de Sofia. La luz estaba apagada. Dormía con el rostro sereno, pero pálido. Tenia una vía en el brazo con un analgésico. En la mesa de luz, flores con una tarjeta: “Te amamos, mama y papa”, y una canasta de dulces: “para la mejor amiga del mundo”

-Buenas tardes – Dijo la psicóloga, encendiendo la luz.

Sofía abrió lentamente los ojos, como saliendo de un sueño espeso.

-Buenas tardes…- dijo con voz rasposa.

-Soy Laura, la psicóloga del hospital. Él es Alberto, oficial de la comisaría. Queremos saber si podés contarnos algo. ¿Cómo estás?

– No sé… trato de no pensar en lo que pasó. Cuando lo hago, me ahogo- respondió Sofia, con lágrimas asomando.

Laura se sentó junto a la cama y le tomó la mano.

– ¿Te vinieron a ver?

-Sí… mis papás, amigos. Me trajeron esto- señaló con la mirada.

– ¿Queres contarnos lo que recordás? No hay presión.

-Salí del bar… y después, nada. Me desperté con El Tucu encima. No recuerdo más- dijo, y rompió en llanto.

-Está bien, Sofia. Descansá. Lo primero ahora es que te recuperes.

Laura fue a pedir una indicación para ayudarla a dormir. Mientras, junto al oficial Alberto, se dirigió a la habitación de Miguel, en el cuarto piso.

-Los videos muestran poco. La moto era robada. Dimos alerta, pero ya sabés… Se esfuman en el mercado negro- comentó Alberto.

-Es criminal lo que les hicieron. Perder a un hijo así… ojalá los atrapen.

En la habitación, Miguel miraba por la ventana. Tenia la cabeza vendada y los ojos vidriosos.

– ¿Te interrumpimos? – pregunto Laura, suave.

-No… estoy bien. Dentro de todo.

-Él es el oficial. ¿Te molesta su presencia?

-No. Me enteré lo de Sofi… Me cuesta creerlo. Estábamos tan felices.

– ¿Cómo estás ahora?

-Pensando en irme. Soy médico, tengo formación, hablo inglés. Podría conseguir algo afuera. Solo tengo que convencerla.

– ¿Y crees que irse la va a ayudar? Ella no necesita escapar. Necesita sostén. Perder un hijo no se cura con distancia.

Miguel calló.

– ¿Querés contarme qué recordás?

-Solo quiero estar con ella. Nada más.

-Descansá, Miguel. Mañana vuelvo- dijo Laura, saliendo.

-Gracias por todo- dijo Alberto, cerrando su libreta.

Esa noche, la calma del hospital era apenas interrumpida por el zumbido de luces fluorescentes y el eco de pasos lejanos. En la sala de neonatología, entre incubadoras vacías y máquinas en stand-by, algo inusual sucedía.

El guardia de turno noche, Julio, se acercó al ventanal con una taza de café. Le llamó la atención una luz titilando dentro de una incubadora, como si un sensor se hubiera activado solo.

Frunció el ceño. Dejó el café en una repisa y entró.

– ¿Hola? – dijo, tanteando el interruptor.

La sala se iluminó por completo. Todo parecía en orden… salvo por una incubadora en particular. Estaba encendida. El monitor marcaba signos vitales: 120 pulsaciones por minuto. Respiración débil, pero presente.

Julio se acercó, confundido.

Dentro, algo se movía. Pequeño. Envuelto en gasas. La forma apenas era visible, pero latía. No podía ser.

– ¿Pero qué carajo…? – murmuró, retrocediendo.

En ese instante el aire se volvió denso, como si la sala se hubiera sellado. El vidrio de la incubadora se empaño. Un leve llanto comenzó a escucharse. Era agudo, gutural. No era un bebé. Era… otra cosa.

Julio, paralizado, observaba cómo la forma dentro de la incubadora parecía agitarse con violencia. Las alarmas comenzaron a sonar. El monitor oscilaba sin control.

– ¡Ayuda! – gritó, tratando de abrir la puerta. Pero no se movía. Estaba trabada.

De pronto las luces parpadearon. Todas las incubadoras se encendieron a la vez, aunque vacías. Las alarmas chillaban al unísono. Y el llanto… el llanto se multiplicó.

Julio tapo sus oídos, desesperado.

En ese preciso momento, Sofia, dormida en su cama en el segundo piso, se despertó sobresaltada. Tenía la cara empapada de lágrimas. Un nombre le golpeó la mente como un trueno, sin saber por qué.

-Tobías…- susurró, con el corazón golpeando.

La imagen fugaz de un niño, de ojos negros y piel traslúcida, se dibujó en su mente. Estaba solo. Lloraba. La miraba.

Y sonreía.

Entonces lo sintió. Alguien, o algo la observaba.

Se giró lentamente hacía el rincón oscuro, donde la luz de la calle apenas delineaba una figura. Pequeña. Inmóvil.

Sofia se incorporó en la cama, paralizada.

La figura avanzó un paso.

Era un niño. Pálido. Descalzo. Vestido con una bata de hospital, manchada de algo oscuro.

– ¿Tobías…? – Preguntó sin entender por qué ese nombre le venía a la boca.

El niño levanto el rostro. Sus ojos eran dos huecos oscuros, como pozos sin fondo. Pero lloraba. Lágrimas espesas le caían por las mejillas y se deslizaban sin sonido.

Cuando abrió la boca, no habló. Un chillido agudo llenó la habitación, como un lamento antiguo, como si su alma misma se rompiera al salir.

Sofia gritó. Pero el grito no salió. Estaba muda.

El niño alzó un brazo y señaló el suelo.

Allí, dibujado con algo rojo, había un símbolo. Un círculo con una espiral que giraba hacia dentro. Y en el centro, una palabra escrita con letra infantil: “volví”.

Sofia se tapo la boca y cerró los ojos.

Cuando los abrió, estaba sola otra vez.

Capítulo 3:

Había pasado una semana desde el robo que habían sufrido Sofia y Miguel. Él estaba de licencia. Se encontraban en casa, una casa alquilada con mas silencios que comodidades, sentados en la cocina, con dos cafés tibios entre las manos, hablando con un tono que mezclaba agotamiento y necesidad de esperanza.

-Es así Sofi… las cosas en este país no van a cambiar- dijo miguel, sin levantar la vista, mientras servía más café con movimientos lentos- Yo me quiero ir. Tengo a mi abuelo italiano, podríamos hacer los papeles, probar suerte allá.

Sofia lo miró largo, como si lo analizara desde otro tiempo y luego contestó:

-Amor, yo no quiero irme del país. Me gustaría mudarme a un lugar donde no haya tanta gente… algún pueblo chico, alguna casa alejada. Con algo de paz podría seguir pintando, vendiendo mis cuadros online y quizás así dejo de pensar en los que nos pasó.

Miguel suspiró, profundo, como si algose aflojara en su pecho.

-Está bien… quedémosnos. Yo te amo, y si vos necesitas calma, vamos a buscarla. Mañana pasamos por la inmobiliaria de Raúl, a ver si sabe de alguna casa por el interior.

Sofia asintió apenas. Agarró la taza, miró al vacío y dijo:

-Me da miedo salir… pero sí. Vayamos a averiguar.

Al día siguiente, Miguel condujo hasta la inmobiliaria de Raúl, en pleno centro. La ciudad se movía como siempre, indiferente. Estaciono la Suzuki Grand Vitara en el pequeño playón de la oficina, y bajaron en silencia. Tocaron el timbre. Tras unos segundos, la cerradura eléctrica zumbó y la puerta se destrabó con un clic seco.

-Buen día Raúl. – saludaron al entrar, casi al unísono.

-Hola chicos, buen día. Pasen, pasen, tomen asiento- respondió Raúl desde detrás de un escritorio de roble, ordenando unos papeles. Tenía la voz ronca, arrastrada por años de cigarrillos y cafés fríos- ¿Cómo vienen levando… lo del otro día?

-Esperando que haya alguna novedad- respondió Sofia, seca, sin ganas de explicar.

Raúl asintió con seriedad, dejó los papeles a un costado y se reclino en el sillón.

-Mirá, no sé si es buen momento para hablar de prioridades, pero si están buscando un cambio, puede que haya algo interesante. Igual, ustedes me dirán qué buscan con exactitud.

Miguel miró a Sofia y luego habló:

-Una casa alejada. No nos interesa ciudad ni barrios cerrados bi edificios. Algo con terreno, arboles… silencio. ¿Conocés algo así?

-Casas a así no aparecen todos los días… pero justo vinieron en un buen momento- dijo Raúl, mientras se incorporaba y sacaba una carpeta polvorienta de un cajón lateral-. En dos días tengo que viajar al sur de la provincia. Un colega me pidió que lo acompañe a subastar una casa. Me dijo que la prioridad es bastante particular… y que los dueños quieren sacársela de encima cuanto antes.

-Particular en qué sentido- preguntó Sofia, frunciendo el ceño.

-Vieja, grande, con historia- dijo Raúl encogiéndose de hombros-. No me dio muchos detalles. Pero si quieren, les paso la dirección y van. La subasta es al mediodía.

– ¿Y sabés en qué precio arranca? – consultó Miguel, algo más tenso.

-La base es de diez mil dólares. Eso ya dice bastante. Tiene dos pisos, un parque grande… parece de esas casas que en las fotos enamoran, pero en persona te hacen dudar.

Sofia cruzó una mirada con Miguel, y él murmuró:

-Vamos a necesitar pedir plata prestada si vamos a pujar.

-Háganlo. Si se deciden, les mando la ubicación por privado. Pero vayan con los ojos abiertos. El sur de la provincia guarda secretos que no siempre quieren ser descubiertos- agregó Raúl, medio en chiste, medio serio, mientras les estrechaba la mano.

Dos días después, Sofia y Miguel viajaron hacia el sur. El camino se volvió cada vez más angosto, más despojado. Llegaron al punto indicado cerca del mediodía. La casa se veía desde la ruta: dos pisos, algunos arboles desordenados, un molino oxidado al costado. El ingreso era por una tranquera de alambre flojo, y después, varios metros de huella entre pastos altos y tierra dura. La construcción que era antigua. Se notaba en los bordes comidos por el moho, en las paredes que transpiraban tiempo.

Miguel estacionó al lado de una vieja Ford F-100 que parecía olvidada ahí desde otra época. Al bajar, vieron a Raúl conversando con un hombre mayor, rodeado por tres sujetos que no les quitaban los ojos de encima.

-Buen día- Saludó la pareja mientras se acercaba con cautela.

-Hola llegaron justo. Les presento a Damián, mi colega- dijo Raúl, señalando al hombre mayor de edad- Y ellos son vecinos de la zona. También vinieron a ofertar.

Damián romo la palabra enseguida:

-Bueno, como estamos solos, seamos directos. Esta es una casa antigua, grande, muchas habitaciones, baños arriba y abajo, cocina, comedor, parque. Tiene lo que buscan… si no les molesta el pasado que carga.

Sofia y Miguel se miraron, confundidos. Pero antes de preguntar, Damián continuó:

-La subasta comienza en…

-Veinte mil- Interrumpió Miguel, con la voz seca.

-Veinticinco mil dólares- respondió uno de los hombres, sin titubear.

-Treinta mil- dijo miguel, firme, con una mirada que no buscaba amigos.

-Treinta y cinco mil. No te va a gustar vivir acá. Esta casa no acepta a cualquiera- dijo otro, casi en un susurro, pero de tono amenazante.

Sofia avanzó un paso.

-Cincuenta mil. Última oferta.

Un silencio incómodo se extendió por unos segundos. Todos miraron al tercer hombre, que no había hablado.

Este escupió al suelo, miró la casa y dijo:

-Déjenlos. Que se la queden. Total… van a terminar como los anteriores. O peor. Vámonos.

Sin decir más, los tres subieron a la vieja F-100 y se fueron, dejando una estela de polvo detrás.

Sofia se giró hacia Damián, pálida:

– ¿Qué quisieron decir con eso de “los anteriores dueños”?

Damián los miró, sonrió con incomodidad y respondió:

-No les den bola. La gente por acá habla mucho. Vamos a tomar un café, así le explico cómo sigue el trámite.

Pasado el mes, con todos los papeles firmados y sellados, Miguel y Sofía finalmente se instalaron en la antigua casa. Durante los primeros días, se dedicaron a purgar el lugar: lijaron paredes, barrieron techos, quitaron telarañas que parecían tener años y abrieron cada ventana para que el aire nuevo ahuyentara el olor a encierro. Miguel consiguió trabajo en el hospital del pueblo. Sofia, en cambio, reclamó para sí un cuarto del ala norte, donde un ventanal enorme daba al parque trasero. Ahí, en el rincón más silencioso de la casa, armó su taller. Volvería a pintar.

Una noche, el aire cambió. La niebla bajó espesa como una lengua de polvo. Después de cenar, ya en la habitación, Sofía cabalgaba a miguel con un ritmo pausado, casi ritual. Él le recorría la espalda con las manos. Ella jadeaba, con los ojos cerrados, y le murmuró:

-Te amo…

Entonces se oyó un mugido. Largo. Grave. Como si un toro hubiera exhalado desde el fondo de la tierra. Sofia se detuvo. Giró la cabeza hacia la ventana empañada. Afuera, apenas un halo blanco.

– ¿Escuchaste eso?

Miguel no alcanzó a responder. Otro mugido retumbó, más cercano, más espeso. Ella se sentó sobre él, tiesa.

-No me gusta…-dijo, apenas un susurro.

Y entonces: *Pum, pum, pum, pum*

Cuatro golpes secos, pesados en la puerta trasera.

Miguel se incorporo al instante. Buscó su pantalón en el piso mientras Sofia se tapaba con la sabana como si con eso pudiera protegerse del mundo.

-Miguel, no vayas… Por favor, no bajes- suplicó.

Él la miró de reojo mientras se abrochaba el botón del pantalón.

-Quedate acá- dijo, seco, sin titubear.

Bajó las escaleras. Abrió la puerta trasera y la niebla lo engulló de inmediato. El aire olía a tierra mojada y algo más… algo rancio. Giró la cabeza y vio la bolsa de basura desgarrada, con los restos esparcidos como si algo hubiera hurgado con rabia.

-Algún jabalí…- murmuró para sí.

El chasquido de una botella rompiéndose lo hizo girar de golpe.

– ¿Quién anda ahí? – gritó, con la voz firme.

Silencio.

– ¡¿Quién carajo anda ahí?!- volvió a decir, con más fuerza, aunque con menos convicción.

La niebla no contesto. Solo el zumbido del viento.

El corazón le latía en las sienes. Dio un paso hacia atrás, luego otro. Cerró la puerta con fuerza y apoyó la espalda contra la madera. No había nadie. Pero algo estaba.

A la tarde siguiente, Sofia estaba sola. Pintaba desde temprano en su refugio, con el ventanal como única compañía. El día había amanecido gris, plomizo. Merendaba mate con tostadas cuando escuchó los primeros golpes de lluvia en el techo. Caminó hacia la cocina. El golpeteo se intensificó. Se acercó a la ventana, pero no era agua lo que caía.

Eran pequeñas esferas blancas. Al principio pensó que era granizo, pero no sonaban igual.

Abrió la puerta trasera. Afuera, un tapiz de humedad y hojas secas. Se agachó. Tomó una de las esferas con la punta de los dedos.

No era granizo. Era un diente. Un diente humano.

Lo soltó. Dio un paso atrás. Luego otro. Entró corriendo a la casa y con su celular marco el número de Miguel con manos temblorosas.

Minutos después, Miguel frenó frente a la casa. Sofia ya lo esperaba afuera, Pálida, con el rostro desencajado. Cuando él bajó de la camioneta, ella lo abrazó con fuerza.

-Ya está. Ya pasó- le dijo Miguel, con voz serena, mientras le besaba la frente.

Sofia lo llevó hasta el parque trasero, le señaló el lugar donde habían caído los dientes. Pero no había nada. Ni uno. Ni rastro.

-Amor era lluvia. Me agarró cuando venía para acá. Justo empezó fuerte.

-Yo sé lo que vi- Respondió ella, temblando- No era lluvia ni granizo… eran dientes, miguel. Estaban por todos lados. Blancos. Perfectos. Humanos.

Se quebró. Lloró. Miguel la abrazó, fuerte.

-Pasamos por mucho, Sofi. Yo te creo.

-No me creés. Lo sé. Me mirás como si estuviera loca…

-Shh… tranquila- la apretó contra su pecho-. Te creo. Aunque me dé miedo.

La noche había caído con un manto espeso sobre el campo. Miguel salió rumbo al pueblo para hacer unas compras de última hora. Sofía, en cambio, decidió quedarse en casa. Había algo reconfortante en estar sola allí, rodeada por los crujidos de esa vieja estructura que aún no terminaba de conocer. En la cocina, cortaba tomates para una ensalada mientras el tintineo del cuchillo se mezclaba con el murmullo del viento. Un a copa de vino tinto acompañaba la escena, reposando a medio beber junto a la tabla de picar.

Un golpe seco interrumpió la paz: una ráfaga de viento inesperada tumbó una maceta desde el alféizar de la ventana. La cerámica estalló contra el suelo, y Sofia pegó un salto, llevándose una mano al pecho.

– ¡Dios! – murmuró, con una sonrisa nerviosa, intentando restarle importancia.

Tomó su copa de vino y se trasladó al hall de entrada. El silencio era espeso, como si la casa contuviera la respiración. Se sentó en el sillón, apoyó la copa sobre la mesa y entonces lo vio: dos sombras humanas cruzaron fugazmente por el pasillo. Se incorporó de inmediato, con el corazón palpitando con violencia.

– ¿Quién anda ahí? – preguntó, su voz quebrada por la tensión.

Nada. Solo silencio como respuesta.

Volvió a la cocina, los pasos cautelosos. No había nada fuera de lugar, salvo la maceta rota. Respiró profundo, se masajeó las sienes. Quizás los nervios, el vino, el ambiente extraño. Con un suspiro resignado, regresó a su copa.

La vieja casa escondía secretos en cada rincón y uno de sus encantos era la bañera en la planta alta, ideal para largos baños calientes. Sofia decidió relajarse. Llenó la tina, dejó que el agua se mezclara con el jabón líquido, y dejó su copa sobre el borde. Se desnudó con parsimonia, disfrutando del momento. Se sumergió y dejó que el calor la envolviera. Cerró los ojos, con el vino aún en la boca.

Pero la paz no duró.

Una mano fría como el mármol emergió de la nada, se cerró sobre si rostro y la hundió violentamente. Sofia se debatió bajo el agua, pataleó, arañó el aire, hasta que su desesperación golpeó la copa, que se estrelló contra el piso en mil pedazos.

Cuando Miguel regresó, las luces de una patrulla rural pintaban la oscuridad de luces azules. Un oficial lo esperaba en la puerta con expresión tensa.

– ¿Dónde está? ¿Está bien? – preguntó miguel agitado.

-Está adentro. Fue ella quien llamó. Dijo que alguien intentó ahogarla en la bañera.

– ¿Cómo?

-No encontramos huellas, ni marcas en el piso mojado. Ella dice que había gente afuera con túnicas y antorchas. Le pregunto sin rodeo: ¿es alcohólica?

-Sé quién fue- dijo miguel, evitando responder- Cuando vinimos a la subasta había tres tipos locales que se quedaron con la sangre en el ojo. Quieren asustarnos.

-Tal vez los Wagner. Son gente rara. No siempre se dejan ver. Le aconsejo comprarse un arma.

– ¿Cómo que un arma? ¡Usted es la policía! – gritó miguel, viendo cómo el oficial se marchaba.

Adentro, Sofia estaba pálida, temblorosa.

– ¿Fueron los mismos que estaban en la subasta? – preguntó Miguel.

-No sé- respondió ella, con la voz quebrada-. Solo sé que alguien me atacó.

-Pero… ¿te soltaron así nomás?

– ¡Estaba ahogándome! Cuando salí, no había nadie. Llamé a la policía, después a vos.

Miguel la miró fijamente.

– ¿Qué? – inquirió ella.

-El policía me preguntó si eras alcohólica.

-No estoy alucinando. Esto pasó. Me atacaron.

-Te creo- dijo él, bajando la cabeza-. Te creo en todo lo que me decís.

Y aunque su voz sonaba firme, en el fondo de sus ojos se encendía una chispa de duda, o quizás de miedo. Porque en esa casa, algo los estaba observando.

La noche caía espesa sobre la casa, como si el campo entero contuviera la respiración. Miguel no podía dormir. Algo lo inquietaba, algo que no sabía nombrar pero que se filtraba por los muros. Se levantó en silencio para no despertar a Sofia, se calzó las zapatillas como quien se prepara para una guerra y bajó las escaleras, atento a cada crujido.

Ecos sordos rompieron el silencio del exterior. Fue hasta la cocina, abrió el cajón y agarró el palo de amasar como si fuera su única defensa. Empujó la puerta y salió. El aire era denso. Y ahí, en medio del camino de entrada, una cabeza de toro lo miraba. Inmóvil. Sangrante. Incongruente. Miguel retrocedió un paso, sintiendo un pánico visceral que le trepaba por la espalda como un animal salvaje.

A la mañana siguiente, decidió enterrar la cabeza. No dijo nada a Sofia. ¿Qué sentido tenía cargarla aún más con esa imagen? Ocultó la verdad para evitar sembrar más temor. Pero en su cabeza la pregunta persistía: ¿serian los Wagner? Todo apuntaba a ellos.

Ese mismo día, viajó al pueblo y compró un sistema de cámaras de seguridad con transmisión en vivo. Le pregunto al vendedor si podía instalarlas. “Sí, por supuesto”, respondió el hombre, caso como si supiera. Al caer la tarde, ya estaban montadas en los cuatro puntos de la casa.

No quería que Sofia quedara sola. Por eso llamó a su hermana menor, Martina. Martu. Sabía que la relación entre ambas era cuerda tensa, casi cortada. Martina despreciaba a Sofia. Decía que el arte no era trabajo, que sus alergias eran caprichos, que tenia enfermedades inventadas. Martu había sido deportista. Las lesiones la habían llevado a los analgésicos, y de ahí, al abismo. Una partilla al día se volvió una cada hora. Hasta el accidente. El auto, el hospital, la recuperación y luego la psicología. El posgrado. Y la obsesión por evitar que otros repitieran su historia.

Esa noche, mientras Miguel estaba de guardia, Sofia, preparaba la cena con una copa de vino en la mano. Cortaba verduras con una cuchilla grande cuando sintió algo. No fue un ruido, fue una presencia. Como una respiración extra. Dejó la cuchilla en la mesada y se asomó al hall. La puerta, inmóvil. La escalera, muda. Volvió a la cocina.

La cuchilla ya no estaba.

Miró alrededor, y entonces la vio: clavada en la manzana de la frutera.

-Huele bien- dijo una voz detrás de ella.

– ¡Dios, Martina! ¡Me asustaste! ¡No camines así! ¡casi me infarto!

-Mi hermano está con una loca, histérica. ¿Y desde cuando cocinás vos?

– ¿Por qué ese sarcasmo? Cocinar me relaja.

-Claro. Dibujar, cocinar, tomar vino… todo muy bohemio.

– ¡Sí! – respondió Sofia, sirviéndose otra copa y bebiéndola de un trago.

-Preferiría que no tomes mientras estoy acá. Tranquila, hace mucho no me alcoholizo. Además, alguien tiene que protegerte de los salvajes del campo. Jajaja.

-Lo voy a intentar, “cuñada”- dijo Sofia, con una sonrisa forzada.

Martina dormía en otra habitación. Algo la despertó. Mugidos. Primero lejanos, luego intensos. Se incorporo, fue hacia la ventana. La puerta de su habitación se abrió sola, chirriando.

– ¿Sofi? – susurro, justo cuando una botella de vino rodó por el piso.

Martina la recogió, enfurecida, y fue a la habitación de Sofia.

– ¿Te parece gracioso? ¿Estas jodiendo?

– ¿Hacer qué? – preguntó Sofia, despertando aturdida.

– ¡Esto! – exclamó, mostrándole la botella.

-Yo no hice nada. Estaba durmiendo. Y no, no me terminé ese vino. ¿No serás vos la que alucina?

– ¿Qué? ¡Estoy acá porque vos alucinas, tarada!

En ese momento, el celular de miguel vibro. Una alerta. El sistema de cámaras había detectado movimiento. Al revisar, Miguel vio figuras humanas con antorchas rodeando la casa. Inmediatamente trató de llamar.

– ¡¿Cómo voy a hacer rodar una botella vacía, loca de mierda?!- seguían discutiendo, ignorando el celular silenciado.

Miguel colgó. Volvió a mirar las cámaras. Una manada de figuras con antorchas rodeaba la casa. Recordó algo que su hermana solía decir: “nada da más miedo que el humano en manada”.

– ¿Dónde estabas cuando tu hermano estaba internado? ¡Ahogada en alcohol!

-Shh- la cortó Martina-. Alguien se metió en la casa.

Salió al pasillo. Se filtraba un chillido agudo que erizaba la piel.

– ¡Hey, no me dejes sola! – murmuro Sofía, tomándola del brazo.

-Shh- la silencio otra vez.

– ¡Ayúdenme! – grito una voz desde el hall.

Se corto la luz. Gritaron. Corrieron a refugiarse en la habitación.

Miguel, sin respuestas de nadie, tomó las llaves de la camioneta y salió como un rayo.

En la casa, todo se volvió eterno. Tac, tac, tac. Los pasos sonaban sobre el piso como un ritual fúnebre. Tac, tac… y de pronto, nada. Un silencio espeso se apoderó del ambiente.

-Aprovechemos a salir- susurró Martina.

Bajaron juntas. En el hall, un montón de dientes humanos cubría el suelo.

-No puede ser…- musito Sofia, helada.

Cuando miguel llegó, las encontró paralizadas.

– ¿Cómo hicieron esto tan rápido? – preguntó incrédulo.

-Eso es lo de menos. -Se metieron en la casa. –

Migue. Nos asustaron. Nos encerramos. Y después… esto- dijo Sofia, señalando los dientes.

Miguel los observaba, mudo.

-No quiero pensar que sean los Wagner intentando echarnos…

Martina necesitaba un cigarro. Subió, bajó y salió por la parte trasera. Mientras fumaba, escuchó algo cerca del molino. Caminó hacia allí. Nada. Pero al girar…

Una cabeza de toro. Y detrás de ella otra más. Todas colgadas.

Martina gritó. Se llevo las manos a la cara.

Y luego, todo se volvió negro

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