Quebró. No fue de forma violenta y tampoco llegaron a separarse del todo sus partes. Mas el escalofrío traído de la mano de su pérdida había hecho añicos sus ganas y roto su alma. El ruido de la casa, dejó de ser ruido. Y las agujas de aquel reloj de pared eran su escasa sensatez, quienes se encargaban de que sus huesos aún siguieran articulando el cuerpo que vislumbraban inerte los ojos que permitía que contemplaran su figura. El vacío de cualquier conversación de la que no fuera partícipe ella no aportaba casi nada. Porque intentar sustituir el que es perfecto ruido en todos tus silencios, es complicado conseguir. Así que prefería esperar sola, el retorno de su paz ahora quebrada. Respiraba como quien hace castillos de arena a sabiendas que la mar subirá. Como quien cuenta un cuento a un niño antes de que éste se duerma. Como quien se espera a ver el atardecer una tarde nublada. A veces bajo la inercia de lo estipulado. En el fondo, a sabiendas de que no es lo que procede pero aún así abrazas.
Se asfixiaba en sus intentos. Su boca estaba seca y los labios que quería mantener cerrados se habían tornado morados y vestían grietas. Pues lo que más sentía su ser por aquel entonces, era la falta total de aquella verdadera bocanada de aire que retroalimenta una respiración en un pequeño habitáculo.
Esperaba sin melena dorada y escenario bien distinto al de aquel muelle de San Blas. Peleaba consigo misma constantemente, queriendo encontrar un por qué a lo que ‘aceptar era lo sano’, tal como se repetía antes de irse a dormir todas las noches. Y era entonces, cuando recordaba que guardaba una cajetilla de tabaco en algun cajón desordenado, y encendía un cigarro tras otro que aspiraba con fuerza hasta acabar antes de meterse en su amplia cama de ausencia infinita. Y volvía a respirar.
Y se decía, mañana será otro día.
Y cuando despertaba, sólo podía hallar lo gratificante de tachar el anterior del calendario. Se levantaba y pensaba, ya queda algo menos para que vuelva.
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