Mudarse al lado de la iglesia había sido una pésima decisión. La casa estaba bastante bien, era cómoda y espaciosa, pero lo peor eran las risas de los niños. Estridentes, agudas y bulliciosas, llenaban cada rincón de la casa. No había forma de impedir que entraran, eran inmunes a cortinas, ventanas y tablas, cual agua fluyendo a través del infinito espacio entre los dedos. Por suerte, la calma llegaba al terminar la noche.
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