La Casa del Jazmín
Elaborado por: Díaz Guerrero Yamilet
En la vieja calle de San Vicente, donde las casas de tejas rojizas susurran secretos a las brisas de verano, se encontraba una vivienda peculiar. No destacaba por su tamaño ni por su riqueza, sino por el robusto jazmín que trepaba sus muros, extendiendo sus fragantes ramas como brazos deseosos de un abrazo. Allí vivía Alicia, una joven de ojos verdes y cabello del color del trigo maduro, cuya vida parecía tan rutinaria y sencilla como el vaivén de los días. Trabajaba en la pequeña librería de la esquina, donde cada libro parecía contarle sus sueños y desvelos.
Un día de abril, cuando el aire olía a flores y promesas, un hombre entró en la librería. Alto y de porte elegante, Andrés irradiaba una presencia que perturbó el aire mismo del lugar. Sus ojos, de un azul profundo, se encontraron con los de Alicia, y en ese instante, sin necesidad de palabras, ambos sintieron una conexión que iba más allá de lo explicable.
«¿Puedo ayudarte en algo?» preguntó Alicia, tratando de mantener la compostura. Andrés sonrió, y esa sonrisa quedó grabada en la memoria de Alicia como una melodía dulce.
«Busco un libro, algo especial», respondió él, su voz tan suave como el terciopelo.
«¿Algo en particular?» inquirió ella, intentando adivinar sus pensamientos.
«Sí, un libro que contenga la historia de un encuentro que cambia vidas.»
Desde aquel día, Andrés se convirtió en un visitante asiduo de la librería. Cada encuentro con Alicia era una danza de miradas, sonrisas y conversaciones que fluían como un río. Hablaban de libros, de la vida, del amor y del destino, y con cada palabra, la conexión entre ellos se hacía más fuerte.
Andrés, un arquitecto de espíritu libre, había viajado por el mundo, pero en esa pequeña librería encontró un ancla que nunca había sabido que necesitaba. Alicia, en cambio, se dio cuenta de que su vida, antes monótona y predecible, comenzaba a llenarse de colores y emociones que nunca había experimentado.
Las tardes de verano los encontraban paseando por la ciudad, deteniéndose en los parques, los cafés y, finalmente, en la casa del jazmín, donde el aroma de las flores se mezclaba con el de su incipiente amor.
Un domingo, mientras el sol se ponía tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados, Andrés y Alicia se sentaron en el pequeño jardín de la casa. El jazmín estaba en plena floración, y su fragancia era un bálsamo para sus almas.
«Alicia, hay algo que quiero decirte», comenzó Andrés, tomando su mano. «Desde que te conocí, mi vida ha cambiado de una manera que nunca imaginé. Has traído luz y alegría a mis días.»
Alicia lo miró, sus ojos brillando con lágrimas de felicidad. «Yo también he cambiado, Andrés. Nunca pensé que alguien como tú entraría en mi vida y la transformaría tan profundamente.»
El verano pasó y con él las hojas empezaron a caer, pero su amor florecía con cada estación. Andrés y Alicia se embarcaron en una relación que era tan sólida como la vieja casa del jazmín, tan vibrante como las flores que adornaban sus muros.
Un invierno, mientras la ciudad se cubría de una suave capa de nieve, Andrés decidió que era el momento de llevar su amor al siguiente nivel. En la víspera de Navidad, decoró el jardín con luces y guirnaldas, creando un escenario de ensueño. Bajo el viejo jazmín, se arrodilló frente a Alicia y, con una voz llena de emoción, le pidió que fuera su compañera de por vida.
Alicia, con lágrimas de alegría, dijo que sí. Se abrazaron bajo el manto estrellado, mientras las flores de jazmín, aún frescas a pesar del frío, perfumaban el aire con su promesa eterna.
La casa del jazmín, que había sido testigo del inicio de su amor, se convirtió en el hogar donde construirían su futuro juntos. Cada rincón de la casa contaba una historia de amor, cada flor de jazmín representaba un momento compartido. Y así, en la vieja calle de San Vicente, la casa del jazmín siguió siendo un símbolo de un amor que, como las flores que la adornaban, florecía y perdura más allá del tiempo.
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