La breve historia de Jacinto.
Esta es la triste historia de Jacinto. Fue un verano lluvioso de 1981.
— ¿A dónde vas? —preguntó el gordo desde su camioneta.
—A mi casa —contestó Jacinto mientras caminaba por la banqueta.
— ¿Qué llevas en la bolsa de plástico?
—Una máquina de escribir que compré en el bazar.
— ¿Y para qué la quieres?
—Para escribir. Quiero ser escritor… de los buenos, como Hemingway.
—Esas son pendejadas. Súbete a mi carro, yo te voy a enseñar a hacer dinero fácil.
El gordo era un mocoso de dieciséis años. Era sicario en la frontera con Estados Unidos.
—Lo siento gordo, tengo cosas que hacer.
—Necesito un ayudante, piénsalo cabrón. Pasaré por ti esta noche. Si cambias de opinión, te quedas con la chamba.
El gordo se fue en su auto. Jacinto apresuró su paso. El cielo empezó a tronar y unas pequeñas gotas de lluvia cayeron sobre la frente de Jacinto.
Cuando Jacinto llegó a su casa su papá ya lo estaba esperando molesto.
—Jacinto, ¿Qué llevas ahí? —preguntó su padre.
—Una máquina de escribir, la compré en el bazar, estaba en oferta papá.
— ¡No puedo creerlo! ¿En eso gastas el dinero que te doy?
—Quiero escribir cuentos, papá.
— ¡No pienses en tonterías hijo! Aprovecha tu tiempo libre en algo productivo… ponte a estudiar o trabajar.
— ¡Quiero ser escritor! —repetía con angustia por no ser comprendido.
El padre se metió a casa enojado. El joven se quedó en la cochera para estrenar su máquina de escribir. A él le gustaba escribir viendo la lluvia chocar contra el pavimento. Jacinto improvisó una antigua mesa como escritorio, sacó unas hojas de un estante y puso manos a la obra.
—Hijo —dijo la madre desde la ventana de la cocina—, ¿Qué haces ahí?
—Escribo, mamá.
— ¡Deja de perder el tiempo, ayúdame a lavar los trastes!
El chico seguía tecleando, tenía una buena idea en la mente y no pretendía desaprovecharla.
—Hijo —insistía la madre—, ¿estás sordo? Ven a lavar los trastos.
— ¡JACINTO! —Gritó el padre—, ayuda a tu mamá.
El muchacho regresó a casa a lavar los trastes, después de esa labor tuvo que asear el coche, barrer el patio y tirar la basura.
—Mamá, ya terminé. ¿Ahora puedo seguir con mi cuento?
— ¿Ya estudiaste?
—Hoy es viernes, mañana terminaré mis tareas. Déjame escribir.
Jacinto empezaba a inquietarse. Quería ser libre y desarrollar su pasión.
—Jovencito —dijo el padre—, guarda este cacharro que dejaste en la cochera.
—Es mi máquina de escribir.
Los padres pensaban que ser escritor era una estupidez. Querían que su hijo fuera abogado, doctor, ingeniero o maestro.
—Estaré en mi cuarto —dijo el muchacho.
El joven acomodó su escritorio cerca de la ventana, quiera ver y escuchar la lluvia. La lluvia era su musa. Jacinto escribía sin parar, quitaba y ponía hojas. El sonido de las teclas retumbaba en la casa.
— ¡Hijo! —Gritó el padre—, deja de hacer ruido, guarda ese artefacto.
— ¡Hazle caso a tu padre por el amor de Dios! ¡Ponte a estudiar!
El adolescente perdió la inspiración y sintió desprecio por sus padres. Escribir era su único anhelo.
—Cómo ustedes digan —dijo y guardó su máquina en el armario. El ojo derecho empezaba a palpitarle.
El muchacho siguió escribiendo en un cuaderno varias horas, hasta que entró el padre a su dormitorio
—Apaga esas luces… o tú vas a pagar el recibo de la luz.
—Lo que ordene, señor —dijo Jacinto. Las sienes le pulsaban y le faltaba el aire.
Apagó las luces y cerró su cuarto con llave, la sangre le hervía de rabia. Cuando estaba a punto de echarse a su cama, afuera se escuchó el claxon de un automóvil. Jacinto se asomó por la ventana. Era el gordo haciendo rugir su camioneta de ocho cilindros.
— ¡EYYY! —Gritó el gordo—, ¿Qué pensaste? ¿Quieres ser mi ayudante?
Jacinto se encogió de hombros y dijo:
— ¿Por qué no?
—Bienvenido tigre
Circulaban por las calles de la ciudad, no paraba de llover. Jacinto y el gordo iban adelante. En el asiento trasero el joven asesino traía un cuerno de chivo cargado.
— ¿Qué haremos gordo?
—Matar a un soplón.
— ¿Matar has dicho?
—Si —dijo el gordo—, matar, asesinar, liquidar, abatir a un chivato. Órdenes del patrón.
Llegaron a un barrio a las afueras de la ciudad, el gordo apagó la camioneta, extrajo de la parte trasera el arma.
— ¿Ves a ese vato pelón, el que está enseguida del negro? —dijo el gordo.
—Sí.
—Te lo vas a quebrar.
— ¿Yo?
—Sí, tú. ¿O eres maricón?
Jacinto sentía miedo, pero aún tenía coraje quizás con sus padres, con la vida o con él mismo, no lo sabía, era solo un adolescente de quince años. Era una olla de presión a punto de explotar.
—No la pienses viejo, sólo hazlo pedazos —el gordo le entregó el rifle al chico.
Jacinto descendió del coche, apuntó y jalo del gatillo. El pelón cayó muerto antes de tocar el piso. Otro de los tipos que acompañaba al pelón, disparó con una pistola. El gordo fue herido en unos de sus bíceps. Disparos, confusión, más disparos y después el sonido estridente de las sirenas.
— ¡Corran, corran! —gritó alguien.
El gordo huyó herido dejando de rodillas a Jacinto.
—Deténganse —ordenó un policía.
Jacinto soltó la escopeta, se tocó el vientre y la cara. Estaba sangrando.
— ¡Aquí hay un herido! —dijo uno de los paramédicos.
La lluvia dejo de caer y Jacinto murió de cara al cielo en un charco de agua y sangre.
Fin.
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