La cita

Fumó su decimonoveno cigarrillo casi con desesperación y ansiedad incontrolable. Había puesto toda su energía, su ilusión y sus esperanzas en esa cita. No era una tarde de domingo más. Era la tarde en que podrían concretarse sus sueños. Hacía semanas que no pensaba en otra cosa. Hasta tenía completamente abandonada la lectura de sus apuntes de medicina legal y se acercaba el parcial. En fin. – pensaba – ya recuperaré el tiempo perdido después que concrete el asunto con Anita. No hacía mas que pensar en esos ojos saltones de aquella chica de baja estatura, pero contextura solida, con buenos pechos y una boquita de conejito que lo enloquecía.

Todo indicaba que las cosas no podían ser mejores para iniciar una relación con la señorita Ana Iñiguez, compañera con la que se divertía todas las tardes sentándose en el mismo lugar del aula de la cátedra junto a ella, sonriendo, haciendo chistes “ácidos” y a veces inocentes, otras veces con “doble intención” y departiendo inquietudes sobre la materia pero también sobre el centro de estudiantes y la política del momento ya que él era militante y ella tenía a flor de piel las ideas progresistas y ese aire de chica semi-superada tan excitante en aquellos comienzos de los ochenta, cuando la dictadura había caído estrepitosamente y la borrachera democrática invadía las calles, los hogares, cambiaba la cultura cotidiana y producía un efecto que asemejaba al “destape” español.

Llevaba varias semanas imaginando toda clase de situaciones futuras con ella, que de ningún modo podía decirse tuvieran algún anclaje en la realidad presente, pero eso no le importaba porque el brillo de sus ojos casi esmaltados, como espejos almendrados lo apuntaba siempre. Si no había día que no se sentaran juntos… ¿Por qué no estaría lista una relación entre los dos? ¿Acaso habría otra razón que no fuera un interés especial en él, un interés manifiesto en salir con él? La imaginaba de muy diversas maneras. Sonriendo juntos en un parque un día soleado. Yendo al cine. Besándose apasionadamente y porqué no, la imaginaba desnuda teniendo sexo desenfrenado y lujurioso con él.

Pero tanta imaginación lo dejaba agotado. Lo desconcentraba y sacaba de sus focos de atención habituales. Iba a las reuniones de militancia sin mucho interés y sin pensar en ningún tema político en especial, siendo que había de sobra cosas en que pensar. Estaba confuso, absorto, distraído y cuasi pusilánime.

Pero todo esto estaba llegando a su fin. ¡Por suerte llegó el día tan ansiado! – pensó para sí – y ya no voy a a tener que esperar para estar todo el día con ella.

Cuando encendió el vigésimo Camel® con su carusita verde lustrada, los nervios estaban al máximo y los descargaba apretando el paquete box vacío muy fuerte con su mano y colocándolo en la mesa. Pidió su segundo café. Ya eran las 18 hs y era la hora de la cita. Pero evidentemente Anita estaba demorada y su ansiedad crecía. Miró el teléfono público anaranjado de ENTel que estaba en la esquina de Corrientes y Callao y pensó en llamar a su casa ya que ella le había dado su teléfono particular. Pero se contuvo suponiendo que los domingos los colectivos estaban siempre retrasados y desde Villa del Parque hasta el centro hay mucho viaje. Ya va a llegar, calmate – se decía a sí mismo –. Pero los minutos pasaban y sus manos transpiraban de nervios.

Cuando miró hacia la pared de La Opera el reloj marcaba 18 y 20 hs. Tenía la boca seca y su aliento a tabaco era desastroso.

Finalmente, a los 18 y 25 minutos por la puerta del costado, sobre Callao entró ella, sonriente pero apurada, tensa, tratando de disimular lo que era evidente, su demora sustancial. ¡Perdoname please!! – exclamó mirándolo con ojos de cordero degollado – tuve un percance en casa y vine rajando. Él la miró con animo de perdón y a la vez cara de resignación, no podía hacer otra cosa ya que no era justamente una ocasión para enojos. Está bien Anita no te preocupes – le dijo con voz lacónica esperando destrabar la molestia ocasional e iniciar una rápida y fructífera conversación.

Anita le dio un beso en la mejilla, se sentó frente a el en la silla de madera estilo inglés que entonces tenía la vieja cafetería porteña, lugar clásico de encuentros si los hay. Estaba más hermosa que nunca según su subjetiva y tan personal mirada, evidentemente empapada de enamoramiento e incapaz de juzgar nada objetivamente. Tenía esos ojos saltones pintados de azul y con cejas y pestañas bien delineadas como se usaba en esa época, un tapadito de tipo Astrakán y debajo una polerita de lana gruesa con cuello caído muy típica de entonces. La polerita ajustada resaltaba su figura y sus curvas, especialmente sus pechos que eran notorios. Sonrió, dejó el saco en el respaldo de la silla, saco un cigarrillo y lo colocó entre sus labios pintados de rojo bermellón y antes que sacara su encendedor, el apuntó con su carusita para encenderlo en un gesto de caballerosidad muy clásico. Volvió a sonreír mirándolo a los ojos. Gracias – dijo –. ¿Cómo estás? Decía mientras exhalaba hacia un costado el humo para no tirárselo en la cara a él. Él también sonrió ya menos nervioso, aunque igualmente ansioso e impaciente por hablar con ella. Bien – dijo – aunque debo reconocer que me preocupé, pensé que no venías y eso me hizo sentir cierta angustia. Ella con una mirada entre condescendiente y sorprendida volvió a sonreír, aunque mas tenuemente y bajando los ojos un poco intentó dar una explicación a aquella expresión. Me imagino, no es grato esperar un domingo a alguien y que te hagan la pera. Pero relajémonos ahora ya estamos acá. Ella intentaba crear un clima de distensión que le ayudara a superar el nerviosismo de la demora que la había alterado, aunque no lo demostrara abiertamente.

Los primeros minutos de la cita transcurrían hablando de bueyes perdidos. De la cátedra, criticando a algún profesor, burlándose de algún ayudante de trabajos prácticos, comentado las estupideces de algún compañero de la cursada. Había mucha sonrisa en ambos y los nervios se iban disipando, aunque en el fondo él presentía que la ansiedad por dentro lo estaba devorando. Mientras la conversación se desarrollaba ella giraba la cuchara en la taza de café americano cortado para revolver el azúcar y el miraba fijamente esa mano tan suave, sus uñas pintadas de carmín como los labios y muy bien arregladas y se contenía por acariciarlas. Era como si una tensión semiconsciente lo impulsara a expresar de la manera más cruda todo lo que estaba pasando por su espíritu en ese momento. Pero en un esfuerzo soberano se contuvo y disimuló sus intenciones, aunque para sus adentros el estaba convencido que ella sabía cuales eran.

Al cabo de un largo rato, cuando iba no menos de cuarenta y cinco minutos del encuentro, ya su mirada era muy intensa sobre ella, apuntaba sin piedad a sus ojos y los de él tenían un brillo tal que era mas que evidente que no era una mirada sin intenciones. En ese momento la conversación se iba haciendo cada vez mas filosófica, más profunda y requisitoria de poner sobre la mesa sus vidas, sus goces y penas, como desnudando sobre el tapete lo que cada uno era en realidad.

Sin embargo, esa mirada tan acuciante era cada vez mas honda y penetrante, a tal punto que ella empezó a sentirse intimidada, observada, pero con cierta animosidad, hasta con un dejo de lascivia, digamos en la medida en que lo que le pasaba afectivamente a él no podía separarse de lo que transcurría por su cuerpo. Para entonces ella sentía una sofocación, una incomodidad repentina pero que no le hacía disminuir su sonrisa siempre cariñosa y cálida. Así era en general, así era con todos, pero para él era un signo evidente de su inclinación hacia su persona. No tenía parámetros objetivos. Los había perdido definitivamente con relación a ella.

Mientras iban poniendo sus historias en el paño de la mesa del café, ya las sonrisas eran menos frecuentes, ya rondaban las miradas mas tristes, a veces melancólicas, a veces con cierto enojo hacia el pasado o hacia la realidad, no la circundante sino la interior. Así la conversación iba siendo cada vez más espesa, más densa, más comprometida. Bueno decime Anita ¿Cómo te sentís? – le preguntó a ella – En un intento de desviar lo que ella presentía, y todas las miradas punzantes y penetrantes de él parecían indicar, era un crash anunciado, le responde con un tono displicente pero engañoso. Bien por supuesto… ¿y vos? El silencio de diez segundos o menos indicaba que algo se venía. De pronto su cara tan lozana expresó un rictus de tensión ante lo evidente e inevitable. Yo estoy bien, pero estaría mejor si pudiera decirte algo… Llevaba largo rato pensando y calculando febrilmente el momento en el que lanzar su embrujo como un chamán que es apenas un aprendiz y tiene miedo de desatar siniestros conjuros. Los ojos de Anita se llenaban de lagrimas de cierto desconsuelo pero que, con los dientes apretados, ocultando su boquita de conejito sonriente, podía llegar a contener evitando que broten hacia afuera, a la vez el rictus de su rostro se hacia mas patente. No había otra opción que repreguntar ante lo que estaba sucediendo. ¿Qué me querés decir? Preguntó resignada. En ese momento hubo otro silencio de quince segundos y él bajó la mirada escapando de aquellos ojitos de almendra. En ese instante tan breve pasaron mil imágenes por su cabeza como un huracán embravecido, pero a la vez generador de confusión y desasosiego. No podía articular palabras coherentes. Decía una tras otra, frases sin sentido, cripticas, indescifrables y hasta absurdas. Cuando ya se enredaba en un fárrago de incoherencias, ella decidió detener su relato. Tomó su mano, pero sin cariño, o quizás con un cariño compasivo. El presentía que algo no estaba bien. Lo podía leer en esos ojos que ahora ya no brillaban como dulces almendras, sino que estaban enrojecidos, y en ese rostro endurecido sin sonrisa. Pará negro, no te entiendo nada – le señaló con impaciencia – o a lo mejor sí y me pone mal. El miraba absorto, envuelto en una profunda sensación de impotencia. El presentimiento parecía volverse real y la inminencia de lo trágico lo hacía esquivar la mirada para cualquier parte. Miraba al mozo, a la barra del café, a la calle, a los cuadros publicitarios de la pared…. Mirá yo no puedo mirarte como me estás mirando vos, no me está pasando lo que te pasa a vos y de verdad me siento mal, porque yo no hubiese querido que esto pase, sinceramente me apena mucho desilusionarte y decirte que solo quiero ser tu amiga porque no se en que momento vos pensaste otra cosa, me parecés un tipo macanudo, me gusta que seamos compañeros, que nos divirtamos juntos en la facu, a lo mejor que salgamos a ver una película, a tomar un café, que se yo….

Transcurrieron cinco o seis segundos no más, pero le parecieron una eternidad, de golpe sintió una fuerte presión sobre sus globos oculares que emanaba desde lo más profundo de su interior al punto de que le parecía iban a estallar, esa presión venía del corazón, pero no de ese que había conocido en la cátedra de anatomía en primer año cuando evisceraban los cadáveres en formol, sino de ese corazón inespecífico y etéreo, pero tan doloroso, que todos los neurofisiólogos saben que está en el cerebro límbico pero que el común de los mortales siente dentro del tórax en alguna parte no bien determinada. Una vez que sus ojos se llenaron de lagrimas de impotencia, de desaliento, de derrota pudo empezar a articular algunas palabras esta vez más coherentes pero cargadas de un tono de tristeza. Vos me gustas flaca, me gustas mucho, estos días no hice más que pensar en vos, me ilusioné pensándote conmigo, abrazados, juntos…. La voz de desconsuelo de él entristecía cada vez más a Ana, pero era consciente que no había simetría en ese deseo, en ese anhelo. De verdad me duele mucho esto negrito, sos un tipo bárbaro, divino, vos te mereces alguien que te quiera, que se enamore de vos, tenés derecho a eso…. A esta altura esas palabras sonaban como un látigo azotando sus sentimientos. Se sentía profundamente derrotado “te sentirás acorralada, tal vez querrás no haber nacido” decían los versos de “Palabras para Julia” y en esas épocas en las que el tanto escuchaba a los cantautores vascos y catalanes, esa era la mejor descripción de su estado de animo.

Se desplomó como un castillo de arena de varios pisos construido con afán por un niño en la playa, con tanto esfuerzo, con tanta pasión, que solo el llanto desconsolado es lo que el niño puede sentir en ese momento. No pudo contener las lagrimas luego que el cachetazo como el viento en la playa, lo devolviera de golpe, así sin anestesia a la realidad. Y el se sentía un niño, un huérfano…. “Sometimes I feel like a motherless child” así sonaba aquel bello y triste spiritual cantado por Opus Cuatro y así se sentía él. Estaba desolado, desnudo frente a aquel hermoso rostro y aquella personita dulce que tanto lo había ilusionado, pero sentía su desnudez no como esa desnudez que enorgullece, que muestra una figura esbelta y grácil sino esa desnudez que muestra un cuerpo feo y sin gracia, una desnudez que avergüenza.

La vergüenza, mezclada con el desconsuelo, la pérdida de lo soñado, la desilusión y un sentimiento de minusvalía lo apagaron como una candela en una noche de tormenta.

Soy un pelotudo – le dijo mirándola con los ojos inyectados y con una mezcla de rabia incierta y deshonra repentina. No se porque me ilusioné con vos… Los tonos de sus palabras tomaron un cariz de reproche, aunque ella lo sintió para consigo, en realidad se estaba reprochando a sí mismo. No negro no sos un boludo, mirá, estas cosas pasan, yo no soy para vos y aunque sos un tipo maravilloso no podría estar con vos, sin embargo, a veces te enamorás con de un tipo que es una mierda y te caga la vida, pero que vas a hacer, el amor es así, se da o no se da…. Lo miraba tiernamente ahora con profunda compasión y él tenia tanta rabia consigo mismo y con la vida en ese momento que no podía entender lo que eran unas sabias palabras de Ana. No estaba listo para entenderlas en ese momento. No era el momento. Lamentablemente muchas veces la juventud avasallante no nos permite entender muchas cosas que luego después de mucho tiempo entendemos, a veces cuando ya es demasiado tarde. “La experiencia es un peine que te dan cuando te quedás pelado” decía el boxeador Oscar “Ringo” Bonavena, pero a veces, aunque quede poco pelo lo podemos usar y disfrutar.

Esa fría tarde-noche de domingo, en el otoño de 1985, Anita y él se fueron del café con una amarga sensación. Ella, la de no haber percibido a tiempo las señales de una ilusión que podía ser fatal. El la de haberse ilusionado en vano, abonando a sus sentimientos frustrantes y de inferioridad que ya hacía tiempo lo venían azotando.

Caminaron unas cuadras por Corrientes, no como él se imaginaba, de la mano compartiendo el futuro, tal vez de una profesión, tal vez de una familia, de un amor apasionado, sino separados y hablando tranquilos y en voz baja. El caballerosamente la acompañó a la parada del 24 y esperó a que ella tomara su colectivo. Cuando asomó el bus, se miraron lánguidamente, él con una espina muy dolorosa atravesándolo de lado a lado. Así se despidieron con un beso tenue en la mejilla y ya no hubo más citas con ella.

Los días pasaron y volvieron al aula de la cátedra, pero esta vez no se sentaron juntos. El evitaba todo contacto posible con ella. Se alejaba de su presencia como quien huye del fuego que lo ha quemado. Durante varias clases y hasta la fecha del final hizo todo lo posible por ignorarla, aunque una espina dolorosa estaba clavada en él hasta los tuétanos.

A veces se saludaban amablemente pero no encaraban ninguna conversación. Entre los dos había quedado un secreto bien guardado de un amor que abortó antes de nacer y una vez que ambos rindieron el final – con excelentes notas – no se volvieron a ver jamás. De este secreto ambos se llevaron algo, ella quizás lo haya olvidado al poco tiempo o no. El lo conservó como un sabor amargo en el fondo de sus evocaciones nostálgicas y melancólicas.
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El tiempo pasó y él se recibió y empezó una nueva época en su vida.
Treinta años después, un día de tramites ajetreados por el centro, él ya desprovisto de aquellos viejos dolores, con nuevas penas a cuestas y algunas frustraciones, pero en un momento muy bueno de su vida, se encontró de golpe en Corrientes y Callao y necesitaba un break, una pausa para seguir con sus trámites febriles.

De pronto decidió entrar en La Opera y sin tomar conciencia de lo que estaba haciendo se dirigió hacia la misma mesa que antaño, junto a la ventana que mira a Callao, él había estado esa tarde de domingo junto a Anita. De golpe recordó aquello en un instante fugaz, pero ya no sintió dolor.

En el camino había quedado un matrimonio de veinte años y un par de intentos de rehacer su vida de pareja que fracasaron. Pero justo hacía poco tiempo había conocido a alguien de quien se había enamorado locamente y llevaban una hermosa relación adelante. No pensaba mucho en el pasado, aunque sí como punto de referencia para darse cuenta cuanto había crecido, cuan lejos estaba de esa alma oscura, derrotada y anodina que cargaba treinta años atrás. Ese chico rebelde y malhumorado había dado paso al hombre sereno, aunque sin perder su profundo espíritu crítico y su vocación de cambiar el mundo. Pero sin estridencias y sin sacar innecesariamente la espada de la vaina ni tirar con apuros el guante retando a sus adversarios. Podía pensar y reflexionar y sentirse libre, aceptarse tal cual y buscar con eso el placer, el goce y la paz necesaria.

Miró a su alrededor con cierta inquietud, no entendía porque en ese momento se sentía así, pidió al mozo, como siempre, un cortado americano, ya no fumaba hacía veinte años, pero igual apretaba sus manos contra una hoja de papel arrancada de su agenda. No estaba nervioso, pero sí movilizado. Su emoción se desataba ante el recuerdo y la evocación. Aunque no quisiera. “Uno se cree que los mató el tiempo y la ausencia// pero su tren vendió boleto de ida y vuelta// son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas// en un rincón, en un papel o en un arcón…” Y el arcón de su historia se abrió a su corazón esa mañana. De pronto recordó lo que sentía. Rememoró un poco aquel dolor frustrante pero rápidamente se disipó. De pronto tuvo un sentimiento alegre. Lo invadió el optimismo y sus ojos se llenaban de tenues lagrimas, pero de felicidad.

Desesperado llamó al mozo, le pagó y sacó una servilleta de papel y escribió con su marcador rojo de tinta indeleble “¡Gracias Anita!!! ¡Al fin te pude entender!!!” Dibujó un corazón y marcó aquella fecha, 9 de junio de 1985. Dejó el papel en la mesa como esperando imaginariamente que por allí volviera a pasar Anita Iñiguez, de quien nunca supo nada más.

Se marchó y saludó al mozo que lo miraba extrañamente.

El mozo se acercó, recogió el papel y se lo mostró a su compañero. Mirá esto Jorge – le dijo – su compañero lo miró lánguidamente como diciendo para sus adentros (y ahora que boludez me vas a decir) y asintió con la cabeza. El mozo no esperaba ninguna reflexión de su par y rápidamente le comentó – La gente está cada vez mas loca – mientras esbozaba una sonrisa lacónica. Sin embargo, tomó el papel escrito y lo guardó en su bolsillo diciendo sorprendentemente – mejor lo guardo, ¡a ver si después se arrepiente y lo viene a buscar!

Pero él nunca volvería a entrar a aquel lugar. Pasaría muchas veces por esa esquina, pero su destino ya no estaba allí. Estaba afuera.

La vida siempre te da otra oportunidad.

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