La gente suele pensar en los cangrejos como quien piensa en cualquier otro animal, pero permíteme señalarte que no dejan de estar del todo equivocados, por lo bajo. Los cangrejos son el único ser vivo completamente inmortal. Así de simple.
Si alguna vez te hablaron de esto, te lo mencionaron, o desde ya intentaron convencerte de que lo anteriormente señalado es cierto, permíteme expresarte mi compadecimiento, en serio, sinceramente te compadezco porque, dudo que alguien haya estado minimamamente capacitado como para darse el lujo, en negrita, lujo, de ostentar sus nulos, nulísimos conocimientos crustaceáles al “enseñar”, al “iluminar” a un iluso como tú. Los cangrejos son inmortales, y esa es la única verdad, ahora, puede esto ser totalmente cierto (que lo es) y todo lo que queramos, pero no podemos, no debemos aceptar desde nuestra posición privilegiada como entes razonantes y pensantes que nos metan el dedo en la boca estos sabelotodo aspiracionales del tercer mundo.
Como base, sabemos desde ya de la nula existencia de mortandad en la población cangreja desde tiempos antiquísimos. Jeroglíficos en las paredes contiguas a la tumba del faraón vigésimo tercero, apodado tal y como apodarían tiempo después a los miembros de su progenie, de esa casta de faraones que compuso por alrededor de un siglo gran parte de sus descendientes directos. Jamás amó mujer alguna; el faraón se decantaba por placeres más allá de lo coloquialmente corporal y lo banal. Obsesionado por estos placeres limítrofes, se vió a sí mismo muriendo en la absoluta soledad, desilusionado: era mortal. La inmortalidad sin duda ha sido, es y será un tema delicado pero transgresor, ya que corrompe a los mortales; los conduce a la locura, a la abstracción y, por último a la muerte, contradictorio, sí, desde luego.
Cuando la expedición fatídica finalizó, el recientemente galardonado Profesor Horace Wellington desembarcó en sus tierras con el inexplicable sentimiento que siente uno al olvidársele algo en algún lugar. En casa de su madre, acostumbraba a beber por las noches, pero desde aquel día martes en que desembarcase en el muelle principal, se prometió a si mismo dejar de beber de manera tan rutinaria, y es que estando tantos meses en un continente donde las bebidas alcohólicas prácticamente no existían (las reservas de whisky se acabaron antes de la primera semana de expedición), se había acostumbrado a la fuerza a suplir la necesidad alcohólica con sustancias hasta diez veces más potentes-el mismísimo chamán de la provincia así lo había dicho-. Al principio no significó más que un ritual ceremónico de bienvenida a los foráneos hombretones, quienes probablemente abandonarían sus tierras a la primera experiencia corporal-inexplicable, como el mismísimo profesor solía llamarles- producto del elixir chamánico que la aldea entera preparaba cuando divisaban a lo lejos las embarcaciones inglesas. Nunca pudo enlistar en su totalidad los ingredientes que potenciaban la infusión alucinógena, no obstante, descubrió cerca del ochenta por ciento de sus componentes.
Primero que todo, no usaban agua convencional, mucho menos potable. Al líquido en que los diversos ingredientes se disolvían lo llamaban sangre del dios. Tomando en cuenta que la aldea-y la provincia en general- estaba alejada de las sociedades teocéntricas y que las religiones del mundo como el catolicismo estaban a miles de kilómetros de allí, el dios al que se referían no era el mismo dios al que la tripulación rezaba cada vez que uno de ellos moría de hipotermia o se lanzaba por la borda siguiendo las órdenes de la sirena de turno. Seguramente jamás llegasen por si solos a la conclusión de que los demás dioses iban aún más allá de ese plano espiritual en que ciegamente se abstraían por las noches, para sobrevivir a otra noche sin sueño, y a otra noche con los huesos helándoseles, probablemente nunca llegasen a conocer la sangre del dios siquiera, nunca se sabía; “gajes del oficio”, repetía el profesor una y otra vez a la tripulación cuando uno de sus compañeros perecía, culpa de la muerte súbita que en la última semana de travesía cobró diez vidas. Diez vidas puede sonar hasta insignificante, pero anda a decirle eso a un hombre de mediana edad, que en el último año vió a más de la mitad de sus compañeros de trabajo, compañeros de andanzas, hasta de vida, de esa vida rutinaria que debía soportar ese hombre de mediana edad, morir. Dudo que sea mínimamente grato haber “superado” la muerte de gran parte de tus amigos para que de la nada, la muerte venga a cobrarse otras diez victimas, y en el sueño, que puede ser hasta peor. Solían quedar paralizados, en estado catatónico, como petrificados; deformados, como en la peor pesadilla de un hombre del mar.
En segundo lugar, los ingredientes provenían casi en su totalidad de los alrededores de la aldea, habían bosques nativos en toda dirección, diferentes especies por cierto. Al norte, árbustos autóctonos de más de diez metros, al sur, árboles frutales asilvestrados, y al este y al oeste, enredaderas enredadas en murallas de caoba nativa. La corteza de esa especie de muralla servía como cuenco dosificante, para así evitar y prever los riesgos que podría traer consigo la sobredosis accidental. La fruta de los árboles silvestres, tenía propiedades endulzantes, esencial sin duda, porque según el chamán, la sangre del dios era lo más amargo que en su vida había probado, esto tomando en cuenta que el conocimiento colectivo en materia de especias, infusiones y hierbas sanadoras en general provenían de su propia experiencia.
El chamán tenía una suerte de almanaque en su choza, especificando así todas y cada una de las flores, las plantas, y demases; clasificandolas así según sus propiedades-sanadoras,comestibles,misteriosas-, todas y cada una de ellas exceptuando una.
El misticismo que traía consigo la figura del chamán era esencial para que la comunidad que conformaba la aldea funcionara correctamente, sin la mística, probablemente no existiría esa suerte de imaginario colectivo que los hacía creer fehaciententemente en las propiedades homeopáticas de la selva en que habitaban desde tiempos inmemoriales.
El ingrediente esencial, que significaba el veinte por ciento faltante en la lista del profesor, fue una incógnita que perduró por alrededor de un mes en la mente del honorable Profesor Horace Wellington; cuando al fin logró descomponer y por ende, conceptualizar el inefable hasta esas alturas, componente, sintió una especie de iluminación que iba más allá del cúmulo mántrico que solía repetirse cada noche antes de dormirse, a eso de las tres de la madrugada le alcanzó, y alcanzó así también lo más cercano a un orgasmo en su área tegemental ventral, y alcanzó así también lo que años más tarde sería el proveedor principal de su creciente adicción dopamínica; la cúspide de su carrera.
Tildado de vendedor de humo por un sinfín de comerciantes de rasgos arábicos, el chamán había acostumbrádose a despertarse odiando a los forasteros, por ende, cuando el mensajero le avisó que esa misma mañana habían avistado un barcoluengo avistando sus tierras, ni se inmutó. No obstante, más temprano que tarde se hizo parte de la expedición intimidatoria que a esas alturas del trimestre estaba en su fase cúlmine, tal vez al borde del fracaso, tal vez a punto de lograr lo que ninguna otra tribu había logrado hasta esa tarde de encanto magistralmente orquestado.
Domesticar a los salvajes.
OPINIONES Y COMENTARIOS