La cuidadora


                                                                                              “Los monos son demasiado buenos para

que el hombre pueda descender de ellos”

Friedrich Nietzsche

En la iglesia todos conocían a Pedro. Cada fin de semana estaba ahí, penitente, puntual. Llevaba a su hija menor al grupo de scouts y colaboraba haciendo el mate cocido, amasando el pan o ayudando en lo que sea a Estela, una de las referentes barriales que lo había visto crecer. Daba la apariencia de ser un hombre resignado, apaleado por la vida, pero leal como un perro. Todos intentaban ayudarlo, le daban mercadería, le avisaban de changas; hacía tiempo no encontraba un trabajo fijo, pero siempre soportaba la carga de las batallas.

Ese domingo, después de la misa, Estela lo llamó. Le dijo que había una chica que buscaba alguien que acompañara a su padre, que el hombre se llamaba don Cruz y que ella había pensado en Rosa, su mujer. A Pedro le sonaba el nombre de Cruz; pero ya hacía muchos años que había dejado el barrio junto con su niñez. Cuando volvió a su casa llevó la propuesta entusiasmado, junto con los alimentos.

El lunes, a primera hora, Rosa se presentó en la iglesia para que Estela la acompañara a la entrevista de trabajo. Tenía puesto su ambo inmaculado, y un bolsito del hospital (se lo había quitado a una vecina que trabajaba ahí), y un currículum escrito a mano con la cursiva más prolija y redondeada que pueda existir. Rosa saludó a Estela, que la acompañó para presentarla.

Cuando llegaron a la casa de Cruz las recibió Rufina, la hija. Ni bien entró, Estela empezó a dejar estampitas por toda la casa. Era su costumbre. Paso seguido le presentó a Rufina:

—Ella es Rosa, la esposa de Pedro, que es un hombre muy querido en la iglesia: colaborador y trabajador —lo dijo como si por ósmosis sintieran lo mismo por Rosa.

—Bueno, Rosa, yo soy Rufina, y como te comentó Estela, busco alguien de confianza para cuidar a mi papá. Sucede que después de la muerte de mi mamá se desmejoró. Lo llevé a sus médicos y me recomendaron que alguien lo asista con los medicamentos. Aparte, yo creo que necesita compañía, por más que él diga que no.

—Ah, qué suerte que Estela le habló de mí. Yo con los abuelos me llevo bárbaro. Los veo tan frágiles: y bueno, en algún momento todos vamos a estar ahí —se apresuró a decir Rosa.

—Si, claro, respondió Rufina mirando de reojo hacia la habitación de su padre. Te cuento, Rosa, que yo trabajo y vivo desde hace muchos años en una mina, en el Sur. Soy geóloga y mis tiempos laborales son complicados. Bueno, la verdad es que hace un mes mi trabajo está en pausa. Necesito volver cuando antes para acomodar un poco las cosas, y al ser hija única todo se me está haciendo un poco cuesta arriba.

Rosa sacó un cuaderno y una lapicera para anotar todo lo que consideraba que hacía falta. Se dio cuenta de que Rufina hablaba bajo y volvía a mirar hacia la habitación de su padre a cada rato; sobre todo cuando le contaba qué medicaciones había, qué darle o qué tipo de comidas le gustaban. Cada vez que podía le repetía que él era un hombre bastante especial. “Es medio cascarrabias mi papá. No hay que hacerlo enojar”. Lo dijo sin dejar de frotarse las manos para disimular el temblequeo.

Fue ahí que Rosa le pidió conocer al abuelo, desentendida del miedo que trasmitía Rufina. Entró en la habitación y se presentó:

—Don Cruz, soy Rosa y le voy a dar una mano con la casa y con su salud.

El hombre, que estaba siempre con la radio AM de fondo, giró la cabeza, la miró. Después le pidió a Rufina que le diera agua, cosa que Rosa hizo en su lugar de manera rápida. Rufina, impávida y aliviada miraba desde la puerta del cuarto.

Al volver las dos al comedor, Rufina, casi sin registrar la actitud indiferente de su padre, le propuso a Rosa empezar a trabajar al día siguiente:

—Me parece que se pueden llevar muy bien. Lo único que me falta es alguien para hacer el turno de la noche.

—Ah, mire —se apuró a decir Rosa—, si usted quiere, le puedo decir a mi marido.

Rufina la miró fijo:

—¿Tu marido es enfermero?

—No —le dijo Rosa—; pero hace de todo. Es muy trabajador. Nos vendría bien la plata y nos podríamos organizar mejor con los tiempos.

Sin dudar y recordando las cosas que había dicho Estela sobre Pedro, Rufina aceptó:

—Te cuento Rosa que yo te voy a acompañar un tiempo con la casa; después tengo que volver al sur, a terminar de cerrar algunas cuestiones de trabajo, porque esto me va a ayudar a venir con mayor tranquilidad a ver a papá.

—Ningún problema, señora Rufina, así aprendo más rápido lo que hay que hacer y conoce a Pedro de paso. Le agradezco la oportunidad. Estoy muy contenta de trabajar acá.

Rufina, viéndola irse, se quedó pensando en la apariencia de Rosa.“Una mujer de cuarenta y siete años, de piel curtida, bastante gorda, pelo corto, casi seguro que para no peinarse… Alta, más que el común esperable en una mujer, rigida… Bueno, espero que haya entendido. Bastante proactiva es. Sí, creo que en cualquier momento me puedo ir de acá”.

El departamento, venido abajo, cansino, le generaba a Rosa una sensación ambivalente; era oscuro, estaba sucio en los rincones, cantidad de insectos aparecían al abrir las alacenas, botellas vacías, mercadería vencida. El baño estaba roto, había un balde haciendo las veces de depósito. La habitación que había sido de Rufina, repleta de peluches, títulos y medallas. Había una foto con una mujer, supuso Rosa que sería la madre. Abrazaba a Rufina, en una especie de ceremonia.

—Es de cuando me entregaron el título. Mi mamá siempre me acompañaba en todo, y yo también a ella.

Rosa le palmeó la espalda y siguió acomodando papeles.

—Te pido disculpas, Rosa, por el desorden. Era muy difícil poner todo a punto desde la distancia; pero no te preocupes que lo vamos a dejar todo funcional.

Rosa la miró y le dijo que no se hiciera problema, pero por dentro pensaba: “No te debe molestar mucho, si no sos vos la que friega la pared”. Sentía el hormigueo de la bronca por tener que encargarse de todo, al menos, hasta que “Rufina Fina” se fuera.

Pasaron los días y Rosa llegaba temprano y empezaba a limpiar; y como ya era costumbre, Rufina no paraba de pedirle disculpas por el estado del departamento y la ayudaba a acomodar. Rosa la escuchaba y no dejaba de decirse cada vez con más bronca: “Sí, te molesta; pero no llamás ni a un pintor y yo tengo que andar frotando la pared con lavandina”. Pero decía: “Deje, doña Rufina, eso lo hago yo, que es muy alto” o “yo me encargo de hacer las compras”.

Esa tarde, Rufina le pidió que vaya a la farmacia de la obra social a buscar los remedios del mes:

—Tomate tu tiempo, Rosa, porque esa farmacia siempre es un lio de gente.

—No se preocupe, Rufina, déjemelo todo a mí.

Y así, con su bolsito del hospital, salió. No fue a la farmacia. Fue a su casa y mandó a su marido, que estaba en el horario de almuerzo, a que hiciera la fila y comprara los remedios. Como muchas veces, lo dejó sin tiempo para comer. Él, resignado, se fue con un pedazo de sándwich en la mano.

Después de varias horas, Rosa, volvió a la casa de Cruz. Había caminado unas cuantas cuadras desde la estación del tren con los paquetes, y Rufina la recibió como a una gran heroína, se sentía cuidada y pensó que iba a poder salir más de la casa.

—Qué suerte, Rosa, que vos sabés tanto y resolviste lo de la farmacía. A mí me tenía loca ya. ¿Quién te atendió?

Rosa sonrió. “Es cuestión de viveza, querida”, dijo para sus adentros, “de esa que los títulos no te dan, Rufina fina!”.

—Me atendió un señor de anteojos —le respondió, burlona; y se puso a preparar los remedios en el pastillero.

El universo del abuelo le resultaba inaccesible todavía. Le sonreía, le llevaba la comida caliente, el té, la medicación; pero de él no salía sonido alguno; simplemente, la miraba. Escuchaba, comprendía, pero no se prestaba al acercamiento. Rosa, por dentro, pensaba que estaba desvariando. “Y bueno, mejor, así no me trae muchos problemas”, se dijo.

Ya era la última semana que Rufina se quedaba en Buenos Aires, con lo que Rosa redobló la apuesta y se mostró más activa y productiva que nunca. “Mañana, mañana ya no voy a tener quien me ande controlando”, pensó cuando ya faltaba casi nada para que se quedara sola con Cruz.

Al día siguiente, Rosa se despertó malhumorada. Las tazas chocaban entre sí, en un revoleo constante que hacía que la leche salpicara la mesa. El sorbo del mate era largo y molesto, las galletitas se caían del paquete por el tirón que le dio para abrirlo. Sus hijas, que ya la conocían, se fueron rápido a la escuela con galletitas en las manos. Ella, entre mate y mate, se vistió, agarró la cartera y vio que Pedro había olvidado la bolsa con los artículos de limpieza. Se encendió, como cuando a los cigarrillos le dan una pitada profunda, agarró la bolsa y salió. Su momento era en el tren, y como los cigarrillos, su cabeza siguió consumiéndose y empezó a producir ceniza…

“Rufina la fina… Al fin se fue. Es fácil irse si hay otros para sacarte las papas del fuego. Ella, allá, en la Patagonia, divina; y yo, acá, en medio de este vagón repleto, donde la única montaña que puedo ver es la de basura al costado de las vías. Y esa habitación, rosa, casi gris, repleta de ositos de peluche, de fotos donde no hay sonrisas. Ella siempre con su ‘mamita’. Tendrá plata; pero de feliz, nada. Mirá cómo se va y deja al viejo. Rufina la Fina.”

Los gritos de los vendedores ambulantes y el olor a café barato la trajeron nuevamente en sí; pero después se dio tiempo para seguir masticando rabia.

“Y a mí que siempre me dijeron que lo único que tengo de mi nombre son las espinas. Me lo puso mi mamá porque nací la noche de la tormenta de Santa Rosa. Con la casa inundada y el barro en los pies yendo al hospital, sola, porque mi viejo estaba de gira, como todos los fines de semana de la vida. Y después nació mi hermano varón, que tuvo todos los privilegios, pocos, por supuesto. Cuando era chica…. mi infancia… a puro grito, golpes. Nadie cuidaba a nadie. Arreglate como puedas. El cariño era un plato de comida caliente en la mesa, nada más, plato que mi madre cocinaba a desgano, insultando y mascullando bronca.”

Todo esto fue como la gota de agua que golpea una piedra; dejó agujeros, modificó la forma de ser de Rosa, pero siguió siendo de piedra.

Después, vino una adolescencia sin amigos, la participación en espacios barriales de manera superficial, pero efectiva, para conseguir algunos trabajos si no se terminó la escuela. Rosa odiaba el hecho de tener que salir a limpiar o cuidar pibes del barrio solo para comprarse los cuadernos, prefería los chocolates, que se comía antes de entrar a la casa, bajo la mirada de nadie, para después de escuchar “Tenés el record; cada día más bruta y cada día más gorda”.

Llegó a la casa de Cruz y se encontró a Pedro en la habitación tomando mate con el abuelo. Casi escupió un “Buen día” y revoleó la bolsa de las cosas de limpieza. Cruz la miró y no dijo palabra. De inmediato, se dio cuenta de los nervios de Pedro, que dejó el mate y salió rápido a acomodar los artículos de la bolsa.

—Si hubieses traído la bolsa, como mínimo, hubieses podido limpiar el baño —le dijo Rosa por lo bajo.

Pedro siguió en silencio, esperando comandos como un robot de esos que le gustaban cuando era chico. “Ahora andate”, escuchó. Se acercó a la habitación y saludó a don Cruz, que, para sorpresa de Rosa, a él le devolvió el saludo. El cigarrillo siguió quemando.

Como cada mañana, al relevar a Pedro, volvía a encontrar cantidad de insectos muertos, debido a la fumigación y a los arreglos que Rufina había encargado. Limpió y miró con detenimiento una mosca de tonalidades verdes que había caído. La puso a un costado y siguió pasando el trapo por la mesada de manera rápida y superficial. Cruz mantenía un silencio que se limitaba a romper para pedirle que cambiara el canal de la tele o algún que otro té. A veces le gritaba “gorda” y ella se acercaba recordándole que se llamaba Rosa; Cruz se reía y hacia su pedido.

Ese mediodía, Rosa decidió hacer una sopa crema rápida, de esas que vienen en sobre, así podía dedicarse a mirar novelas hasta que llegara Pedro. La sirvió en un tazón reluciente, limpio, que el contraste naranja de la sopa de zapallos hacía lucir como una obra de arte. Se acordó de la mosca. La agarró con una precisión de cirujano y la instaló en el centro del tazón. Le llevó la sopa a Cruz, la dejó frente a él, y sin más, se lo quedó mirando. Cruz vio el destello verde tornasol. Agarró la cuchara, la hundió y sacó la mosca mezclada con el naranja, sacudiéndola, como acomodándola en el centro de la cuchara. Miró a Rosa, se metió la cuchara en la boca, y sin apartar los ojos de la mujer, tragó. Ella se quedó dura por un momento, hasta que pensó que el viejo, con tal de no hacerla sentir mal, no le diría nada. Giró sobre sus talones y se fue al comedor a mirar la novela a un volumen que tapaba cualquier otro sonido. A la hora volvió a la habitación y se llevó el tazón vacío riéndose, mientras Cruz dormía con la AM de fondo.

Cuando dormitaba la veía. Parecía un gorrión. Estaba descarnada, flaca y pálida, pero de pronto la veía rebosante, vívida, llevándole la sopa, contenta y cantado, como había sido siempre. Recordaba que lo único que le decía era “Mary, esto es una porquería, pero como no queda otra, me la voy a tener que tomar igual”; eso, si estaba de buenas; si no, revoleaba el tazón contra la pared y todo temblaba. y todos.

El olor a caldo hizo que Cruz, entre sueños, moviera la nariz, y otra vez, la imagen de ella corroída por el cáncer hizo que la mejor opción fuera abrir los ojos. Una taza de té frio y las voces en neutro podían ser un buen remanso.

Y después de las seis:

—Le traje el té, Cruz; pero como dormía, no lo desperté; ahora se lo va a tener que tomar asi —sonrió triunfante Rosa—, no sea cosa que se le empiecen a cambiar los horarios.

Cruz, satisfecho, se tomó el té hasta el final. Cualquier cosa era buena en comparación a todo lo que le venía a la mente. El té frio, desabrido, tuvo un efecto hipnótico donde los sueños volvieron a molestar.

Ahora la veía a Rufina, eterna compañera de cautiverio de su madre. Lloraba sobre el ataúd repitiendo en voz muy baja “¿por qué me dejaste sola?” Y de pronto, Rufina como una niña a sus ojos, con los brazos repletos de moretones, dándole sus regalos fabricados en la escuela. Se veía a sí mismo, se veía el desprecio en los ojos y las palabras justas para romperle el corazón a cualquiera “¿una taza para el té? ¿Cuándo me viste a mi tomar té?” Apartándola con la mano y clavando su mirada en el partido de fondo, en la tele.

Un grito de gol lo trajo en sí. Había llegado Pedro hacía rato.

La mañana siguiente fue igual. Rosa llegaba, él no la saludaba, y así. A lo lejos sonaba el teléfono, Rosa lo atendía y cuando se aseguraba de que era Rufina, iba hasta la puerta de la habitación de Cruz, simplemente para que escuchara que no le iba a pasar la llamada. “Si, señora Rufina, acá está todo bien, el abuelo duerme. Se ve que la extraña y en la noche no duerme, se ve que se siente solo”, decía, remarcando esas palabras que sabían que iban a dolerle. “Si quiere se lo despierto”, decía mirándolo fijo. Cruz no emitía palabra, pensaba en las veces en que Rufina lo había llamado antes para contarle sus logros, o para saber cómo estaba y él le gritaba que lo molestaba, que le interrumpía las siestas.

Rosa empezaba a inquietarse frente a la falta de reacción. Estaba acostumbrada al combate, a la resistencia de la gente frente al sufrimiento.

Con las pocas ganas que le quedaban, una tarde Cruz se levantó ayudado por su bastón. Se metió en el baño añorando la flexibilidad juvenil, aquella que lo acompañaba en cada viaje y en cada golpe. Vio a Rosa en el comedor, tomando mate y mirando los chimentos. Se apuró y se escurrió a la ducha. El vapor empezaba a invadir el baño, se sentó en el inodoro, vio cómo lo habían arreglado. Empezó a recordar las veces que María lavaba los platos con agua fría solo porque a él le parecía demasiado lujo el agua caliente. Se acordó de las manos coloradas por el frió. Resignado, entró a bañarse, lo tenía prohibido, pero, ¿quién le prohibía algo a Cruz? Recordaba las risas de sus amigos en el barco, cuando se autorizaba a hacer lo que quería. Sentado en el banquito que había comprado Rufina para que no esté de pie en la ducha, empezó a notar que el vapor se disipaba y que el agua salía fría. Otra vez las manos de María en su mente, hacía tiempo que su vida se había convertido en una desfiladero de recuerdos torturantes. Se duchó sin apurarse, y adivinando a Rosa apagando el calefón. Cuando salió, ahí estaba ella.

Usted no se puede bañar solo; ¿no ve que se le puede apagar el calefón?

Caminó despacio hasta llegar a su dormitorio. Rosa y su sonrisa burlona y despareja lo custodiaban desde atrás. Se recostó y se tapó con la frazada; la ventana estaba abierta de par en par. Escuchó que la voz de Rosa le dijo “donde entra el sol y el vientito no entra el médico”. Cruz giró la cabeza y cerró los ojos para sacarla de cuadro, y con el golpeteo de las cortinas mecidas por el viento se transportó al día en que María murió:

El frio del exterior lo llevo al frio del cuerpo de María inerte, sin reacción. Se había parado y le había dado un beso en la frente. Se veía moverse por la habitación, ordenando las cosas, como perdido. Maria tenía muchos libros, papeles acumulados dentro, fotos de Rufina. De pronto recordó la bronca y de un manotazo tiró una pila de libros al suelo. Una foto se escapó volando, una entre las miles que había de Rufina, donde se los veía a ellos dos, jovencitos, ella tan sonriente y él tan distante. Estaba escrita detrás con la letra de María, tan prolija y certera, con una fecha de meses atrás que no coincidía con la imagen: “El amor desdichado es la forma más alta de amor”. Sintió una punzada en el pecho. Volvió a mirar a María, como si fuera la primera vez que la veía triste, apagada. Vio una vida sin amor, una vida de maltrato, sin reconocimientos, de llantos y golpes.

Entonces entendió todo. Era tarde ya para reparar lo hecho, debería buscar otro modo, alguna manera de arrancarse la culpa que registró en ese instante y que desde ese momento le presiona el pecho y el cerebro, le atenaza las piernas.

Al poco tiempo su hija contrato a Rosa; y Cruz pensó que “hasta el ser más desagradable del mundo puede ayudar”.

Se despertó. Ya era tarde; la taza de té otra vez fría sobre la mesa. Se sentó, y con el sorbido más molesto y largo se tomó hasta la última gota.

Rosa, en la puerta, a punto de irse triunfante por su mal obrar, se sintió mareada cuando escuchó que Cruz le decía:

—Gracias.

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