14 de enero: La casa está bien. Tiene todo lo que me gusta de una casa: un amplio living donde pasar las horas leyendo tirado en el sillón, dos grandes habitaciones y una cocina que cuenta con barra, una pequeña vinoteca y una ventana que da al parque. En el piso de arriba la sala de estar posee un segundo baño y acceso a un balcón desde donde pueden verse los atardeceres más bonitos. La extensión del parque es lo que me agrada. Antecede a la casa en casi cien metros y continúa detrás de ella, acabando en una vasta ligustrina fronteriza con el terreno aledaño. Hay árboles de todo tipo, muchos de ellos frutales, y pienso agregar más hasta quedar conforme con la quinta. Por otro lado, la profunda piscina que hunde la tierra a un costado de la casa hará que el verano sea más reconfortante. Las noches aquí están sumidas en absoluta tranquilidad y el cielo revela la belleza de los astros con un inmenso fulgor. La primera noche estuve casi una hora mirando el cielo y me sorprendí ante la cantidad de estrellas fugaces que surcan el espacio. Acostumbrado a estar iluminado por las luces de la ciudad creí que el número de estrellas se había reducido y sentí que redescubría el cosmos.
15 de enero: estuve toda la tarde viendo la lluvia caer en el parque, desde la puerta de vidrio corrediza del living, atrapado por una idea fantástica que tenia de niño cada vez que llovía: las gotas eran proyectiles lanzados por una voluntad malévola, destinados a destruir la vida terrestre. Imaginé entonces a las pequeñas comunidades de insectos alojados en mi jardín alborotándose ante la inminente devastación. Numerosos hormigueros eran reducidos a puro barro mientras bichos cascarudos corrían de un lado a otro, buscando un refugio bajo la corteza de un árbol. Laberinticos y profundos túneles de lombrices rebalsaban de agua imposibilitando la salida, y telarañas que trabajosamente habían sido labradas a través del tiempo eran sacudidas por la tempestad, mientras la lluvia penetraba esa débil estructura, perforándola, lanzando sus obreras al vacío y condenando a sus crías, aún retenidas en huevos, a una muerte segura. En el mejor de los casos algunos insectos lograban escapar de la catástrofe, pero en su huida se convertían en alimento de los sapos que con un apetito voraz habian salido de sus cuevas envalentonados por el diluvio. Las aves tampoco estaban a salvo. Un nido precariamente construido podría derrumbarse fácilmente provocando el exilio de una familia de palomas, mientras sus pichones, demasiados pequeños para volar pero demasiado grandes para ser transportados, deberían enfrentarse a la áspera supervivencia.
16 de enero: Cuando era niño vivíamos en Mar del Plata. Los otoños, despejados de turistas, iba con mamá a la playa a juntar caracoles. El frio no nos importaba, ni el viento punzante. Al llegar a casa mamá los limpiaba y guardaba en una vitrina, quedando separados para siempre del mar y la arena. Una tarde, jugando a la pelota adentro de casa, Damián hizo tambalear la vitrina, que cayó de frente desparramando los caracoles e incontables pedazos de vidrio. Mamá lloró de rodillas en el piso recogiéndolos, mientras papá le decía que no era para tanto y acariciaba la cabeza de Damián. En ese momento no supe que pensar pero ahora creo que ella sintió que era su vida la que se había derrumbado.
Hoy descubrí un caracol en la cocina, salvo que este se arrastraba pegajosa y lentamente. Seguí tanto como pude el rastro de baba dejado por el pequeño molusco y noté que había atravesado el marco de la ventanilla, se extendía largamente por la pared trasera y desembocaba en el césped. Vi en esa pared muchas otras huellas, como si una multitud se hubiera arrastrado, subiendo y bajando innumerables veces. Eran líneas blancas y brillantes que resplandecían a la luz del sol y me provocaron tanto asco que tuve que quitarlas con una escoba humedecida.
17 de enero: Son las 19 horas. Acabo de colgar 5 cuadros que compré y embellecí la biblioteca con fotos que rescaté de la última caja, algunas junto a familiares y otras con amigos. Encontré una foto del cumpleaños 75 del abuelo Néstor. En ese entonces Damián tenía 5 años y yo 10. Mientras él y yo abrazábamos al abuelo, sonrientes, acompañados por nuestra prima teresita y la tía, en el fondo puede verse a mamá de brazos cruzados, mirando a papa de reojo, que se acerca para la foto. Me sorprendió su expresión. Se la veía molesta por algo, o quizás agotada, como si no tuviera el mínimo interés en estar allí. Recordé que cuando terminó la celebración y fuimos a casa estuvo callada todo el viaje y nos retó de manera inesperada, a Damián y a mí, que estábamos inquietos adentro del auto. Mamá no solía retarnos y además siempre hablaba bajito, pero en ese instante gritó que nos callemos y volvió luego a su particular silencio. Papa la miró y no dijo nada, simplemente se mantuvo conduciendo. Llegamos a casa y fuimos a dormir sin decir una palabra.
18 de enero: en el quincho todavía hay cosas de papá y no sé qué debería hacer con ellas. Él tenía una cajita de madera donde siempre guardaba los objetos más importantes. Había fotos, un reloj que le regaló su abuelo, las clavijas de su primera guitarra, monedas antiguas, un collar que usaba su madre, una edición ilustrada muy vieja de “Platero y yo”, algunos poemas de su autoría y cartas, algunas nunca enviadas y otras recibidas. Muchas eran de sus hermanos, que vivieron en el sur, y otras de amigos o personas interesadas en los poemas que publicaba en el diario “Tiempo”.
Mi peor descubrimiento fue la carta de una mujer llamada Inés. Era un papel amarillento, quebradizo, tan doblado y tan cobardemente escondido en el fondo de la pequeña caja, que resultaba casi imperceptible. Mientras la leía una fuerte puntada atravesó mi pecho y me sentí humillado, como si estuviera desnudo ante un público desconocido. Quise romperla pero en su lugar solo pude llorar. No indicaba ninguna fecha, tenía una letra desprolija, como si hubiera sido escrita apresuradamente y contaba con múltiples tachaduras. Terminé de leerla y la sostuve en la mano pensando que hacer con ella. Papá está muerto y la carta ya no tiene ninguna trascendencia. La devolví, de todas formas, junto al resto de las cosas, y seguí con la limpieza del quincho. Imagino que Papá jamás pensó que alguno de sus hijos terminaría encontrándola.
19 de enero: 4:15 am. Generalmente no recordamos de nuestros sueños más que meras impresiones, insignificantes en relación al resto del material onírico. Las pesadillas, sin embargo, generalmente escapan a esa regla. En la mía, encuentro un papel en el piso con una escritura y cuando quiero leerlo no entiendo lo que dice, las letras están al revés y vibran, confundiéndose entre sí. De pronto el papel se escapa de mis manos y quiero correr para alcanzarlo pero tengo los pies fijados al suelo. La angustia me invade y de pronto un sonido se inmiscuye, resonando de fondo hasta volverse tan fuerte que logra despertarme.
Permanecí unos segundos sentado en la cama tratando de descifrar el origen de aquel ruido. Me levante sigiloso, salí de la habitación y caminé a oscuras por el pasillo que conduce al living. La puerta del baño estaba cerrada y de allí no se oía nada. Continúe caminando, crucé la cocina y al llegar al living encendí la luz. Con espanto descubrí a seis murciélagos que revoloteaban y comenzaron a agitarse cuando fueron iluminados. Se chocaban entre ellos, se estrellaban contra las paredes y las paletas del ventilador de techo sin encontrar la salida. Noté que la puerta de vidrio estaba semiabierta. Tome la escoba de la cocina y con valor crucé agachado hasta llegar al otro extremo, entonces la abrí completamente. Intenté ahuyentarlos, sacudiendo la escoba para todos lados, pero volaban en círculos y mis esfuerzos no tenían efecto. Comencé a golpearlos, entonces emitieron un chillido agudo y terrorífico y se acercaron hasta la salida. Esperé que se fueran pero para mi sorpresa se mantuvieron ahí, sin salir. Metí la escoba entre ese tumulto y la sacudí nuevamente pero no se movieron de su lugar. Permanecieron sobrevolando ese límite indistinguible entre el interior y el exterior de la casa. Agotado, retrocedí y los observé unos minutos, con la escoba en mano, temeroso y sorprendido. Se mantuvieron así hasta que por fin uno de ellos salió al parque, entonces el resto lo siguió. Rápidamente corrí a cerrar la puerta, mientras los veía desaparecer en la oscuridad a través del vidrio.
19 de enero: 20 pm. Descubrí que las flores que había ubicado alrededor de la entrada se marchitaron. Frágiles y grises parecían indicarme que cualquier intento de salvarlas sería infructuoso, así que las arranqué de sus masetas y las tiré a la basura. Sin embargo noté que ese fenómeno se había replicado en varios árboles, que sobre sus pies sostenían grandes montículos de hojas secas y amarillas y comprobé con pesar que el resto de la quinta no era ajena a tales circunstancias. Tomates podridos y naranjas caídas se extendían por el suelo, rodeados de cientos de moscas. El orégano, el verdeo y perejil que tanto me prometí cuidar lucían estropeados y resecos y el limonero era atacado por un sinnúmero de hormigas que habían tomado casi todo el tronco. La limpieza en las áreas recuperables y la extracción de los desechos me mantuvieron ocupado toda la tarde.
El trabajo en una casa y un parque tan grande es extenuante, pero voy a lograrlo, así como hacía mamá. Ella tenía que hacerlo todo. Supongo que el tiempo invertido y su esfuerzo no reconocido en el hogar motivaron, en cierta forma, la separación. Aun si ella hubiera sabido de Inés, esa noticia no sería más que otra desdicha en un matrimonio que ya se venía abajo y las numerosas mudanzas, los cambios de espacio y los proyectos que en vano programaban juntos, tal vez solo sirvieron para velar durante algún tiempo un destino inevitable.
20 de enero: volví a leer la carta intentando descifrar en que momento fue escrita. No entiendo por qué papá prefirió evitar hablar del asunto tantos años. Sospecho que mamá lo sabía y que al separarse, llevándonos con ella, pensó que esa historia quedaría en el pasado. La carta se mantuvo guardada, sin embargo, como si esperara que alguien la descubriera. ¿Y si era lo que él quería? ¿Qué se supone que haga ahora, después de tantos años? Seguramente Lucas ya sea un adulto poco interesado en conocer a dos extraños de los cuales nunca tuvo noticia. ¿Habrá llegado siquiera a conocer a papá?
21 de enero: Intenté salir de la cama temprano esta mañana pero no pude. La verdad es que no tenía ganas de madrugar y creo que a veces está bien. Me levanté una vez que el hambre me obligó. Mientras preparaba el almuerzo pensaba como sería el mundo sin obligaciones diarias, sin las rutinas agobiantes ni la constante carrera contra el tiempo, pisándonos los talones, conduciéndonos a una meta cada vez más lejana. ¿Qué sentido tiene? De no ser así, seguramente hasta nuestra biología transformaría sus hábitos. ¿Me daría hambre exactamente al mediodía? ¿Me despertaría solo, sin alarmas, una hora antes de lo previsto? Seguro que no. Lo curioso es que uno no puede deshacerse de ese aprendizaje ni siquiera cuando no lo requiere. Incluso aquí, en esta casa solitaria y alejada, donde nada me apura y nada tiene el carácter de urgencia, una voz interna me dice que no está bien abandonarse, aunque sea por un día, al mero acto de vivir.
22 de enero: Recibí una llamada de Damián, preguntando como había encontrado la casa. Respondí que bien, pero creo que notó la mentira. La verdad es que escuché muy poco de lo que dijo. Creo que habló de sus vacaciones. En mi mente debatí si contarle o no sobre la carta, hasta que se hizo un silencio incómodo y preguntó de nuevo si estaba bien. Le dije que no podía hablar en ese momento y que luego lo llamaba.
La tarde estaba agradable y quise leer bajo la sombra del sauce. Sin embargo mi atención se desvió hacia la quinta, en donde nada prospera y todo está condenado a marchitarse, entonces un enojo fugaz pero intenso se apoderó de mí. Tomé el hacha y arremetí contra todo lo que apenas se mantenía con vida. Los tallos de los pequeños vegetales volaban al ritmo de la hoja de acero recién afilada, que atravesaba el aire con fuerza y precisión. Cuando acabé con los más débiles me dirigí al limonero, erguido patéticamente, incapaz de proveer un solo fruto. Era un muerto en vida. Durante un buen rato hundí el hacha en su cuerpo ya debilitado hasta quebrarlo por completo, entonces cayó hacia un lado y del resto del tronco que aún se afirmaba en la tierra emergió una población de hormigas diminutas y negras, como si escaparan de una amenaza ineludible. Dicha comprobación me enfureció aún más. Fui hasta el quincho, tomé algunos fósforos y un bidón de querosene y rocié el árbol que yacía en la tierra y el tronco que en ella hundió sus raíces. A través del fuego contemplé esas miserables y minúsculas caminantes, incendiándose, incapaces de salvarse. Permanecí observando el árbol que se ennegrecía conforme crecían las llamas, intensificando su color, elevándose con el viento y alcanzando hasta la última astilla. La calma volvió a mí de repente y cuando noté que el fuego se expandía por el inocente pasto conecté la manguera y con agua finalicé ese pequeño caos administrado.
25 de enero: mientras me cepillaba los dientes antes de dormir el espejo me advirtió del crecimiento de mi barba, apenas rojiza. Estando solo, nadie más que yo puede juzgar mi aspecto. Si bien la barba siempre me pareció un signo de descuido, no encuentro ahora ninguna motivación para quitarla.
29 de enero: El tedio se apoderó de mí durante estos días. No me quedaré en la casa mucho más. No tiene sentido recluirse en medio de la nada. Quizás a papá le sirvió en sus últimos días, pero así murió, solo y en un estúpido accidente, sin nadie para ayudarlo y escuchar sus palabras finales. ¿Habrá pedido por Inés acaso, mientras estaba tendido en el suelo, con la cara al sol exhalando su último aliento? Una caída. Una simple caída de la escalera bastaba para acabarlo. No fue el cigarro, ni el corazón agitado, entregado desde siempre a las perpetuas desventuras. Fue un simple tropiezo, un error de escalón y un golpe en la nunca. Recuerdo cuando días atrás llegué y visité el fatídico escenario. Una telaraña densa y oscura, como trampa letal, se extendía por más de un metro en la cornisa del techo. Frente a ella la escalera de metal, que permanecía como evidencia del desenlace absurdo.
2 de febrero: mañana mismo abandonaré la casa para volver a la ciudad. Seguro que alguien más puede venir a mantenerla.
3 de febrero: 3:00 am. Lo único que logré rescatar fue este diario y algunas prendas. La carta, junto a la caja con el resto de las cosas de papá deben estar consumiéndose por completo. Ya es tarde para intentar salvar algo. El fuego se expande a pasos que solo él puede dar. El estruendoso rayo que se oyó hace unas horas es la causa. Mientras dormía no advertí la magnitud del incidente y ahora es imposible saber en qué árbol empezó el incendio. Seguro fue el pino que está próximo a la casa. Desde el auto, mientras espero a los bomberos, las llamas no se ven tan mal. Hay cosas que debieron permanecer y morir allí adentro.
OPINIONES Y COMENTARIOS