¿Qué es una espada? Algunos diréis que es simplemente un arma con la que atacar y otros que es protección. Para los líderes de los reinos son herramientas de liberación, mientras que para los herreros son el resultado de sus herramientas. Un artículo más para los mercaderes ambulantes o el legado de una generación que deja el futuro en las manos de los más jóvenes. Una vez escuché a un hombre orgulloso decir que era una extensión de su cuerpo, justo antes de perder el brazo que la sostenía. Irónico. Son todo eso y más, pero sobre todo son portadoras de leyenda y creadoras de historia. Es por eso que os voy a contar la unión de ambas, hoy inseparables, de una espada digna de reyes y reinas.
Largo tiempo atrás, cuando los ancestrales robles de las montañas no eran más que pimpollos alzando sus primeras ramas al cielo, el continente era joven y rebosaba de magia. Entonces las criaturas místicas abundaban, no como como ahora para la que aclamar un avistamiento es de dudosa veracidad. Bandadas de napures se podían encontrar en los campos, reposando sobre arbustos, hasta que algo se les acercaba e hinchaban sus peludos cuerpos redondos para alejarse flotando. Si hubierais seguido con la mirada a alguno de estos livianos roedores seguramente veríais algún dragón en la distancia. La magia hacía crecer la vida, nutriéndola, haciendo florecer la cualidades de cada ser que tocaba. Sin embargo, en las zonas más inhóspitas también florecían, a su manera, seres capaces de luchar contra la adversidad, desarrollando habilidades que harían temblar hasta a los más veteranos del gremio de cazadores.
Fue desde la oscuridad de los abismos donde surgió una especie decidida a ocupar lugares más amables. Su paso cambiaba el entorno para volverlo de su agrado, desplazando a cada criatura y condenando a aquellas que permanecían. Un avance que finalmente acabó cruzándose con el reino elfo, quienes entonces gobernaban orgullosos las tierras del continente. Las ruinas de Taer Gond y Eithel Sant son ejemplos que nos traen retazos de la magnificencia de los tiempos pasados, y entonces no iban a rendirlas fácilmente. Así comenzó una lucha que se alargó más de lo que los elfos vaticinaban. A pesar de su sabiduría acumulada tras los siglos, pocas estrategias son fructíferas con un adversario forjado en la oscuridad, capaz de adaptarse a cualquier circunstancia.
Mientras, los humanos, una especie en aquel tiempo muy joven, se habían visto forzados a retirarse a los picos de las montañas, donde se escondían para sobrevivir, cerrándose en una época en la que el título de regente o capitán no significaban nada. Los clanes, normalmente en trifulca, se habían desbandado, luchando entre sí por comida y al mismo tiempo contra la oscuridad.
La magia había alzado el caos en el continente, y no era como ahora, que los magi la estudian y les rebosa el conocimiento en sus inmensas bibliotecas. No, entonces era desconocida y salvaje. Las únicas capaces de rozar su poder eran las sacerdotisas del reino por medio de rituales rodeados del misticismo y creencias que, en multitud de ocasiones solo consistían en demostraciones de fe. Sin embargo, esos rituales podían llegar a ser poderosos catalizadores de magia cruda e impredecible, semejante a los antojos de unos dioses caprichosos. Por ello, la última opción del rey Annandel sería ceder bajo la presión de sus conejeros y recurrir a la magia. Pero ¿Qué hay más firme que la testarudez de unas viejas orejas puntiagudas? Las hojas forjadas en las fraguas de un maestro herrero. Expertos en la precisión y en la paciencia, no sólo de sus brazos si no de su lengua también, pues las obras que producían no solo eran filigranas o herramientas de combate, también eran símbolos de tratados y pactos entre las diferentes casas y gremios élficos. Tal era el prestigio que se le daba, y se le sigue dando, a la artesanía elfa, que las palabras de sus maestros llegaban a ser escuchadas en los grandes vestíbulos de las casas y hasta en la corte.
Entonces, con la calma de un lago cristalino, Laicfae, maestro herrero de la fragua real, se dirigió a su rey con intención de atravesar la gruesa barrera en el interior de Annandel.
– Os lo suplico, mi rey, permitidme este trabajo. Ante un enemigo tan feroz, tan resiliente, necesitamos nuevos métodos –
– ¿Y arriesgar la posibilidad de poner en peligro más vidas de las que ya hay? – Respondió el soberano. Se encontraban sentados en un banco de piedra, ornamentado como si de un tronco se tratara, en los jardines interiores del palacio. Aquella era una conversación informal y por ello Annandel portaba una túnica de largas mangas, blanca con bordados de color verde, mientras que Laicfae llevaba las prendas finas y ceñidas de trabajo en la forja. Ambos se encontraban uno al lado del otro y se miraban fijamente, una confianza creada tras eras. Annandel tenía una mirada cansada bajo sus largas cejas plateadas que se extendían más allá de su frente que era respondida por una mirada decidida del herrero – ¿Cuántas veces tendré que repetirlo Laicfae? –
– Comprendo vuestro temor – Dijo Laicfae tratando de tranquilizar al rey – Pero nos estamos quedando sin opciones y estoy dispuesto a sacrificar lo que sea necesario para encontrar algo de esperanza para vos y nuestro pueblo –
– ¡Pero yo NO! – El grito resonó por más allá del jardín, en los pasillos de mármol del palacio, perdiéndose en la distancia. Al instante Annandel sintió sus fuerzas abandonarle y encorvó la espalda – He visto demasiadas veces sacrificar lo que es necesario – Dijo en un susurro y dejó caer su cabeza, perdiendo la mirada en el suelo cubierto de una fina hierba rizada.
Laicfae permitió un momento de silencio y colocó su mano sobre el hombro del apesadumbrado monarca. – Os colocáis una carga injusta sobre vos. Por muchos años os he visto guiar a nuestra gente hacia un futuro prospero, sopesando las consecuencias de cada camino y eligiendo sabiamente – Dijo amablemente el herrero – Pero el abismo en el que nos encontramos no lo habéis elegido y pocas son las opciones que nos quedan para salir –
Annandel giró la cabeza, sus ojos cansados se encontraron de nuevo la mirada de Laicfae. En ellos el rey vio esperanza, generada en el corazón de un maestro que confía en su arte. Sin embargo, el monarca había vivido lo suficiente para saber que aún la certeza hay incertidumbre – Laicfae, amigo mio, tienes razón. El pueblo es libre de elegir cómo dedicar su esfuerzo en una causa correcta, y tú tienes contigo una gran dedicación. Pero ya no puedo soportar más noticias de pérdida –
El herrero respondió rápidamente – Entonces no esperéis a las noticias, mi señor, acompañadme y asegurémonos de conseguirlo –
Algo tienen los artesanos que son capaces de transmitir su pasión en los demás. O sencillamente ya está dentro de todos y son capaces de hacerla brillar para que nos demos cuenta. Esto fue lo que el soberano de los elfos recibió ese día, la pasión por salvar a su pueblo, siempre presente, pero brillando de nuevo.
De esta manera, cabalgaron juntos partiendo del palacio en dirección
a Osto Corda, sede del culto a los
dioses y lugar de la mayor congregación de sacerdotisas. El herrero había propuesto dicho destino ya que sabía que si deseaban usar la magia en la creación de un arma necesitaría de rituales que él desconocía. Viajaron
raudos, con la esperanza en sus corazones y a su llegada a la ciudad
fueron guiados a las cámaras de la noche, unas amplias bóvedas de
cristal para observar el cielo nocturno, sin embargo, en aquel
momento el sol estaba aún en lo alto del cielo y el calor inundaba
la sala como un invernadero. Las cámaras estaban repletas de divanes
y sofás, hechos de telas de colores variados para acomodarse durante
las observaciones, y en el centro, sobre un largo diván rojo como la
sangre, se encontraba la gran sacerdotisa. Su presencia llenaba la sala, ocultando la grandeza que portaban los dos visitante que acababan de entrar. Al escuchar la puerta cerrarse se limitó a decir – Casi llegáis tarde –
– ¿Nos estabais esperando? – respondió el rey con un rastro de incredulidad.
– Sí, he escuchado a las estrellas de la empresa que os ha traído aquí. Rey Annandel y maestro Laicfae –
Al escuchar su nombre el herrero salio del hechizo que la sala había lanzado sobre él con la magnífica artesanía que la componía y dio un paso adelante – Entonces, conocéis nuestra razón de llegada ¿Esto significa que nos prestaréis ayuda? Ilena, gran sacerdotisa de Osto Corda –
Ilena no había desviado su mirada de Annandel mientras Laicfae expresaba su súplica, su tez, negra como el carbón, se mostraba impasible, como si en un duelo se encontrara con el monarca. Durante unos segundos mantuvieron la tensión, tiempo que hizo a Laicfae temer por el éxito de su visita, que fue finalmente rota por la sacerdotisa – Nuestro mundo agoniza, sufre debido a un mal traído por poderes corrompidos en la oscuridad – Su voz retumbó en el techo de cristal – Sólo un poder traído de la luz sería capaz de hacerle frente – Al terminar levantó la cabeza hacia el cielo expuesto por la bóveda y ambos dos elfos la siguieron – Hoy es el plenilunio de Anor. Como podéis ver ambos Anor e Ithil se observan en el cielo. En unas horas, al atardecer la luz de ambos será igual de intensa. Entonces, herrero, trabajarás tu arte. Debemos prepararnos –
– ¿Estás segura de que funcionará? – Preguntó el rey mientras aún miraba los astros. La gran sacerdotisa se giró hacia él, bruscamente, frunciendo el ceño y lanzándole dagas con la mirada. Las largas telas que colgaban de los hombros de Ilena se habían extendido siguiendo la inercia de su movimiento, ocupando el espacio a su alrededor dándole un aspecto amenazador. Su actitud era como la de un halcón a punto de caer en picado, decidiendo si su presa merecía la pena.
– Eso dependerá de si esta vez decidís seguir hasta el final, Annan – Dijo fieramente la gran sacerdotisa y, con paso decidido, se dirigió a las puertas de la sala, desapareciendo tras ellas.
En el momento en el que el rey y el herrero se quedaron a solas, la tensión en el ambiente se relajó. Laicfae, miró de reojo al rey y con una sonrisa pícara preguntó – ¿Os acaba de llamar Annan? –
Annandel soltó un resoplido mezclado con una risa – Es una larga historia –
/ – /
El resto del día consistió en preparativos apresurados de recolección de los metales y las herramientas que Laicfae había solicitado al salir de las cámaras. Por suerte y por previsión de Ilena una forja había sido instalada en lo alto de la torre más alta de la ciudad y poco antes de que Anor empezara a acercarse al horizonte los dos visitantes y la gran sacerdotisa se reunieron en la sala de la forja.
Al entrar se encontraron en un espacio circular con únicamente dos ventanas redondas en posiciones particularmente extrañas, una notoriamente más alta que la otra. Además opuesto en la sala a cada abertura estaban un horno y un amplio barreño con agua. En el centro de la sala un yunque reposaba imponentemente. Laicfae se acercó al yunque y lo inspeccionó lentamente, pasando su mano por la superficie pulida de la gran herramienta y visualizando la forma que tomaría el metal, siguiendo el diseño en su cabeza. En la sala se encontraban los artilugios necesarios para el trabajo y las menas de plata y cobre eran de una pureza exquisita, sin embargo, era un conjunto de elementos similares a los que el herrero encontraría en su taller – Aquí puedo realizar una obra de la mayor calidad que mis manos me permiten – Dijo deteniendo su mano sobre el yunque – Pero aún con el filo más pulido en el reino, no dejaría de ser una espada más en esta sangrienta guerra –
– Y para evitar eso estáis aquí, Laicfae maestro herrero del palacio del rey. Para imbuir este metal de un poder que convierta esta creación en algo más que una simple arma – Respondió Ilena solemnemente – Pero esa es una habilidad que ninguno de nosotros posee y por ello debemos pedir ayuda –
Ilena reveló en ese instante dos orbes de debajo de sus ropas. Ambos transparentes como si no hubiera una mota de impureza sobre sus superficies, distorsionaban la luz que los atravesaba formando extrañas imágenes de lo que se encontraba tras ellos – Estos son dos de los tres oráculos que existen en este mundo. Nos permiten comunicarnos con los Aurs en los cielos y ellos nos envían sus respuestas – en su voz se notaba un tono de ilusión y respeto – Este anochecer les pediremos ayuda –
Annandel, al escuchar el plan de la sacerdotisa, se llevó la mano a la frente – Suplicar a los Aurs. Debí suponerlo. Ponemos nuestras esperanzas en que quieran escucharnos y son dados a ignorarnos –
Ilena, salió instantáneamente de su estado ceremonioso para notar hervir el pecho, fruncir el ceño y de nuevo atravesar al rey con su mirada – Tendrás que preguntar educadamente, entonces. Espero que puedas, por el bien de tu pueblo – Le cortó secamente a la vez que colocaba en la mano de Annandel uno de los oráculos, quien al notar el peso del orbe se sintió sorprendido e incómodo al mismo tiempo, igual que un bardo siendo rechazado por un amante – ¿No sería mejor que lo lleve a cabo alguien de la orden? – replicó.
– No. Así es como lo he visto y así debe de ser – Respondió Ilena y se giró al tercer miembro de la sala – Maestro Laicfae, prepárese, comenzaremos en breve –
El herrero se puso entonces a colocar sus herramientas sobre el yunque y acercar al horno los moldes que había preparado durante el día – Un horno de este tamaño llevará un largo rato calentarlo para fundir los metales – Apuntó, casi para si mismo.
– No os preocupéis – Le tranquilizó la gran sacerdotisa – Para eso está vuestro rey aquí – Miró a Annandel y con la palma de la mano apuntó hacia la ventana circular más baja de las dos. A través de ella empezaba a asomar los rayos de un sol rojizo dirigiéndose al horizonte. Entonces, el soberano dio un paso adelante y se colocó frente a la abertura y dudó con el oráculo entre sus manos, haciéndolo girar.
No era aquella la primera vez que había sujetado uno orbe como aquel, sabía lo que tenía que hacer, pues había suplicado antes a los Aurs. Quiso concentrarse, pero las imágenes del pasado habían inundado su mente. Les había rogado y les había llorado para que sanaran a aquel que había sido su compañero durante un recorrido largo en la vida, incluso para un elfo, y silencio era lo que había recibido en respuesta. En aquel momento temía encontrar de nuevo el mismo resultado. Desvió la mirada del orbe, que le causaba dolor, encontrando a Laicfae en el centro de la sala, junto al yunque, mirándole de vuelta, aferrado al suculento martillo cubierto de inscripciones con el que hacía su trabajo, y dentro de ese meido se empezó a abrir paso la determinación de la promesa que le había hecho a su amigo, de acompañarle en su viaje, de asistirle en su tarea y de encontrar una salvación al sufrimiento de su pueblo. Entonces fue cuando levantó el oráculo sobre su cabeza, donde los rayos cálidos del astro calentaban la superficie de la esfera, y murmuró para si – Yo, Annandel, soberano del pueblo elfico, me dijjo al más antiguo de los Aurs, Anor. Vuestra gente en el mundo sufre y necesita de ayuda y guía. Os pido, asistidnos con vuestra luz, para encontrar un camino seguro ante la oscuridad que nos acecha –
La sala se sumió en un silencio sepulcral a oídos del rey elfo y su alrededor comenzó a oscurecerse, dejándole solo de nuevo. Sintió el peso de la responsabilidad ante su pueblo en los brazos, el cual se sobrepasó y los dejó caer. Nuevamente habían ignorado sus súplicas. Incapaz de soportar más la postura altiva, típica que portaba se encorvó, perdiendo la mirada bajo sus pies. Sin embargo, el orbe no estaba en el suelo y su vista no encontró la piedra de la torre de la forja, sino hierba de un verde radiante que sólo se veían en los jardines de palacio. Confuso, Annandel, miró al frente y ante él encontró una explanada que terminaba en unas montañas de inmensos picos que se extendían a ambos lados, perdiéndose en el horizonte. El rey reconoció esas montañas, eran el lugar corrupto del que habían emanado los seres oscuros que se cernían sobre ellos. Ante él, a unos pasos, la hierba se terminaba y comenzaba el territorio nefasto de la oscuridad. Aún así ya había llegado hasta allí y no se iba a detener. Comenzó a aproximarse a las montañas y con cada zancada que daba la superficie vegetal se extendía sobre el páramo yermo, creciendo verde, brillante y hermosa. Los pasos dieron lugar la trote y este a la carrera y notó el peso de una carga en su mano de nuevo. Descubrió entonces que empuñaba una espada con una hoja de plata y un mango de bronce pulidos sin ninguna imperfección. La espada tenía engarzadas dos gemas en casa lado de la empuñadura: una amarilla que emitía una luz cálida que llenaba el pecho de energía y otra azul propagando un aura de determinación. Ambos brillos le guiaban a seguir adelante, hacía las montañas, pero había algo que a Annandel no le encajaba, los dedos y la mano que blandían el arma no eran los suyos. En ese momento el cielo comenzó a brillar, más intenso que el sol y, al azar la vista, este le cegó, pero no estuvo la carrera.
Al recuperar la vista, Annandel estaba en la sala de la forja, con el oráculo alzado entre sus manos. La luz del astro por la ventana había entrado completamente en la esfera de cristal y los rayos salían formando un haz sobre el horno, el cual se había calentado tan rápidamente que los metales en su interior estaban empezando a fundirse. Aún procesando la escena que acababa de vivir, el rey se giró sobre si mismo, manteniendo el orbe en alto, para observar a sus compañeros en la sala.
Laicfae se había puesto manos a la obra, extrayendo por una abertura del horno los metales semi- líquidos y dejándolos fluir al interior de los moldes de piedra.
Por otro lado, Ilena se encontraba bajo la otra ventana y había hecho un ritual similar a Annandel. – ¿Qué les había susurrado a los Aurs? – Se preguntó el rey. De cualquier manera la habían escuchado, Ithil se mostraba más allá del muro y su luz, atravesando el otro oráculo generaba un rayo complementario que se hundía en la barriga de agua.
El herrero procedió a sumergir los moldes en el líquido, el cual emitió un sonido siseante. Sin embargo, el agua no pareció calentarse pues no emitió vapor que humedecida el ambiente. Al retirar los moldes, con un golpe seco de la posterior de su martillo, Laicfae liberó de su encofrado dos piezas que correspondían a las formas de una hoja y una empuñadura. El maestro continuó calentando de nuevo la hoja en el imperioso horno, pasando al yunque, donde golpeaba firme y precisamente el metal, sumergiendo la pieza en el agua para templarla. Cada impacto del martillo desprendía chispas y cenizas incandescentes que iluminaban más aún la sala por un instante. Sin embargo, a pesar de la violencia intrínseca del proceso, parecía una danza del herrero en la que impregnaba la obra de su esencia.
Con el cuerpo cubierto de sudor. Laicfae usó la forja una última vez para unir las dos piezas en una hermosa espada curva que parecía ya afilada sin haber pasado por la piedra y en el momento en el que soltó el martillo, apoyándolo contra el yunque, dio un paso atrás para observar su obra – Está hecho – Dijo orgulloso y sus dos acompañantes bajaron los oráculos, haciendo desaparecer los haces de luz.
– Gracias Ithil – Susurró Ilena. En el horizonte el sol lanzaba sus últimos rayos mientras la luna desaparecía detrás de la abertura de la torre. Los tres se reunieron en el centro, rodeando el yunque.
– Esta es sin duda alguna mi mejor trabajo – Hizo notar Laicfae – El balance perfecto entre dureza y flexibilidad – Comentó sujetando el mango con una mano y alzándola a la altura de sus ojos –Ligera, resistente, equilibrada… – He hizo una larga pausa, perdiéndose por las curvas de la hoja – Pero no tengo duda de que no es mi mano la que está destinada a blandirla – Y con un movimiento fluido y grácil se colocó frente a Annandel ofreciendo al rey la espada con una reverencia – Sois vos, mi rey –
El monarca acercó su mano lentamente al mango y justo antes de que rozara sus dedos dudó. El herrero había sido rápido en ofrecérsela, pero él no estaba seguro de si debía aceptarla – Pero, si no ¿Quién? – Pensó el rey. Inspiró profundamente para invocar todo su aplomo y agarró firmemente el mango de la espada. Aquellas eran las curvas que había visto en la explanada ante las montañas, pero había algo más, una extraña sensación, un cosquilleo en la palma en contacto con el metal – Falta algo… – Dijo Annandel en voz baja. Laicfae e Ilena le miraron extrañados, pero antes de de que pudiera descifrar las sensaciones que le llegaba, el sol alcanzó el final de su ciclo, desapareciendo tras el horizonte y al mismo tiempo la luna se escondió detrás de una densa nube oscura, tenebrosa acorde a los timepos que acontecían.
Cuando las sombras cubrieron los tejados y los campos, en la torre de la forja una gamma de resplandores azules empezaron a manifestarse. Ilena fue la primera en vislumbrarlos, destellos con vida propia que se unían o viajaban en solitario, y comenzó a buscar su fuente – Por los Aurs – Exclamo la sacerdotisa, e introdujo el brazo en la fría barrica de agua. De su fondo extrajo una gema azul, brillante como la misma Ithil, la cual transmitía una sensación de paz a medida que era observada. Entonces Annandel lo vio claro, sabía qué faltaba y avanzó, aún con la espada en la mano, al horno ya apagado, pero todavía caliente. Al abrir su puerta, a los resplandores azules se unieron las luces amarillas de una mañana provechosa, formando en su conjunto tonos de verde típicos de una planta sana creciendo. Del interior del horno, Annandel sacó otra gema, amarilla, con la calidez capaz de sanar hasta un corazón roto. El rey miró a Laicfae, con el rostro de la esperanza que había perdido años atrás – ¿Sabes qué hacer con ellas? –
A lo que el herrero respondió – Por supuesto –
/ – /
Sellnan Anor Aithil, hija del Sol y de la Luna, así fue conocida la espada forjada aquel crepúsculo. En combate, su luz cálida embriagaba de valor y fuerza a sus aliados mientras deslizaba su filo frío y cortante atravesando a sus enemigos. Era el mismo quien la blandía cargando al frente de los ejércitos élficos. Victoria tras victoria la oscuridad fue retrocediendo y la luz comenzó a hinundar de nuevo las ciudades. De forma rápida y decisiva hicieron retroceder a sus enemigos hasta la morada de la que habían surgido, bajo las montañas de Trondel. Allí fue donde se dirigieron Annandel y Laicfae con el ejército que había reunido el rey con todas las unidades que tenía el reino.
En la explanada, al pie de las altivas cumbres, Annandel sentía la hierba seca bajo sus pies y perdía la vista en la cordillera, ahora silenciosa pero amenazante. Sus largos cabellos plateados ondeaban en la brisa, dándoles unos instantes de libertad, regidos por encima de sus hombros durante los viajes o en la lucha. Poco quedaba para que amaneciera y el monarca mostraba una figura imponente, sin embargo, en su interior había una tormenta de emociones que mantenía oculta para sí y evitar preocupar a sus guerreros.
En ese momento recordaba las palabras que le había dicho Ilena antes de despedirse en Osto Corda – Las visiones de los Aurs son una mezcla del futuro, el pasado y el presente, tal y como ellos ven el mundo. Tened cuidado – Le había dicho con el rostro fruncido – ¿Cómo sabes que me han mostrado una visión? – Le había preguntado entonces el rey – Siempre lo hacen cuando nos responden – Después se miraron durante un momento, en silencio, y el rey finalmente cedió – Gracias por todo Ilena, sé que siempre has hecho todo lo que ha estado en tu mano y yo he sido siempre un terco – A lo que la gran sacerdotisa ofreció una sonrisa amplia – Lo sé, más que terco os lleva mucho tiempo sanar vuestras heridas – Y llevados por el momento se abrazaron como no lo habían hecho en muchos años – Ten cuidado – Fue lo último que le dijo.
– Cualquiera diría que pretendéis cargar solo – Dijo a su espalda Laicfae. Annandel soltó un respiro y se giró, relajando el rostro – Lo haría si pudiera, pero aún con ella a mi lado necesito vuestra ayuda – respondió el rey, asiendo el mango de la espada divina que colgaba de su cintura. Laicfae notó como el rey la apretaba con fuerza – Hay algo que os preocupa. Puede que las huestes que allá nos esperan sean abominables, pero la guía de la luz no nos ha fallado – Dijo el herrero intentando tranquilizar la preocupación que notaba en su amigo – Cierto es, pero de todas formas no debemos confiarnos – Le respondió el rey – Hazme un favor Laicfae, avisa a la general de que prepare a sus tropas, debemos avanzar antes de que Anor empiece a caer – El maestro no respondió, sencillamente asintió con la cabeza y comenzó a alejarse hacia las tiendas. Sentía que la preocupación del rey iba más allá de un simple nerviosismo por el enfrentamiento que acontecía y se prometió no alejarse mucho de él hasta que todo acabara.
Mientras, Annandel volvió a enfrentarse a la cordillera, cada vez más oscura. Miró a sus pies, pero la hierba seguía estando igual de seca, marchita en una tierra corrupta, y notó como le pasaba más la espada en su cinto.
De esa manera comenzó la marcha a la gran batalla por la defensa del reino élfico, señores del continente. Las tropas se extendían por la explanada, al pie de la montaña, y en el lado opuesto una inmensa grieta se hundía en lo profundo de la roca hacia el corazón de la montaña. Cualquiera hubiera dicho que se trataba de una fantasía pues el silencio imperiaba en el valle, sin rastro de los monstruos en su propia morada. Sin embargo, en el momento que Anor, bajando en el cielo, pasó las montañas y la sombra que proyectaba comenzó a extenderse, de la gruta comenzó a emanar una horda de seres que emitían chillidos de ultratumba. Monstruos creados de la corrupción, eran una mezcla de bestias, elfos, humanos y cualquier ser viviente, pero retorcidos, rotos y con la mente sustituida por una única directriz, extender la oscuridad.
Al ver sus enemigos emerger, los elfos cargaron contra la montaña con todas sus energías hasta que el choque de ambos bandos retumbó en la distancia, similar a una ola golpeando un acantilado con toda la fuerza del mar. La intensidad de la batalla fue desquiciada, pero Annadel se movía decidido junto a la luz de los astros en su mano en dirección a la grieta en la roca seguido de cerca por Laicfae. El rey la veía como una herida en el mundo que debía ser sanada y pretendía cerrarla para que la tierra no sangrara más. A su camino cientos de enemigos cayeron hasta que alcanzó su objetivo, ante él se hundía el camino abriéndose las paredes. Con un gesto indico a los soldados que le habían seguido que le cubrieran y estos hicieron un semi-círculo alrededor del rey, dejándole un hueco libre contra la pared. Annandel cerró los ojos y dejándose guiar por la espada golpeó con todas sus fuerzas. De la punta de la obra del herrero surgió un brillo cegador y un color que derritió la roca al contacto. El suelo vibró bajo sus pies, creando grietas alrededor, pero la guarida maldita aguantó el golpe. En ese instante la incansable horda del abismo dejó de emerger y hubo silencio. Ese silencio que indica que algo terrible se acerca. Un horror que no necesita anunciarse porque sabe que no le hace falta.
En silencio, apareció un ser enorme, una mezcla de diferentes cuerpos que habían creado una amalgama de largas extremidades que acababan en zarpas y metales afilados sin ningún orden aparente. Agarrándose a los bordes de la grieta consiguió salir y dirigirse a donde el rey había golpeado. Cada uno de los elfos que estaban cubriendo a Annandel tuvo que luchar contra el instinto inicial de salir corriendo e incluso el mismo rey, con la espada de los dioses en su mano, sintió un escalofrío que le recorrió de pies a cabeza.
Entonces el gigante de oscuridad comenzó a golpear allá donde veía unas orejas puntiagudas. Sus movimientos eran rápidos, pero no lo suficiente para igualar la agilidad innata de los elfos. A pesar de ello, cada vez que el monstruo golpeaba, la superficie que rodeaba el punto de contacto se cubría de oscuridad que corrompía la tierra y todo aquello que se posará sobre ella. Con la tercera embestida un guardia no consiguió zafarse a tiempo y su pie fue alcanzado por la zona maldita, subiendo por su pierna, devorando la carne que encontraba, hasta que en el suelo solo quedó una carcasa suplicando ayuda. Los demás elfos respondieron con una oleada de flechas que fácilmente alcanzaron al terrorífico gigante, para arder en una llama de tono violáceo y caer al suelo, inútiles.
Annandel, mientras, había golpeado de nuevo los muros de piedra, haciendo retumbar las profundidades, lo que atrajo la atención del titán. Con una pirueta perfecta, el rey esquivó la arremetida de su adversario, poniéndose a salvo de la corrupción, y golpeó firmemente el costado del monstruo. La espada emitió un siseo similar al vapor escapando una tetera y abrió una herida que hizo gritar al ser, emitiendo algún sonido por primera vez. La ira del demonio era evidente y Annandel, guiado por la espada, consiguió devolver los enfurecidos golpes del gigante devolviendo cortes precisos y rápidos. Finalmente el monstruo perdió el equilibrio y cayó hacia delante, dejando su parte superior al alcance de la hoja del rey. Viendo la oportunidad, Annandel cargó contra lo que parecía ser la cabeza de la bestia, espada en alto, listo para terminar con su sufrimiento.
Justo en ese instante, Anor se ocultó completamente en el horizonte tras las montañas, dejando de ofrecer su luz, y el gigante estalló antes de que el rey alcanzara su objetivo con una onda expansiva que derribó todo lo que estaba cerca, amigo o enemigo, y esparciendo los restos del titán por el campo de batalla, Donde estaba antes el ser ahora había una oscuridad flotante, sin forma constante, Nadie en el campo de batalla sabía qué hacer, por un instante la batalla se congeló, aunque no duró mucho. La oscuridad flotante comenzó a atacar todo aquello que se le aproximaba con una velocidad y fuerza descomunal. Annandel vio como sus tropas caían una detrás de otra, sintiendo cada golpe como si se lo dieran a él. En respuesta, corrió decidido al borde de la grieta, con intención de derrumbarla de una vez por todas. La espada alzada, comenzó a brillar de nuevo, irradiando el calor de una estrella en su filo – Es el momento de acabar con esta locura – Pensó Annandel y descargó el golpe.
Cuando el rey tomó conciencia de lo que sucedía, se vio a si mismo en el aire, despedido tras el golpe del ser oscuro contra él. Había sido protegido de la corrupción por la luz de la espada, pero esta ya no se encontraba en su mano. La veía alejarse lentamente en el aire, en ese instante suspendido en el tiempo – ¿Cómo es posible? Cómo existe un mal tan poderoso en este mundo? – Pensó invadido por la amargura. Entonces su espada tocó el suelo y el tiempo volvió a la normalidad. El arma giró sobre si misma hasta que su filo golpeó el suelo de roca, derritiéndolo con su punta ígnea y hundiéndose en ella hasta quel brillo se apagó quedando inmóvil.
Laicfae esprintó hasta colocarse al lado del rey, quien había rodado por el suelo tras caer, y tras comprobar que reaccionaba le ayudó a ponerse en pie. Annandel notaba un dolor intenso en la pierna y tuvo que apoyarse en el herrero para mantener el equilibrio – ¡Llévame a ella! – Exclamó el rey mientras alzaba su mano hacia la espada clavada. En su tono de voz se notaba la desesperación. Ambos avanzaron a trompicones hacia la espada, mientras, alrededor reinaba el caos con la oscuridad personificada diezmando las fuerzas élficas. Además, del interior de la gruta habían comenzado a resurgir más monstruos en el momento después de que el gigante hubiera explotado.
Al poco, Laicfae y Annandel alcanzaron la espada y el soberano se asió a su mango con fuerza, pero esta no respondió. Annandel no sintió el calor en su mano y al tirar para sacarla de la roca no se movió ni un ápice. A la vez, Laicfae protegía a su rey con una intrincada espada plateada en sus manos. El rey tiró de nuevo de la espada, invocando todas sus fuerzas y esta, lentamente, comenzó a calentarse y a ceder. El herrero se enfrentaba en ese instante a tres monstruosidades cuadrúpedas de largas garras, lo que parecían haber sido osolobos tiempo atrás, interponiéndose entre ellas y el rey. Con un giro dio un golpe en el ojo de una de ellas y se agachó justo a tiempo para evitar el salto de la siguiente más cercana. Esto le ofreció al herrero la oportunidad de arrremeterle por la esplada, pero en el momento que lo hizo recibió un tajo en la parte exterior del brazo derecho, soltando su espada.
– ¡Laicfae! – Gritó Annandel al escuchar el grito de dolor de su amigo y verle en peligro, su desesperación aumentó severamente y la hoja dejó de ceder, enfriándose. Sin embargo, Laicfae no estaba realmente desarmado, desenfundando su martillo de la forja con la mano izquierda plantó cara a los monstruos mostrando la precisión de alguien capaz de trabajar duramente con objetos pequeños. Cada uno de los golpes rompió las cabezas de las bestias que se le aproximaron una por una, quedando inmóviles en el suelo. Después el maestro corrió hasta el rey.
Annandel no reaccionó, solo veía alejarse la espada de sí y en su cabeza solo se repetía una y otra vez – He fallado. He fallado. He fallado… –
El silencio se apoderó de la taberna, todos miraban expectantes al viajero de largo pelo verduzco y barba recortada que le cubría el mentón y la boca. Sin decir nada se recolocó la chaqueta de cuero para no mancharse mientras comenzaba a beber de la larga jarra de madera que tenía en su mesa. Tras acabar su contenido de un largo trago, suspiró ampliamente y perdió la mirada por la ventana de su derecha hacia el exterior oscuro de la noche.
– ¿¡Entonces!? – Exclamó uno de los asistentes locales de la taberna desde su asiento, casi molesto por la pausa del viajero, quien se tomó la libertad de retrasar su respuesta y llevó a los otros presentes a unirse y crear una discusión grupal.
– Sí ¿Qué sucedió con la espada? –
– ¿Fue destruida? –
– Lo dudo, pero ¿Qué sucedió con los elfos? –
Tras unos minutos de revuelo el viajero alzó la mano y todos se quedaron en silencio, mirándole atentamente – Amigos míos, calmaos, todas las respuestas llegarán, a su debido momento. Pero, un viajero como yo debe ganarse el pan de cada día… – Dijo alargando la última palabra mientras abría su chaqueta y mostraba un bolsillo interior, como una invitación. Entonces, como si de un ritual se tratara, aquellos que habían estado escuchando tiraron algunas monedas sobre la mesa del narrador. Algunos incluso a regañadientes, pero era una extendida superstición entre los humanos que el no ofrecer algo a cambio de una historia traía mala suerte.
Todos, menos un joven en una de las mesas recostadas contra la pared de madera. Los demás se quedaron mirándole, haciendo gestos con la cabeza o los ojos, hasta que finalmente el joven estalló – ¿Por qué me miráis así? Sois unos desgraciados, no voy a darle ni una moneda a este extranjero – A lo que recibió una colleja seca de la camarera que pasaba a su lado, una mujer alta, robusta y de fuertes brazos – Siempre creando guerra, Tojer – Le dijo secamente la camarera – Has aplaudido cuando tocaba sus canciones, has reído de sus chites y has disfrutado de la noche, así que no traigas el mal aquí y suelta un poco de gratitud – El joven Tojer se puso en pie, con la cara y el cuello rojos en una combinación de quemazón e ira y mirando con rabia a su alrededor se puso a gritar – ¡Este farsante solo cuenta propaganda de la grandeza de los elfos¡ Pero todos sabemos que es mentira. La oscuridad de esa historia no existe, si tan maravillosos eran ¿Cómo es que no consiguieron derrotarla? ¿Cómo es que el reino elfo no existe? –
– ¿Qué insinúas con eso último? – Uno de los miembros de un grupo de mercaderes que habían estado ajenos en una mesa bajo una ventana se había puesto en pie y enfrentaba al joven desde el otro lado de la sala. El mercader se bajó la capucha lentamente, con aire amenazador, para revelar sus orejas puntiagudas y apareció una tensión en el aire que se podía saborear. Sin embargo, el joven estaba ardiendo demasiado y dio un paso adelante – Si tan maravillosa es esa espada ¿Dónde está ahora? No sois más que un grupo de mentirosos y ladrones de tierras – – Si de vosotros dependiera aún seguiríais en las montañas, viviendo como salvajes, matándoos unos a otros – Durante el acalorado intercambio de pullas se habían formado dos grupos de pie, unos siete u ocho humanos detrás de Tojer y los cuatro mercaderes.
Finalmente el mercader elfo resoplo – No eres más que un niño que cree que conoce el mundo. Esto no merece la pena – Se dio la vuelta y haciéndole una seña a sus compañeros comenzaron a dirigirse hacia la puerta. Esto despertó la llama en el interior del joven quien agarró una jarra de la mesa más cercana e intentó golpear al elfo descapuchado por la espalda. Así comenzó el caos en la taberna, las mesas se rompían, las jarras y cubiertos volaban y poco a poco se iba uniendo más gente a la refriega.
El viajero, mientras su antiguo público se comportaba como bárbaros, terminó de recoger las últimas monedas que le habían lanzado en un saco de tela marrón. Tranquilamente se puso en pie, recogió sus bártulos y esquivando los objetos voladores se acercó a la barra, detrás de la cual se agachaba el mesonero – Aquí tiene, por la comida y por lo demás – Y dejó caer unas cuantas monedas que había guardado bajo la manga ancha de su camisa. Acto seguido, se deslizó entre la pelea diciendo algún que otro – Disculpa – y – Perdón – y salió por la puerta principal, alejándose de la ruidosa taberna hacia las afueras del pueblo.
Después de dejar atrás la civilización y caminar un largo rato entre la arboleda de fuera del camino, alcanzó una tienda montada en un pequeño claro y un suave relincho le dio la bienvenida. El viajero descargó el macuto y el instrumento que llevaba a su espalda y se acercó al caballo que estaba atado a un arbol y le ofreció unas papas que había comprado ese día en el mercado y se puso a acariciar al animal entre las orejas – Hoy ha sido un día provechoso, Lua – Le dijo al caballo y zarandeó el saco lleno para que tintinearan las monedas – Mañana continuaremos –
– Ese tipo de historias son peligrosas de compartir – Sonó una voz a su espalda. El viajero se giró rápidamente y llevó su mano al cinturón donde tenía una daga escondida. En el otro lado del pequeño claro estaba el mercader elfo que se había mostrado en la taberna. Había sido tan silencioso que no le había podido escuchar acercarse – Cierto es, pero he comprobado que las historias basadas en realidad suelen venderse mejor – Respondió el viajero y el mercader arqueó una ceja – Sellnan Anor Aithil es una leyenda, el rey Annandel no usó una espada mágica contra la oscuridad de antaño, sacrificó su vida para que fuera su luz la que purgara la oscuridad – El viajero relajó el agarre en su daga, si aquel elfo hubiera querido matarle lo habría hecho antes – Y así está escrito en las memorias recuperadas de las antiguas librerías. Pero mi padre no creía que fuera así y no es la historia que me contaba – Esto despertó la curiosidad del elfo que preguntó – ¿Quién es vuestro padre que tan erudito es? ¿Quién eres tú? –
El viajero entonces se llevó las manos a su cabeza y se quitó dos pequeños clips que llevaba escondidos, dejando libre su pelo que ondeó y salieron a la luz sus dos orejas también puntiagudas, pero más cortas que las del mercader – Yo soy Lorteas, hijo de Feinon nuestro último maestro herrero en forjar un Maerrind –
El mercader se irguió al escuchar el nombre de Feinon y al observar a los ojos a Lorteas vio en su mirada que decía la verdad – Feinon era sin duda un erudito. Desconozco por qué diría algo así – Asintió levemente – Tened cuidado Lorteas, hijo de Feinon. Pero os pediré que refrenéis vuestras historias, por el bien de todos – Este respondió devolviendo el asentimiento – Lo haré, perdonad la molestia que os haya podido causar esta noche – Un instante después el mercader había desaparecido entre la arboleda de nuevo sin hacer un sonido en su avance.
Al asegurarse de que estaba solo, Lorteas se giró a las alforjas que cargaba Lua y sacó de él una libreta forrada en tela y empezó a ojear su interior. Las páginas estaban escritas a mano, en idioma élfico con una caligrafía excelente y se detuvo en una que tenía un dibujo. En el dibujo se veían diferentes símbolos que parecían marcas en un mapa indicando un camino, pero estos no pertenecían a ningún lenguaje escrito en el continente. El viajero pasó a la siguiente página y en ella había otro dibujo que ocupaba las dos hojas de la libreta en la que se veía claramente el dibujo de una espada radiante, en el interior de una montaña. Lorteas sonrió.
– Una leyenda, sin duda –
Antiguo glosario élfico
Taer Gond: Roca alta.
Eithel Sant: El oásis.
Annandel: largas cejas.
Laicfae: alma amable
Ilena: hacia las estrellas
Osto Corda: ciudad templo
Lúth’Cae: tierra manchada
Anor: sol
Ithil: luna
OPINIONES Y COMENTARIOS