La hoja seguía en blanco.
El repiqueteo de sus largas uñas, coloreadas de un azul brillante, contra la madera de la mesa era evidencia de su fastidio. Ya llevaba allí sentada más de una hora y aún no había escrito nada.
Todo quedo en orden tras sus tareas cotidianas. Lavo los cuchillos, ordeno los frascos, limpio el piso. Hizo todo con método y precisión, anhelante de poder llegar a ese punto. Ahora que lo tenía no podía disfrutarlo.
Trato de eludir en su mente el blanco de la hoja buscando así la inspiración que no le llegaba, pero la recepción de estimulantes sensoriales, específicamente auditivos y olfativos, le complicaron la tarea. Un murmullo que se colaba por la ventana que daba al patio de los vecinos chocaba con un penetrante olor a carne quemada que salía de su propia cocina. Imposible concentrarse así.
Enfadada se deja ir. Se recuesta. Expulsa el aire de sus pulmones y a punto esta de largarse y abandonar su empresa cuando el caos rebosante de entropía que se disparo a continuación le mantuvo al filo.
Un proyectil esférico irrumpe en el espacio de su casa, específicamente en dirección norte-sur – desde la misma ventana de la que venía el murmullo – choca contra las baldosas del piso y rebota en dirección al comedor, a cuatro metros de la mesa donde ella se encuentra sentada. Su primer instinto, por lo aprendido en las películas, es de lanzarse debajo de la mesa, pero la rapidez con la que ocurre, y sobre todo el miedo, la hacen permanecer estática.
El proyectil se estrella contra una rinconera muy cerca de ella, el estrépito de los cristales es ensordecedor. Esquirlas brillantes y filosas se desparraman por el piso.
El objeto, que ahora puede adivinar redondo, pierde velocidad pero aún se mantiene en movimiento girando caóticamente hasta quedar a escasos centímetros de sus pies. Al mismo tiempo logra escuchar gritos e insultos que provienen, con toda claridad, desde el patio de los vecinos.
Aterrada ve el objeto detenerse. Ahí cerquita, al toque de la mano. Es una esfera compuesta por un entramado de triángulos equiláteros de color negro, ordenados en perfecta concatenación para formar, con el toque de sus vértices, pentágonos regulares que en la superficie del objeto aparecían coloreados de blanco, en uno de los cuales se leía la marca del fabricante – Tamanaco – y justo debajo: Balón Fútbol N°5.
Pero la sucesión de catástrofes, una detrás de la otra, era previsible. No le dejo tiempo a reaccionar. En menos tiempo del que ocupo en levantarse a limpiar el desastre que se desparramaba en el piso de su comedor, la vos de un niño llamando a su puerta demando su atención.
“disculpe señorita, no volverá a pasar” fueron las últimas palabras del chico.
Un cuchillo de mesa le corto la garganta de tajo, no, de mesa no, no es lo suficientemente filoso. El de cortar carne mejor.
Arrastra su cuerpo aun tibio hasta la mesa del comedor. El pobre no atino a oponer resistencia. Intento morder cuando ella, no, mejor el… cuando él le cubrió la boca con su mano, pero la fuerza del infante no representaba ningún obstáculo para la poderosa fuerza de sus brazos.
Con malicia insana inhala el olor a carne quemada que aún permanece en la cocina desde el almuerzo, como anticipando lo que estaba por venir. Hay euforia en su semblante. Quiere disfrutar su venganza.
Desecha la idea de continuar con el cuchillo. Quiere teatralidad para su performance solitario. Camina danzante buscando entre el reguero, de sangre y esquirlas, un trozo del cristal roto en el piso, uno que le pueda hacer las veces de desollador.
Y se dispone a cumplir su tarea con gran…
– Señorita… Señorita… ¿si me va a devolver mi balón?
La voz cantarina del niño la sustrajo de sus maquinaciones.
Como si volviese de una realidad alterna. Un mundo ajeno. Se encuentra de pie en el umbral de la puerta. En frente suyo esta el hijo del vecino quien le ruega por el balón.
Apenada se apresura a despachar al pequeño regresándole su pelota sin siquiera reparar en los perjuicios acaecidos.
El murmullo que entra por la ventana es ahora un grito de triunfo.
Recuperaron el proyectil.
Alterada vuelve a sentarse. La hoja aún permanece en blanco delante de ella, amenazante.
Un sudor frió le cubre la frente de gotitas perladas, al igual que le cubre la palma de la mano. Un crimen acaba de suceder en su imaginación, pero ella se siente culpable. Culpable como si el homicidio hubiese sido real.
Toma el bolígrafo y arribita de la hoja, por encima de la parte rayada, con una caligrafía apurada y una letra temblorosa, escribe: matar a un niño, para un relato, es una idea terrible.
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